Poliamor y otras trampas de la vida 

No es fácil escribir eso que llaman autoficción. Al convertirse a sí mismo en personaje de sus relatos, el autor ha de ser capaz decontar unas experiencias que se asemejen poco al existir cotidianodel resto de la humanidad; de no ser así, entonces debería podercrear,  a punta de lenguaje, una atmósfera tan seductora que, al contarnos su rutina, parezca como si nos estuviese contando la más extraordinaria de las aventuras.

En la obra de Gabriela Wiener no todo es puro recurso narrativo. Lo que cuenta de su vida se compone de tantos elementos  alejados de la aburrida cotidianidad del resto de los mortales, que terminan por convertirla en una verdadera épica del vivir. La escritora peruana domina, además, un lenguaje incisivo que, sin dejar de hablar de ella misma, desafía continuamente al lector porel desparpajo con el que narra eventos que rara vez asociamos con lo normal.

Desde  que empezó a usarse el término autoficción, quedó establecido que se trata de un texto a mitad de camino entre la ficción y la autobiografía. La trampa consiste en que no sepamos nunca dónde termina lo autobiográfico y dónde comienza lo ficticio. Y si es cierto que las actuales tecnologías de la información  permiten constatar en segundos si lo que se narra en el texto tiene poca o mucha relación con la vida del autor, no es menos cierto que solo estaremos seguros  de la coincidencia del hecho en bruto, jamás de los detalles que integran sureconstrucción narrativa.

Así, pues, Gabriela Wiener ha hecho de la escritura un inacabado proceso de reconstrucción de sí misma. En Huaco retrato, sin perder continuidad con su obra anterior, despliega tres puntos de interés que afianzan la novela: clarificar su relación con un ancestro que le ha legado el apellido; discutir su concepción del amor, el sexo y la familia; y exponer el racismo en su Perú natal yel al parecer inmortal racismo de la sociedad española hacia los latinoamericanos. Aquí racismo no es un vestigio del pasado, sino una fuerza viva que encarna en la figura de Charles Wiener.

Como narradora y protagonista, Gabriela Wiener emprende un viaje introspectivo que la lleva a confrontar su herencia mestiza, entre raíces indígenas peruanas y europeas. Esta exploración no es lineal; es un proceso tumultuoso que refleja la fragmentación de la identidad en un mundo postcolonial.

Aquí entra en juego Charles Wiener, el tatarabuelo austríaco de quien lleva el apellido y con quien a lo largo del relato establece una relación conflictiva que se mueve entre la denuncia y la identificación. Un arqueólogo responsable, en buena parte, del título de la novela. En ese estilo que se balancea entre la ficción, la autobiografía y no pocas veces el ensayo, Gabriela Wiener explica que “Un huaco retrato es la foto carnet prehispánica. La imagen de un rostro indígena tan realista que asomarnos a verlo es para muchos como mirarnos en el espejo roto de los siglos.” Esos huacos son también la causa de que a Charles Wiener se le evoque como un símbolo del colonialismo: un hombre blanco que “descubrió” y se apropió de piezas de cerámicas precolombinas para llevarlos a Europa. 

Al citar profusamente la obra de Charles Wiener, la novelista descubre, de un lado, que su alarde científico  está teñido de racismo, pero paralelamente se acerca al ser humano desde una perspectiva íntima al desentrañar la manera como aquél se involucraba personalmente en sus escritos supuestamente dotados de objetividad científica. “Si hubiera vivido en el siglo XXI lo habrían acusado de lo peor de lo que puede acusarse hoy a un escritor: de hacer autoficción. (…) No puedo evitar sentirme identificada con su forma atroz de intervenir en la realidad cuando la realidad falla y de hacer de su experiencia la medida de todo.” 

De este modo la novelista  desvela su concepción de la literatura e inicia un proceso de fusión de personajes y eventos que hasta ese momento parecían ser compartimientos estancos en el universo del relato.

Esa fusión se consolida en la descripción de la vida íntima de la voz que narra y especialmente en la discusión acerca del poliamor, otro pilar temático que se presenta en Huaco Retrato, al parecer,como una forma de liberación que contrasta con las opresiones del racismo y el colonialismo. Solo que esa supuesta liberación no escapa del furor de la voz narradora, esencialmente insatisfecha como el acto mismo de vivir.

Su majestad el Otro

La impresión que se tiene, al leer Perdidos de Sergio Bizzio, es la de un deja vu. La novela se pasea por un escenario familiar, las peripecias de los conquistadores en un paisaje hostil habitado por indígenas de quienes solo esperan violencia y muerte.

Un relato de raíces que se hunden en las cartas de los cronistas de indias y que luego se bifurcan en un número notable de novelas históricas que aprovechan lo exótico y la abundante crueldad de la que estuvo plagada la conquista.

Baste con aludir al periplo del Tirano Aguirre, recogido por un número importante de escritores, entre quienes se cuentan Ramón J. Sender, Abel Posse, Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva.

La diferencia esencial entre esas las novelas y Perdidos de Sergio Bizzio parecería ser que en esta última falte el carácter mesiánico del que están imbuidos los seres que pueblan las crónicas de indias y los relatos posteriores. Ese mesianismo se concreta en la propuesta evangelizadora, en una supuesta misión civilizadora o, en el peor de los casos, en el ansiado descubrimiento de El Dorado.

En Bizzio, por el contrario, la derrota viste a sus personajes desde las primeras líneas. Se trata de seres inmersos en un caos que no han provocado y del cual, en cierta forma, tampoco son conscientes.

En realidad, de la época de la conquista, Bizzio solo usa el escenario para representar allí un drama humano que se ajusta sin grandes contratiempos a otros momentos históricos, en especial, como era de esperar, al nuestro.

Para lograrlo, el novelista apela a dos recursos que permean todo el relato, el humor y la incomunicación.

El humor reside sobre todo en la ironía con la que se tratan eventos que de otro modo resultarían de gran dramatismo. Un humor que surge de la incongruencia y el desconcierto de esos europeos perdidos en un territorio extraño, enfrentados a realidades y costumbres que no comprenden, y de la torpeza con la que intentan comunicarse con los indígenas.

Otra vertiente en el uso del humor se encuentra en la presencia del elemento sexual; algo que en las crónicas de indias se suele abordar desde una perspectiva moralizante y en las novelas históricas dedicadas a la conquista con un carácter serio y ligado al proceso social del mestizaje.

Para desacralizar una empresa que ha permeado una cantidad inmensa de páginas, Sergio Bizzio parece usar en esa obra el molde de la novela picaresca. No son pocos los elementos que concuerdan con esta hipótesis. El narrador en primera persona, por ejemplo, exhibe una visión limitada sobre los acontecimientos, que se narran episódicamente, como compartimientos estancos; y está acompañado, además, por una camarilla que hubiera envidiado el propio Lazarillo de Tormes: “Ruis era invertido. Villena había matado a un familiar, padre o hermano. Longo (…) carecía de testículos. Martínez era fraile (…) obsecuente y débil de carácter. Yo tenía nueve hijos y había huido de una miseria casi tan grande como la de ahora.”

La introducción de temas escabrosos acerca aun más la novela a ese compendio de marginales y excluidos que fue la novela picaresca.

La homosexualidad, por ejemplo, sirve para degradar cualquier asomo de magnificencia en los hechos narrados: “Eximo a Su Majestad, si es que me ha seguido hasta aquí, de todo comentario sobre la vulgaridad que desplegaban aquellos veinte marineros durante la noche, al cabo de la jornada de trabajo.”

Al igual que en la picaresca, el narrador de Perdidos habla desde un tiempo posterior a los sucesos que cuenta. En este contar en la distancia reside una de las estratagemas más llamativas de esta novela. El relato se dirige, a Su Majestad, al igual que solían hacerlo los cronistas de indias. Sin embargo, esa majestad a la que se alude al final de la novela no parece ser la misma que al inicio del relato autoriza el zarpe de las naves. Esta última majestad se nombra siempre asociada con el acto de leer la crónica que emite el narrador, y no tendríamos dudas de quien se trata si no fuese porque inesperadamente, ese mismo narrador, da un salto mortal en el tiempo para situarse en el presente: “Ante ese espectáculo sentí lo mismo que había sentido tantas veces frente al televisor; lo apagaba porque había un tipo que no paraba de hablar y siete horas después lo prendía de nuevo y el tipo seguía ahí.”

Visto así, Su Majestad ya no vive en la España de finales del siglo XV, sino en ese su majestad lector contemporáneo que alcanza a conocer la televisión.

Petróleo, la voz oscura de fondo

El petróleo fluye bajo cada párrafo de Voces de fondo, de María Elvira González Llovera. Para aclarar desde el principio por donde va el cuento, el mene aparece ya en el epígrafe de la novela, mancha de negro no pocas de sus páginas, y queda claro, antes de terminar, que es causa última de los eventos que en ella se cuentan.

La autora se ha propuesto unificar dos sucesos claves del siglo XX venezolano. Dos acontecimientos que, si se juzgan por las tendencias políticas en ellos involucradas, podrían verse como separados y casi que opuestos en sus motivaciones: uno, el golpe de estado contra Isaías Médina Angarita, en 1945; el otro, el ejecutado contra Rómulo Gallegos, en 1948. Voces de fondo, en cambio, unifica ambos sucesos y construye una historia impulsada por la capacidad combustible del petróleo.

El mene, pues, ocupa un lugar central en las páginas de esta novela; es el poder en la sombra que todo lo decide y cuya presencia la narradora actualiza periódicamente para recordarle al lector que las peripecias de los personajes, sean épicas o cotidianas, son siempre alentadas por ese motor oscuro que aparece y desaparece, como la cabeza de un nadador en aguas turbulentas.

Novelar la historia es asunto serio. Centenares de páginas se han escrito sobre cómo incorporar los hechos del pasado a la novela, de modo que el resultado no sea un recuento light de lo ya dicho en los textos de historia.

 Si la ciencia histórica tiende cada vez más a la objetividad, tiene sentido esperar que la novela, por el contrario, reconstruya la parte humana, subjetiva del momento temporal en el que ocurren los eventos.

Interactuar de forma verosímil con las figuras del pasado es el gran desafío del escritor de novelas históricas. Hacer posible que esas figuras, usualmente idealizadas por la historiografía, desciendan del Olimpo y se contaminen de las más básicas pasiones humanas.

 González Llovera lo logra en especial con Carlos Delgado Chalbaud y no por mera coincidencia.

Al igual que lo hace el petróleo, y dada su participación en ambos eventos, Chalbaud unifica los dos grandes acontecimientos narrados en la novela, es decir, los dos golpes de estado sucedidos en apenas tres años.

Chalbaud es, de hecho, el único personaje histórico que la novelista alcanza a recrear en toda su múltiple y contradictoria dimensión humana. Un personaje sumido en el dilema de un estadista y, a un tiempo, en el drama del más corriente de los ciudadanos. Un ser que se debate entre mantenerse leal a sus principios, errados o no, o dejarse llevar por la marea política.

El resto de personajes del pasado, todos ellos identificados con nombre y apellido, y de quienes se ubica y analiza su rol en los eventos, no suelen sobrepasar la dimensión propia de los caracteres incluídos en un tratado de historia. Es decir, apreciamos su rol, se nos informa de sus lealtades o traiciones, pero todo hecho desde la atalaya del análisis político. Ni siquiera Rómulo Gallegos, a quien sin dudas se trata en la novela con respeto y simpatía, pierde el carácter lejano e intocado de quien está más allá del bien y del mal.

Delgado Chalbaud, en cambio, forma parte integral del cuarteto de personajes esenciales al relato. Las tres mujeres que junto a él integran ese cuarteto, se reparten dos roles diferentes. Cleotilde y Candelaria fungen como narradoras de los acontecimientos, con una objetividad que no siempre permite distinguir una voz de la otra.

El tercer personaje femenino, Vera, es más un símbolo que un personaje literario propiamente dicho; al menos a lo largo de buena parte de la novela. La V inicial de su nombre no es casual. Ella es la Venezuela que a la vez atestigua y padece los efectos del trozo de historia desplegado en la novela. Cronológicamente, el testimonio de Vera se ubica muchos años después del accionar del resto de los personajes y sus intervenciones suelen recordar el papel del coro en las tragedias griegas. Este recurso clásico, utilizado por González Llovera, da paso a una voz colectiva por medio de textos que incluyen poemas y citas de otros autores, interpreta y cuestiona los acontecimientos y encarna, en fin, la Venezuela violada, gráficamente representada en la violación de la propia Vera.

Una novela en cuyas páginas revive una parte esencial de nuestra historia; con una prosa ágil que salta indetenible de un suceso a otro, sin ninguna concesión al aburrimiento.

El pueblo blanco de Olga Merino

Pueblo pequeño, infierno grande reza el refrán. No es un mal punto de partida para leer La forastera, de Olga Merino.

Un infierno grande que permanece en el tiempo, en un país del autodenominado primer mundo, España en este caso; pero esa España despoblada, de la que Joan Manuel Serrat hace un magnífico retrato en su canción Pueblo blanco. Una aldea en camino de desaparecer, como tantas otras que en Europa ofrecen casas a un euro, en un esfuerzo por esquivar el destino de convertirse en pueblos fantasmas.

Poblados que todavía conservan buena parte de la magia propia del mundo rural y que aún sufren la eterna terrofagia del latifundio. La presencia de fantasmas y creencias ancestrales aparece en La forastera no como un simple recurso fantástico, sino para apuntalar una cosmovisión que desafía las categorías racionalistas occidentales y  señalar  una realidad compleja y múltiple.

Merino introduce, además,  el escabroso tema de la soledad del individuo moderno y del suicidio recurrente e intergeneracional como su resultado. Una especie de marca genética de la depresión y el sinsentido de la vida. Lo que podría parecer un dato anecdótico, se transforma en un símbolo poderoso de la desesperanza y el sufrimiento que atraviesan los personajes. La recurrencia de estos actos trágicos sugiere una especie de maldición o destino colectivo que se entrelaza con las creencias y los fantasmas que habitan el imaginario local. El suicidio, en este contexto, no es solo un acto individual, sino una manifestación de las tensiones sociales, económicas y culturales que afectan a la comunidad, y que encuentran en la literatura un espacio para ser expresadas y comprendidas.

La forastera construyeuna anécdota en la que resuenan viejos temas de la novelística latinoamericana, especialmente aquellos  que exploran la ruralidad, las creencias populares, el latifundismo y las tensiones sociales que emergen de estas realidades. Temas que en este continente es posible rastrear desde la novela de la tierra hasta los textos que cultivan lo real maravilloso. Y no es casual que, como si quisiera pagar una deuda, Olga Merino haga alusión explícita a Juan Rulfo. Al fin y al cabo, escribe una novela cuya narradora regresa a su pueblo para desentrañar la muerte de su padre. De modo que, curándose en salud, se adelanta al lector y aclara ella misma la evidente relación de su historia con la de narrador de Pedro Páramo: “En la pared del desván, de punta a punta, he copiado con lechada de cal, letra por letra y con caligrafía de palo, el arranque del último libro que me prestó el cura: ‘Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera’. Me gusta mucho. En cambio, yo no fui consciente de que había llegado a la aldea precisamente para saber quién era mi padre.”

La forastera, en su construcción narrativa, dialoga de manera evidente con lo real maravilloso latinoamericano, una corriente literaria que se caracteriza por la integración de lo mágico y lo extraordinario en la realidad cotidiana, sin que ello suponga una ruptura con la lógica o la verosimilitud. Como suele suceder,  la naturaleza, la historia y la cultura se entrelazan para dar forma a una realidad  multifacética.

Este despliegue de tensiones anímicas, presencias que permanecen en el claroscuro entre lo racional y lo mágico, y la aparición de una naturaleza cuya función excede con creces el rol de mero paisaje, son todos elementos que exigen no poca poesía en su entramado verbal.

La forastera es una novela cuyo lenguaje se complace en la morosidad. Todo en ella avanza lentamente, puesto que sin descuidar los acontecimientos externos, a la narradora le interesa de manera primordial pasearse por el ánima y el ánimo de sus personajes.

Una novela, en fin, que  borda con lentitud un lienzo en el que convergen solo personajes dolientes. Un concentrarse en detalles que son a la vez extraños y poéticos: la rareza de un paisaje rural que resuena a éxodo; el abandono de los lugares donde hasta no hace mucho se originaba la vida y hoy sirven apenas de escenario a unas cuantas figuras fantasmales.

Un retrato de la ruralidad europea de hoy, contemporánea y triste.

Las fuerzas más profundas

Novela híbrida, pastiche, fusión de géneros o divertimento; cualquiera de esos conceptos, y con seguridad muchos otros, vienen bien para caracterizar a Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque, del escritor mexicano Martín Solares.

Que la novela contemporánea recurre regularmente al intertexto es un hecho comprobado; autores, obras y personajes de esas obras terminan engrosando el inventario de presencias en escritos de otros narradores.

Solares ha llevado el recurso a un extremo notable por sus excesos, lo que tal vez sea la clave para una lectura acertada —si tal cosa existe— de su novela.

Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque es excesiva por el cúmulo de referencias literarias que contiene y por la cantidad de lenguajes que incorpora. A un tiempo relato policial, historia de ultratumba y revisión histórica novelada del surrealismo, de la vida de André Breton y demás miembros de su movimiento; con el añadido de que a lo largo de toda la novela campea un tono irónico, que atenúa y pone en entredicho la esencia y la funcionalidad de cualquiera de esos paradigmas literarios.

Solares ha venido perfeccionando este animo de desacralizar sacralizando desde sus dos novelas anteriores, Catorce colmillos y Muerte en el jardín de la luna,que conforman, junto a Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque, su trilogía fantástico-policíaca. Novelas todas en las que la presencia del surrealismo define y orienta el estilo narrativo de Solares, la organización de su mundo ficcional y la descomposición de cualquier asomo de lógica, razón o normalidad a la que algún personaje, o el propio lector, quiera aferrarse. Solares responde así a lo que Bretón dejó bien establecido, que solo lo maravilloso da vida “a géneros inferiores, tal como el novelístico”.

Los surrealistas se representan en las novelas de Solares como geniales delincuentes. Delinquere, el verbo latino que da origen al término delincuente, señala la acción de apartarse, faltar o abandonar lo que se considera correcto o legal. Por esa vía basta un paso para concluir que los surrealistas eran unos delincuentes negados a acatar nada que apuntara a convertir el arte en un conjunto de reglas inapelables. Y no solo del arte, sino de la propia forma de vivir. El manifiesto surrealista promueve “la voluntad de saltar por encima del control que ejerce en nosotros la razón” y aclara que su movimiento es “ajeno a toda preocupación estética o moral”.

–¿Qué tipo de poetas son estos? —Pregunta el detective Pierre Noir.

–De los peligrosos —le responden.

La última novela de Solares, y también las dos anteriores, son un amoroso homenaje al surrealismo, que se despliega a través de la detallada reconstrucción histórica de personajes, temperamentos y eventos ligados al grupo. Lo policial, el misterio y lo irreconocible, son nociones que aportan a la creación de esa realidad otra que solo tiene sentido a la luz de los principios surrealistas, y dejan abiertos todos los accesos que comunican lo concreto con lo imaginario, lo desconocido y lo sobrenatural.

Solares juega a descolocar al lector desde la primera página de su obra. El título de la novela, por ejemplo, asoma las mayúsculas de Mujer Desnuda solo para aclarar, muchas páginas después, que tal mujer desnuda no hace referencia a un ser de carne y hueso sino a una pintura de Magritte, que a su vez representa el supuesto fantasma que acosa a Bretón.

También, y como si se tratase de una obra de teatro, Solares inicia la novela con un dramatis personae que elimina los signos de puntuación exactamente donde termina lo correspondiente a uno de los personajes y se da inicio al siguiente: “Rachel Kahn; editor de la revista Revolución Surrealista; fundador y líder del grupo Buñuel, cineasta español, amigo cercano de Dalí Crevel, poeta y ensayista…”

Se rompe con la lógica en pro de la fusión de inteligencia y creatividad promovidas por técnicas como la escritura automática y el cadáver exquisito. Se trata, en definitiva, de poner a trabajar el inconsciente porque, como lo dijo el propio Bretón: “Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la superficie (…) es del mayor interés captar estas fuerzas.”

El húmedo camino de Sanangó

Al referirse a La sed se va con el río, de Andrea Mejía, Juan David Correa afirma que “Su voz no está inscrita en ninguna tendencia, la suya es una de esas miradas únicas, bellas, imperfectas, llenas de poesía, que hacen mejor a cualquier tradición.” 

Extraña forma, por decir lo menos, de valorar una obra literaria, desgajándola del hilo evolútivo de la creación literaria y  otorgándole una originalidad absoluta imposible de defender en Mejia o en cualquier otro autor.

La sed se va con el río es una hermosa novela cuyo mérito, entre otras cosas, reside en establecer un diálogo abierto con la tradición que le antecede, sin que sintamos, en momento alguno, que recorremos un camino trillado donde toda novedad queda excluida.

A contracorriente de lo propuesto por Correa, el libro de Andrea Mejía reelabora un conjunto de contenidos que la novela en general, y en especial la novela latinoamericana, ha trabajado a lo largo de décadas, si no de siglos.

La sed se va con el río

Se trata de un relato de ambiente rural en el que la naturaleza juega un rol primordial; no el de una naturaleza pasiva, meramente botánica, sino una cargada de fuerzas desconocidas, mágicas, que la convierten en motor de la historia. Es esa misma naturaleza que puede ser rastreada hasta los primeros escritos de los cronistas españoles y que la llamada novela de la tierra utilizó con contundencia para oponerla al supuesto avance de la civilización. 

En Venezuela tenemos un magnífico ejemplo de ese tipo de naturaleza en Canaima, de Rómulo Gallegos, donde la naturaleza es una potencia viva que se opone con fiereza a ser conquistada y que convierte la realidad en un ambiente tocado por todo tipo de fuerzas, desde las más naturales hasta las más inexplicables y fantásticas.

Nada muy distinto sucede con la selva venezolana en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier.

La sed se va con el rio retoma igualmente la tradición novelesca asociada con poblaciones que adquieren un carácter mítico. En ellos, la vida cotidiana está tocada por lo extraño, lo inexplicable, en fin, lo maravilloso. Sanangó, el poblado a mitad de camino entre el valle y la montaña, que ha creado Andrea Mejía, tiene, en este sentido, estrechos lazos de parentesco con los relatos que le anteceden.

El recurso ha sido explotado con profusión, y cualquier lector medianamente experimentado podría asociar el Sanangó de La sed se va con el rio con experiencias tan cercanas como el Macondo de Cien años de soledad o la Comala de Pedro Páramo; pero también podría alejarse hacia otros derroteros como el Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson o Yoknapatawpha, el famoso condado donde transcurren las historias de William Faulkner.

Se trata, en general de pueblos abandonados de la mano de Dios, donde rigen leyes que no son tales sino costumbre de miseria, de sufrimiento y de sometimiento. Pueblos donde cada personaje se convierte  en encarnación de seres arquetípicos acechados, a su vez, por multitud de fantasmas. Un paisaje que recuerda lo simple y conocido pero que en realidad encarna el mito, la dimensión de los descomunal, del exceso y lo grotesco. En sus escasas calles y míseras casas todo se vuelve fantasmagórico, como si se diluyera en una campo de nubes, que oculta y multiplica las visiones, y donde el mundo  real y el sobrenatural se unen sin contradicciones.

Roberto González Echevarría creó su teoría de “El archivo” para analizar la novela latinoamericana como un proceso de ficcionalización de todo tipo de discursos que le anteceden, sean estos antropológicos, legales o literarios. Con frecuencia, “El archivo” suele estar representado por un personaje que conserva la memoria del pueblo a lo largo de generaciones. En La sed se va con el río, ese rol le corresponde a Lidia y a Esther. La primera, depositaria de los hechos que integran la saga de Sanangó, atraviesa el relato desde su infancia hasta su muerte; la segunda ha de encargarse de escribir la historia de ese pequeño pueblo arropado por una naturaleza omnímoda.

Andrea Mejía ha sabido, en fin, recombinar elementos y recursos de la novela latinoamericana desde una originalidad alimentada, mayormente, por un lenguaje poético y una anécdota compleja que, a lo largo de la obra, enriquecen ambiente, actos y personajes dotándolos de una sugerente condición a mitad de camino entre lo real y lo maravilloso.

Solo existe lo que no existe

Nada es real.

Tan tajante afirmación puede que sea la clave para desvelar el sentido de El simulacro de los espejos, la novela de Vicente Battista ganadora de la última edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos.

Al menos a eso apunta el título de la obra, un guiño al lector para advertirle que está ingresando a terrenos movedizos. En el mismo sentido discurre el epígrafe en el cual Borges afirma su convicción de que espacio y tiempo son nociones del todo subjetivas: “El espacio y el tiempo (…) son instrumentos mágicos del alma”.

Tal vez valga la pena que quien entre a esta novela se familiarice con los conceptos de simulacro y simulación del filósofo francés Jean Baudrillard. Para Baudrillard, la realidad ya no existe en lo concreto sino en el conjunto de signos y símbolos que lo sustituyen. Esa realidad otra termina por ser tan autosuficiente que guarda poca o ninguna relación con aquella que le antecede.

En sintonía con tales propuestas, Battista ha creado un mundo alternativo que parece flotar en una burbuja hermética, sin contacto con lo que solemos entender como mundo real. Se trata de un espacio en el que toda regla se reinventa, se reforman las rutinas y se sigue un código particular de conducta cuya lógica no llegaremos nunca a dilucidar.

Se ha dicho que esta es una novela kafkiana por su cercanía con lo absurdo. Algo de cierto hay en ello. Resalta, sin embargo, una diferencia clave entre ambos autores: los personajes de Kafka se ven oprimidos por una fuerza cuyo origen desconocen y de la cual les es imposible escapar; los personajes de Battista, en cambio, se someten voluntariamente a arduas pruebas con el objetivo de colmar el deseo de entrar, con la categoría de Escogidos, a ese “Lugar” donde toda lógica, costumbre e historia parecen quedar fuera.

Esta realidad paralela se caracteriza por tocar lo trascendente a través de lo banal. De hecho, todo el relato está montado sobre la reiteración de los actos cotidianos más sencillos y triviales. Constreñida la acción a un espacio reducido identificado como La Sala, parece natural que lo que allí sucede hoy sea idéntico a los sucesos de ayer y a los que ocurrirán mañana.

Para reforzar la sensación de ciclo, de cosa cerrada, el narrador reitera sin descanso las mismas fórmulas verbales, de modo de transmitir al lector un ambiente de rutina que destierra hasta las más elementales emociones.

 Así pues, los eventos se describen una y otra vez con las mismas palabras. Los cuatrillizos Malerba hablan “en una lengua extraña, tal vez eslava o acaso ucraniana”. La fórmula se repite no menos de diecinueve veces a lo largo del relato.

Octavio, a quien se podría considerar el personaje principal y el único que cuestiona el orden existente en “El lugar” , se pregunta en no menos de cuarenta y cuatro ocasiones “¿Y ahora qué?”. Seguramente por eso es considerado una anomalía por la Administración de El Lugar.

La maestría de Battista reside en ir creando, en ese ambiente de aburrida rutina, un vigoroso suspenso, la expectativa de que algo está por ocurrir, que empuja al lector a seguir adentrándose en las páginas de la novela.

Hay un carácter lúdico que toca de principio a fin a El simulacro de los espejos. Sembrada de enigmas que nunca se resuelven, la novela es tierra fértil para todo tipo de interpretaciones. Una verdadera opera aperta cuyo mecanismo de funcionamiento ha sido anunciado, dentro del propio relato, por esas series que se muestran en las pantallas dispuestas en La Sala de las que se elimina el último capítulo, para que sean los espectadores quienes construyan los posibles desenlaces.

Hay, en fin, en El simulacro de los espejos una omnipresente virtualidad. Si nada es real, como se afirmó en la primera línea de esta nota, entonces todo es virtual. Hay una demostración evidente en esos espacios que se crean con solo depositar una mano sobre una pared vacía y de la cual surge lo que se desea en el momento, un bar, una biblioteca o un gimnasio.

No en balde, la última tertulia organizada por Requejo, ese alter ego del autor, tiene como tema central la inteligencia artificial. Probablemente, el oscurecimiento final de las claraboyas que iluminan El Lugar se deba al accionar del botón de apagado que anula toda la simulación.

La sensibilidad del fascismo

No me parece que se pueda escribir sobre El eternauta si no es recordando de antemano que su autor, Hector Germán Oesterheld, fue primero desaparecido y después asesinado por la sangrienta dictadura argentina de los años setenta y ochenta.

Si el sadismo tiene límites, tales límites no se manifestaron en el caso de Oesterheld. Estando el escritor ya preso, la tiranía mató, una por una, a sus cuatro hijas. Como si esos crímenes no revistieran suficiente crueldad en sí mismos, durante el periodo de cárcel y tortura de Oesterheld los esbirros tuvieron buen cuidado, según contó José Pablo Feinmann. de mostrarle las fotos de los cadáveres torturados de sus hijas a medida que esos crímenes se sucedían.

Opositor radical del fascismo, Oesterheld, siguiendo el ejemplo de hijas y yernos, se afilió al movimiento Montoneros para resistir a la dictadura.

Tiene sentido, en este contexto, preguntarse qué pesó más en su arresto, si la militancia política o el impacto popular de la segunda parte de El eternauta, eventualmente leído como un alegato en contra de la junta militar.

Si se juzga por la feroz censura que en ese período se impuso no solo a los medios de comunicación, sino a la cultura en general, se puede concluir que alguien en el gobierno vio con claridad el efecto que El eternauta podía tener en la resistencia a la autocracia.

No cuesta, pues, imaginarse a los esbirros que torturaron a Osterheld hasta la muerte haciendo chistes sobre extraterrestres o llamándolo irónicamente Juan Salvo, personaje principal de la historieta, mientras pasaban de una técnica de tortura a otra.

Y sin embargo, en la propia historieta no es del todo manifiesta la relación entre los invasores venidos del espacio exterior y el feroz despotismo de Videla y compañía. De hecho, es probable que muchos lectores recorrieran las páginas de El eternauta con la misma actitud con la que se lee una buena historia de aventuras, es decir, imbuidos de lo allí narrado, pero sin buscar ulteriores significaciones; lo cual prueba que, a pesar de la clara intencionalidad del autor, El eternauta evadió, dada su calidad artística, el peligro de caer en el panfleto. Partiendo de lo anterior, podría darse una larga discusión sobre la eficacia política de El eternauta, que si no fue advertida a conciencia por algunos lectores, tenemos pruebas más que suficientes de que no escapó a la sensibilidad fascista de los gestores de la junta militar.

Y aquí es necesario insistir en la calidad estética e imaginativa de la obra de Oesterheld. Una calidad que se hace evidente, antes que nada, por la manera tan personal -y argentina- con la que el autor construye una historia cuyo germen, la invasión extraterrestre, había sido trabajado con anterioridad por múltiples autores.

Si la historia que se narra en El eternauta refleja, como tantas veces se ha dicho, la postura política de Oesterheld en contra del gobierno militar, ese reflejo habrá sido de mucha más fácil percepción por parte de los lectores ideales de su obra es decir, el pueblo argentino, que en ese momento sufría la represión indiscriminada. No en balde Oesterheld situá su relato en Buenos Aires e incorpora en él un conjunto de marcas que anclan profundamente el relato en suelo argentino. En esas marcas, ademas de expresiones culturales como el tango, figuran locaciones precisas de Buenos Aires. La ironía quiso que entre esas locaciones se encuentre la famosa ESMA, Escuela de Mecánica de la Armada, que la junta militar convertiría en su momento en sitio icónico de tortura y de muerte.

El eternauta se distingue también por un lenguaje que rebasa en mucho la llaneza verbal que suele exigirse en las narraciones ilustradas, como las historietas. En ellas se espera que el texto escrito sea poco menos que un apéndice de las ilustraciones. Muy por el contrario, en El eternauta sorprende la preeminencia del lenguaje y su calidad estética. Oesterheld era un consumado escritor de literatura y, cabe recordar, a este respecto, que la primera versión de esta historia fue en realidad un cuento largo que publicaría póstumamente, en 2001, la editorial Colihue con el título El eternauta y otros cuentos.

Una saga familiar en reversa

Las novelas no suelen comenzar descubriendo sus vericuetos narrativos, cosa que sí hace Sol Linares en No todos los cíclopes nacen ciegos. Desde la primera página, se nos dice que enfrentaremos un relato, “bajo la tutela de la ciencia y el mito”,  que se propone  “recomponer un paisaje familiar marcado por insospechados horrores”; y se nos indica, del mismo modo, que será un relato en tono “confesional y longevo”

Como si se quisiera armar al lector con las herramientas indispensable para comprender y desentrañar el remolino que se le viene encima, la novela dedica el primer capítulo a una especie de rito de paso.  En esa introducción, la narradora, Flora Mazzari, desde un espacio y un tiempo diferente al del relato central,  nos prepara para la inmersión que sigue. Todos los secretos de la novela residen en esas primeras páginas: “La genética puede responder muchas preguntas. El mito, abrir caminos de interpretación. Pero la historia familiar completaría su versión”.

Vale decir que este relato, o al menos su lectura, no termina en la última página, como suele suceder con la mayoría de las novelas, sino con la relectura de ese primer capítulo, que solo entonces despliega todos sus guiños.

Un condicionamiento final, para entrar a la obra más reciente de Sol Linares, reside en saber que se hizo acreedora del XIV Premio Tristana de Novela Fantástica, información clave en el caso de que, habiendo llegado hasta aquí, aun no se hubiese comprendido que se está ingresando al movedizo remedo de la realidad propio de la literatura fantástica.

Mito, ciencia y familia son pues, los tres ejes conductores de la historia, de acuerdo con la propia voz que narra.

En cierta forma, corresponde al lector elegir cual de estos tres posibles senderos de lectura priorizará en su recorrido por las poco menos de doscientas páginas de la obra. 

Con una meticulosidad que apunta a una rigurosa investigación previa, Sol Linares incorpora incontables referencias acerca del mito del cíclope, una información que nutre la estructura misma de la novela. No en balde, buena parte de los capítulos en los que se divide la obra llevan nombres que se originan en el sustrato griego siempre presente en la historia. Capítulos con nombres como Pathos, El rapto de Polifemo y La revolución del Cíclope extienden el hilo de una intertextualidad por la que desfila buena parte de la literatura que se ha ocupado, a lo largo del tiempo, de la figura del cíclope.

Pero este es un cíclope que orienta una saga familiar. Sol Linares ha sabido insertarlo en su relato con absoluta originalidad al convertirlo no solo en  referente afectivo, sino, también, en elemento que estructura y da coherencia a la historia. Una historia que, sin que lo parezca se ocupa de no pocos asuntos terrenales y humanos, que por momentos parecen estar ocultos tras la cortina que tienden tanto el discurso mítico como el científico.

Si se trata de encontrarle sentido, a lo largo de varias generaciones, a un cíclope ciego que reposa en un frasco de formol, el discurso científico viene muy al calce. Se incorpora asíun lenguaje de certezas y precisiones al ámbito de misterios e incógnitas que definen lo fantástico. 

Quienes prefieran el sendero de la ciencia para avanzar en la lectura, se encontrarán con el reto de dilucidar hasta qué punto conceptos, fórmulas y siglas se apoyan en un verdadero conocimiento de causa o responden preferentemente a la capacidad de simulación de la narradora.

Como sea,  la apelación al mito y a la ciencia aporta agua al cauce de un discurso que se expresa por medio de un monólogo delirante que no promueve anclaje firme en ninguna de sus páginas. Un monólogo construido como una avalancha de acciones y descripciones que no logran independizarse entre sí, sino que se funden en metáforas vivas y sentenciosas para dotar a la anécdota de un carácter aéreo e inasible.

No todos los cíclopes nacen ciegos es, finalmente, una saga familiar que marcha en reversa. Al contrario de aquella otra saga que termina en un niño con cola de cerdo, en esta un pequeño cíclope ciego es el punto de partida en el camino de redención familiar que conduce al descubrimiento del incesto primigenio.

Un héroe sin heroísmo

Reconstruir la dimensión humana del Simón Bolívar, más allá de la sacralización que a lo largo del tiempo promovió la historiografía académica, ha sido objetivo común entre quienes asumieron el reto de escribir sobre el Libertador de América.

García Márquez, Herrera Luque, Denzil Romero, William Ospina, Pablo Montoya y Álvaro Mutis, entre otros, se afanaron en crear su propio Bolívar.

En la búsqueda de esa dimensión humana, varios de ellos se concentran, no por casualidad, en el período vital más vulnerables del prócer, los días previos a su muerte.

La empresa no era fácil, basta entrar a cualquiera de esos textos para convencerse. Más allá de lo propiamente militar, no importa cual rasgo del libertador sirva de trampolín a la creación literaria —sus pequeñas rutinas personales, su pasión por las mujeres, su inclinación por la lectura— la dimensión heroica termina, más temprano que tarde, por filtrarse en la página como la huella de un fantasma.

La mitificación se concreta por diversas vías: el uso frecuente de la hipérbole al referir las peripecias del héroe; diálogos entre personajes secundarios que ensalzan la obra de Bolívar; o sus propias reflexiones sobre su vida pasada. Como fuere, la narración termina invadida por el carácter heroico del personaje en desmedro, incluso contra la voluntad del narrador, de su condición mortal.

Proponer una visión opuesta hasta el extremo al discurso panegírico es, a no dudarlo, el aporte más original de Todo llevará su nombre, de Fermín Goñi.

El autor logra un acercamiento amoroso a la figura del Libertador que está en general ausente en otros autores. La grandeza del personaje, sus actos heroicos, la admiración de todo un continente, pueden encontrarse en las páginas de la novela, pero como un referente borroso, que no obstruye la imagen de miseria y degradación a la que se ve reducida la grandeza de Simón Bolívar.

Lo central en la novela es una cotidianidad repetitiva impulsada por un trabajado realismo que convierte a lector en testigo inmediato de lo que sucede en San Pedro Alejandrino.

Como estrategia narrativa, Goñi ha elegido restringir drásticamente el espacio y el tiempo del relato. Si, por ejemplo, en El general en su laberinto de García Márquez el periplo final de Bolívar da inicio en Bogotá para finalizar en Santa Marta, en Todo llevará su nombre la acción se concreta a los últimos diez días del Libertador. Así, pues, desde la primera página de la novela surge un Bolívar disminuido física y moralmente, degradado en su grandeza, dolorosamente enfermo.

Esos diez días transcurren en la inevitable repetición de unos rituales condenados al fracaso. Ritos que encarnan en las cataplasmas de Próspero Reverend, aplicadas, un día sí y otro también, a la casi inexistente humanidad del prócer; o en las papillas de sagú que la cocinera Fernanda Barriga prepara sin pausa con la esperanza de que el enfermo acepte un par de cucharadas; o, en fin, en la tina siempre tibia que mantiene José Palacios, por si Su Excelencia quisiese tomar un baño.

Tales hechos, intrascendentes si se observan desde la atalaya de lo heroico, desde la cercanía afectiva que la novela explota con maestría sirven para realzar la dimensión humana del Libertador en su hora más menguada. Para ello el narrador ha rodeado a Bolívar de varios personajes que, como la joven esclava Joaquina, ignoran o entrevén apenas la trascendencia militar y política del enfermo.

Goñi ha rearmado el relato de la agonía y muerte del Libertador con un realismo que oculta toda estratagema narrativa y cumple a cabalidad con la propuesta de Ole Sauerberg: “Las novelas históricas pretenden que el lector acepte su narrativa como más veraz que un texto basado en los áridos hechos de la historia, afirmando que el embellecimiento dramático y las conjeturas producidas por la imaginación del novelista llenan los vacíos de nuestro conocimiento acerca del pasado y le hacen cobrar vida”.

Todo llevará su nombre es una aproximación inédita a Simón Bolívar; una lectura que merece estar disponible en cada biblioteca y en cada escuela; una vía para acercar a los lectores a un Libertador palpable e intensamente humano.