Un jardín de las delicias con asado

Si se mira con detenimiento El jardín de las delicias, de Hieronymus Bosch, El Bosco, se tendrá un buen punto de partida para abordar la novela Arderá el viento, del argentino Guillermo Saccomano.

La asociación es pertinente, antes que nada, porque Arderá el viento es una novela que tiende, con toda intención, a lo visual y lo escénico. Sus breves fragmentos bien pueden asociarse con las escenas de una producción fílmica, como lo afirma Saccomano en una entrevista. En ella todo invita a imaginarla sobre un escenario.

Tan clara es esta relación con lo escénico que en algún momento el narrador asume la voz de ese espectador molesto que, desde un asiento vecino al nuestro, cuenta por adelantado lo que está por suceder en la película: “Esta es la parte en que la mujer del malvado lo traiciona y encuentra las pruebas para que la Justicia lo condene. Y acá se suspende el capítulo de la miniserie de esta noche en que Dante piensa que las historias turbias de la Villa podrían ser funcionales para la construcción de una miniserie donde los personajes se conectan, como en la vida real, a través del sexo, la ambición, el crimen.”

Los indicios de esa vocación por lo visual abundan. El primer fragmento de la novela, por ejemplo, contiene una especie de dramatis personae, como suele aparecer en las obras de teatro; o, mejor aún, un casting, como se deja establecido en el propio texto.

La asociación con El Bosco tiene sentido también si se inquiere por el lado de la anécdota. Cierto que la novela no se presta para ser equiparada formalmente con un tríptico, pero no es menos cierto que hay en ella una evidente progresión que va de lo paradisíaco a lo infernal, con un largo intermedio de placer y lujuria, tal cual en El jardín de las delicias.

La particular familia, de aparente orígen hungaro, sobre la que se centra la historia, ha llegado a ese sitio porque sus miembros lo conciben como un “paraíso ario”, sin que importe el hecho de que finalmente termine siendo “el paraíso de los negocios sucios”.

 Tampoco es mera coincidencia que el desarrollo inmobiliario, que unos sospechosos empresarios mexicanos pretenden construir, esté destinado a llamarse Paradise Harbor.

De ese inicial paraíso se pasa a la estancia más larga de la novela, que está dedicada al placer. Moni, el personaje femenino alrededor de quien se teje toda la historia y alrededor de quien se desenvuelve el resto de los personajes, está marcada por la lujuria, la real y la otra, la imaginada, que ella trata con ahínco de representar en un finalmente fallido proyecto de novela.

Tomada de una personal ninfomanía, Saccomano ha creado a Moni como un personaje que no deja títere con cabeza a la hora de poner en acción sus dotes de cama. Una mujer seductora, real y figuradamente, para quien el sexo es, a la vez, instrumento de placer, de aprovechamiento y, por ende, de corrupción.

Y en esto de la corrupción Saccomano ha alcanzado, de manera magistral, el desideratum de toda obra artística de ir de lo particular a lo universal. Con toda certeza, el primer pensamiento que viene a la mente del lector, a medida que se adentra en la novela, es aquello de “pueblo pequeño, infierno grande”; pues no hay manera de reducir semejante ruindad colectiva a un aislado rincón del mundo. Ese conjunto de personajes y sus degradadas peripecias son un reflejo inevitable de una humanidad que ha perdido toda orientación moral. No hay un solo personaje, a lo largo de la historia, que merezca, de algún modo, la piedad del lector.

Arderá el viento de Guillermo Saccomanno consuma la alegoría moral de El Bosco. La novela traza la aparatosa decadencia de una sociedad empujada por la líbido y la corrupción hacia un verdadero infierno terrenal.

Un infierno con un omnipresente tufillo nazi, nada extraño, por cierto, a la experiencia histórica de Argentina como refugio de personeros del tercer Reich.

Quienes consideran la Villa un paraíso ario son quienes están presentes “en el momento en que la radio anuncia el final de un año y el comienzo de otro se alzan los aplausos, los gritos alegres y las copas desbordantes mientras los invitados entonan el himno compuesto por Joseph Haydn: Deutschland über Alles.” De fragmento en fragmento, Saccomano ha construido este llamativo concierto de la maldad que lentamente marcha hacia un proceso de purificación colectiva cuya violencia bien puede asimilarse al infernal último panel del tríptico de El Bosco.

Bolívar íntimo y cotidiano

Un buen historiador se apega a los documentos disponibles e intenta interpretar los hechos con objetividad, hasta donde tal objetividad es posible. Puede decirse que Sergio Guerra Vilaboy ha logrado reconstruir a Simón Bolívar con un grado de objetividad reconocible hasta por quienes no transitamos con frecuencia los caminos de la historia, al menos no de esa que se quiere científica y, por ende, rigurosa; pero lo ha hecho, además, de un modo que permite al lector acompañar al prócer desde su propia subjetividad, desde una sensibilidad personal a la que solo solemos tener acceso a través de obras de ficción.

Quienquiera que haya deseado encontrarse con un Bolívar humanamente atormentado por sus propias carencias, contradicciones y errores, o consciente de su genialidad, podrá darse por satisfecho con este trabajo del historiador cubano. Guerra Vilaboy ha sabido, además, combinar un impresionante número de fuentes documentales con una prosa elegante y accesible.

Quizás el aspecto más interesante de este libro es la presentación de un Bolívar en desarrollo; uno cuyo pensamiento político madura  a medida que comprende, cada vez con más profundidad, la problemática latinoamericana y el carácter de clases que   debía tomar la guerra de independencia. 

Se trata de un Bolívar íntimo con el que nos relacionamos más allá de sus hazañas militares, que tanto contribuyeron a dotarlo de un halo de héroe invencible. Por el contrario, este es un Bolívar de quien no se ocultan las derrotas y los contratiempos .

Sabemos de la progresión de su pensamiento político; desde el jóven mantuano que inicialmentepiensa que los reveses de la lucha independentista se debían a las ambiciones de ciertos personajes, es decir, a causas ligadas solo al individuo y al individualismo, hasta ese otro que poco a poco tomaconciencia del carácter clasista del proceso y se acerca cada vez más a las castas que el mantuanaje consideraba inferiores y sin rol alguno en la causa por la independencia.  A medida que madura su pensamiento político, crece su convicción en el papel que deben jugar  todos los oprimidos cómo única vía para llegar a la constitución de la República tal y como ya era capaz de imaginarla.

Se construye así, poco a poco, la dimensión humana de Bolívar a medida que su aprendizaje político se nutre de no pocas derrotas. Un Bolívar alejado de la figura de superhéroe con la que se le acostumbra representar. De este Bolívar conocemos de reiteradas lecturas erróneas de la realidad, de decisiones destinadas al fracaso y del estado de postración anímica producto de esos fracasos.

Al tiempos que desarrollaba y avanzaba sus propias concepciones de la sociedad y de la república desde una visión conservadora mantuana hacia una visión mucho más liberal y revolucionaria,  Bolívar se vio obligado a enfrentar, a un tiempo,  las tendencias retrógradas dentro del movimiento republicano y  las visiones más idealistas y menos pragmáticas que igualmente frenaban su proyecto independentista y unionista. Esas repúblicas aéreas que le hicieron decir: “tuvimos filósofos por jefes, filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados”.

Un aporte nuclear de Guerra Vilaboy es la claridad con la que expone el intento repetido en el tiempo, de parte del Libertador, de abolir la esclavitud. Este solo hecho demuestra hasta qué punto Bolívar tuvo que enfrentar una oligarquía reaccionaria que se propuso desde el primer momento sabotear su esfuerzo democratizador y defender unos privilegios que nunca estuvieron dispuestos a poner en juego.

Así, pues, al Bolívar que, según su propia sentencia, aró en el mar, con quien nos habíamos familiarizado por medio de novelas como El General en su laberinto, de García Márquez, o Todo llevará su nombre, de Fermín Goñi, Sergio Guerra Vilaboy añade esta representación del prócer que,  si bien sólidamente documentada, no difiere en mucho de ese otro Bolívar que, ya cercano a la muerte, ve derrumbarse en buena parte el edificio que había intentado construir a lo largo de años de una guerra sangrienta contra los españoles y de un enfrentamiento que no cesó en momento alguno, contra las oligarquías criollas y contra los traidores que defendieron los privilegios de aquellas.

Un libro riguroso, bien escrito y dolorosamente realista en la imagen que proyecta del Libertador.

Símiles disímiles

Mucho de thriller y otro tanto de novela negra; relato político, con una notable revisión de la historia nacional; discurso de denuncia en el que afloran la corrupción y las miserias de una élite dirigente que por décadas, si no por centurias, usufructuó el poder político y militar; aventura amorosa que explora intimidades y salta por encima de inveteradas barreras morales.

El mar que me regalas, de Jorge Rodríguez, es una novela continente y el intento de caracterizarla, o hacer un inventario de los temas que toca, podría añadir un número indefinido de líneas al párrafo anterior. Pero, como se sabe, para que haya literatura no basta con el puro cuento, por muy interesante que sea, se requiere, también, de un lenguaje con capacidad propia para la búsqueda expresiva.

La prosa de Jorge Rodríguez posee una peculiar especificidad que la hace inconfundible. Así, pues, de El mar que me regalas puede afirmarse que tiene estilo propio, vale decir, un particular manejo del lenguaje profundamente personal y reconocible.

Rodríguez construye imágenes de notable originalidad, apoyadas principalmente en el símil y la metáfora.

Las figuras retóricas funcionan como destellos de lucidez en medio del aparente caos narrativo producto de las múltiples aristas que sostienen la historia. Gracias a ellas, se establecen conexiones inesperadas entre conceptos dispares que estimulan la recepción del texto de parte del lector; asimismo, dotan a la narración de un halo que puede variar, sin transición, de lo poético a lo extravagante.

Estas figuras no son meros adornos literarios, sino dispositivos que se balancean entre lo concreto y lo intangible, de la realidad observable a los vericuetos de la psicología humana.

En fin, se trata de la construcción de un estilo literario, ese modo particular de enfrentar el lenguaje al que cada narrador aspira, a fin de desarrollar lo que la crítica literaria suele identificar como la voz propia, única e inconfundible de un autor. La suma de sus elecciones lingüísticas: sintaxis, ritmo, vocabulario, tono y, por supuesto, el uso de figuras retóricas.

 El mar que me regalas está llena tanto de símiles como de metáforas que se caracterizan por fracturar cualquier asomo de lógica. Si bien es cierto que esa norma suele cumplirse en muchos textos literarios, dado que todo escritor intenta alejarse de lo conocido y del lugar común, en este caso resalta lo insólito e inesperado de ciertas asociaciones.

Así, por ejemplo, el mutismo puede ser “alto y ancho como una habitación sin muebles”.

El coito se realiza con “un movimiento de ratón de monte, de peces bullendo en las redes, de aves migratorias rompiendo de repente la monotonía del cielo”: o “con jadeos de combate chino”.

Del cuello de un esbirro recién apuñalado salen “chorritos de sangre, que se elevaban y caían con la elegancia aterciopelada de las fuentes de chocolate que ponen en las bodas”.

Rodríguez demuestra una habilidad particular para encontrar puntos de conexión entre elementos disímiles, estableciendo relaciones comparativas que desafían la percepción convencional y obligan al lector a reconfigurar su mirada sobre la realidad representada. Estas imágenes, lejos de ser ornamentales, son el núcleo de una exploración que trasciende la anécdota para sumergir al lector en una experiencia sensorial e intelectual profunda.

Lo cotidiano, o al menos lo concreto, suele adjetivarse con relaciones inestables y fluidas que, o bien son difíciles de asociar con la realidad inmediata, o transportan al lector hacia referentes lejanos en los que, mezclados con un tono poético, se hacen presentes objetos y criaturas con un carácter contradictoriamente grotesco y no pocas veces sombrío.

El mar que me regalas desafía así la percepción ordinaria en un proceso que a la vez describe y reinventa la realidad. Su prosa no se limita a contar una historia, sino que la dota de una dimensión sensorial única con capas de significado que multiplican las eventuales lecturas del texto.

Dije en otra parte que Jorge Rodríguez maneja con maestría la tensión narrativa propia del cuento. En esta novela, esa tensión narrativa se ve reforzada por una historia que se desplaza sin sobresalto, del humor a la tragedia, y se alimenta con el uso continuado de unas figuras retóricas que no dan descanso a la capacidad del lector para sorprenderse.

Muertos que gozan de buena salud

Llama la atención, cuando se lee No es un río, que a estas alturas nadie con aspiraciones de psicoanalista haya establecido alguna relación entre el nombre de su autora y el ambiente en el que se desenvuelven sus novelas. Nativa de la región del Paraná, en Argentina, Selva Almada parece hacerle honor a su nombre en novelas en las que, literalmente, la selva, o mejor la naturaleza, tiene alma, una, además, llena de violencia.

Una violencia, por cierto, que solemos asociar más con escritores y personajes masculinos. Evidentemente, Selva Almada ha sabido sortear ese obstáculo con tal maestría que puede decirse que  No es un rio es una novela que habla fuerte con voz de varón. Una voz tomada del lenguaje popular circundante y que ella ha sabido trasvasar a su escritura.

Dotar sus obras del tono, e incluso del espíritu, del discurso oral ha sido, por siglos, una aspiración de los novelistas cumplida siempre a medias. Almada lo ensaya en su obra y puede decirse que llega lejos en el intento.

De haber leído No es un río, Walter Ong bien habría podido sustentar con este texto sus hipótesis acerca de la oralidad. Los personajes de Almada, por ejemplo, son rústicos, primitivos, con una organización de la realidad que se queda en lo elemental y lo aparente; tal como lo hubiera querido Ong para que se cumpliese su propuesta según la cual la oralidad es el estado original de la humanidad; que es aditiva y redundante, y con una interacción fluida entre el que habla y el que oye.

No en balde, los personajes de No es un rio exhiben un pensamiento concreto, incluso cuando aluden a eventos o personajes fantásticos o sobrenaturales. Un pensamiento que se expresa en oraciones que sorprenden por su brevedad, y en cuyos diálogos se reitera la forma verbal “dice” para marcar el cambio de roles entre el emisor y el receptor.

El tono oral introduce un mundo marcado, al menos en apariencia, por  la simplicidad. Una vida en pequeño, reducida a un conjunto de actos comunes e intrascendentes: pescar, beber, regresar a lo mismo una y otra vez.

En No es un rio resuena con fuerza un ruralismo cultivado al detalle por la novela latinoamericana desde sus inicios hasta bastante entrado el siglo XX. Puede ser rastreado desde el eco americano del  Romanticismo, pasando por la novela de la tierra, hasta los cuentos de autores como Horacio Quiroga.

Selva Almada recrea a su manera la naturaleza animada de esos textos, pero no insiste en la creación de personajes que por su visión del mundo o por su vida interior compitan con esa naturaleza omnímoda.

Desde el título mismo, sabemos que el rio no es un simple accidente geográfico. Todo en la novela, cuando se alude a la naturaleza, se orienta a dotarla de vida, poder y  magia. Sucede con el rio, sucede con el bosque y se muestra también en la percepción que los personajes tienen del entorno. No es casualidad que toda la peripecia que se narra tenga origen en algo tan simple como una raya pescada y luego desechada, pero es que en esta novela no hay nada que sea genérico. El rio “no es un rio, es ese rio”; y no es una raya, “es esta raya”. La individualización de cada elemento natural apunta a la búsqueda de una esencialidad que se carga de simbolismos, de valores culturales e incluso de magia.  Así, pues, la raya es  “una novia en la profundidad sin luz. Echada en el limo o planeando con sus tules, magnolia del agua”.

Almada juega con niveles de percepción de la realidad en los que no hay nada seguro, salvo la llaneza con la que se introducen al relato eventos y personajes de quienes no puede afirmarse siquiera si están vivos o muertos. Frente a eso, sorprende la normalidad con la que el resto de personajes vive -no piensa, no analiza- la presencia de, por ejemplo, esas dos hermanas de quienes sospechamos que están muertas, al menos durante la mitad de la novela, aunque no haya certeza posible.

Con una prosa de raigambre oral que dota de vida y simbolismo a cada elemento, Selva Almada aporta al cauce de  la literatura latinoamericana al fusionar un ruralismo atávico con una oralidad visceral que desafía géneros y expectativas. No es un río construye un universo donde el entorno es un personaje omnipotente y la frontera entre lo real y lo sobrenatural se desvanece sin aviso;  todo en una atmósfera donde lo mágico impregna la realidad y la selva palpita con una carga sagrada y animista.

Poliamor y otras trampas de la vida 

No es fácil escribir eso que llaman autoficción. Al convertirse a sí mismo en personaje de sus relatos, el autor ha de ser capaz decontar unas experiencias que se asemejen poco al existir cotidianodel resto de la humanidad; de no ser así, entonces debería podercrear,  a punta de lenguaje, una atmósfera tan seductora que, al contarnos su rutina, parezca como si nos estuviese contando la más extraordinaria de las aventuras.

En la obra de Gabriela Wiener no todo es puro recurso narrativo. Lo que cuenta de su vida se compone de tantos elementos  alejados de la aburrida cotidianidad del resto de los mortales, que terminan por convertirla en una verdadera épica del vivir. La escritora peruana domina, además, un lenguaje incisivo que, sin dejar de hablar de ella misma, desafía continuamente al lector porel desparpajo con el que narra eventos que rara vez asociamos con lo normal.

Desde  que empezó a usarse el término autoficción, quedó establecido que se trata de un texto a mitad de camino entre la ficción y la autobiografía. La trampa consiste en que no sepamos nunca dónde termina lo autobiográfico y dónde comienza lo ficticio. Y si es cierto que las actuales tecnologías de la información  permiten constatar en segundos si lo que se narra en el texto tiene poca o mucha relación con la vida del autor, no es menos cierto que solo estaremos seguros  de la coincidencia del hecho en bruto, jamás de los detalles que integran sureconstrucción narrativa.

Así, pues, Gabriela Wiener ha hecho de la escritura un inacabado proceso de reconstrucción de sí misma. En Huaco retrato, sin perder continuidad con su obra anterior, despliega tres puntos de interés que afianzan la novela: clarificar su relación con un ancestro que le ha legado el apellido; discutir su concepción del amor, el sexo y la familia; y exponer el racismo en su Perú natal yel al parecer inmortal racismo de la sociedad española hacia los latinoamericanos. Aquí racismo no es un vestigio del pasado, sino una fuerza viva que encarna en la figura de Charles Wiener.

Como narradora y protagonista, Gabriela Wiener emprende un viaje introspectivo que la lleva a confrontar su herencia mestiza, entre raíces indígenas peruanas y europeas. Esta exploración no es lineal; es un proceso tumultuoso que refleja la fragmentación de la identidad en un mundo postcolonial.

Aquí entra en juego Charles Wiener, el tatarabuelo austríaco de quien lleva el apellido y con quien a lo largo del relato establece una relación conflictiva que se mueve entre la denuncia y la identificación. Un arqueólogo responsable, en buena parte, del título de la novela. En ese estilo que se balancea entre la ficción, la autobiografía y no pocas veces el ensayo, Gabriela Wiener explica que “Un huaco retrato es la foto carnet prehispánica. La imagen de un rostro indígena tan realista que asomarnos a verlo es para muchos como mirarnos en el espejo roto de los siglos.” Esos huacos son también la causa de que a Charles Wiener se le evoque como un símbolo del colonialismo: un hombre blanco que “descubrió” y se apropió de piezas de cerámicas precolombinas para llevarlos a Europa. 

Al citar profusamente la obra de Charles Wiener, la novelista descubre, de un lado, que su alarde científico  está teñido de racismo, pero paralelamente se acerca al ser humano desde una perspectiva íntima al desentrañar la manera como aquél se involucraba personalmente en sus escritos supuestamente dotados de objetividad científica. “Si hubiera vivido en el siglo XXI lo habrían acusado de lo peor de lo que puede acusarse hoy a un escritor: de hacer autoficción. (…) No puedo evitar sentirme identificada con su forma atroz de intervenir en la realidad cuando la realidad falla y de hacer de su experiencia la medida de todo.” 

De este modo la novelista  desvela su concepción de la literatura e inicia un proceso de fusión de personajes y eventos que hasta ese momento parecían ser compartimientos estancos en el universo del relato.

Esa fusión se consolida en la descripción de la vida íntima de la voz que narra y especialmente en la discusión acerca del poliamor, otro pilar temático que se presenta en Huaco Retrato, al parecer,como una forma de liberación que contrasta con las opresiones del racismo y el colonialismo. Solo que esa supuesta liberación no escapa del furor de la voz narradora, esencialmente insatisfecha como el acto mismo de vivir.

Su majestad el Otro

La impresión que se tiene, al leer Perdidos de Sergio Bizzio, es la de un deja vu. La novela se pasea por un escenario familiar, las peripecias de los conquistadores en un paisaje hostil habitado por indígenas de quienes solo esperan violencia y muerte.

Un relato de raíces que se hunden en las cartas de los cronistas de indias y que luego se bifurcan en un número notable de novelas históricas que aprovechan lo exótico y la abundante crueldad de la que estuvo plagada la conquista.

Baste con aludir al periplo del Tirano Aguirre, recogido por un número importante de escritores, entre quienes se cuentan Ramón J. Sender, Abel Posse, Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva.

La diferencia esencial entre esas las novelas y Perdidos de Sergio Bizzio parecería ser que en esta última falte el carácter mesiánico del que están imbuidos los seres que pueblan las crónicas de indias y los relatos posteriores. Ese mesianismo se concreta en la propuesta evangelizadora, en una supuesta misión civilizadora o, en el peor de los casos, en el ansiado descubrimiento de El Dorado.

En Bizzio, por el contrario, la derrota viste a sus personajes desde las primeras líneas. Se trata de seres inmersos en un caos que no han provocado y del cual, en cierta forma, tampoco son conscientes.

En realidad, de la época de la conquista, Bizzio solo usa el escenario para representar allí un drama humano que se ajusta sin grandes contratiempos a otros momentos históricos, en especial, como era de esperar, al nuestro.

Para lograrlo, el novelista apela a dos recursos que permean todo el relato, el humor y la incomunicación.

El humor reside sobre todo en la ironía con la que se tratan eventos que de otro modo resultarían de gran dramatismo. Un humor que surge de la incongruencia y el desconcierto de esos europeos perdidos en un territorio extraño, enfrentados a realidades y costumbres que no comprenden, y de la torpeza con la que intentan comunicarse con los indígenas.

Otra vertiente en el uso del humor se encuentra en la presencia del elemento sexual; algo que en las crónicas de indias se suele abordar desde una perspectiva moralizante y en las novelas históricas dedicadas a la conquista con un carácter serio y ligado al proceso social del mestizaje.

Para desacralizar una empresa que ha permeado una cantidad inmensa de páginas, Sergio Bizzio parece usar en esa obra el molde de la novela picaresca. No son pocos los elementos que concuerdan con esta hipótesis. El narrador en primera persona, por ejemplo, exhibe una visión limitada sobre los acontecimientos, que se narran episódicamente, como compartimientos estancos; y está acompañado, además, por una camarilla que hubiera envidiado el propio Lazarillo de Tormes: “Ruis era invertido. Villena había matado a un familiar, padre o hermano. Longo (…) carecía de testículos. Martínez era fraile (…) obsecuente y débil de carácter. Yo tenía nueve hijos y había huido de una miseria casi tan grande como la de ahora.”

La introducción de temas escabrosos acerca aun más la novela a ese compendio de marginales y excluidos que fue la novela picaresca.

La homosexualidad, por ejemplo, sirve para degradar cualquier asomo de magnificencia en los hechos narrados: “Eximo a Su Majestad, si es que me ha seguido hasta aquí, de todo comentario sobre la vulgaridad que desplegaban aquellos veinte marineros durante la noche, al cabo de la jornada de trabajo.”

Al igual que en la picaresca, el narrador de Perdidos habla desde un tiempo posterior a los sucesos que cuenta. En este contar en la distancia reside una de las estratagemas más llamativas de esta novela. El relato se dirige, a Su Majestad, al igual que solían hacerlo los cronistas de indias. Sin embargo, esa majestad a la que se alude al final de la novela no parece ser la misma que al inicio del relato autoriza el zarpe de las naves. Esta última majestad se nombra siempre asociada con el acto de leer la crónica que emite el narrador, y no tendríamos dudas de quien se trata si no fuese porque inesperadamente, ese mismo narrador, da un salto mortal en el tiempo para situarse en el presente: “Ante ese espectáculo sentí lo mismo que había sentido tantas veces frente al televisor; lo apagaba porque había un tipo que no paraba de hablar y siete horas después lo prendía de nuevo y el tipo seguía ahí.”

Visto así, Su Majestad ya no vive en la España de finales del siglo XV, sino en ese su majestad lector contemporáneo que alcanza a conocer la televisión.

Petróleo, la voz oscura de fondo

El petróleo fluye bajo cada párrafo de Voces de fondo, de María Elvira González Llovera. Para aclarar desde el principio por donde va el cuento, el mene aparece ya en el epígrafe de la novela, mancha de negro no pocas de sus páginas, y queda claro, antes de terminar, que es causa última de los eventos que en ella se cuentan.

La autora se ha propuesto unificar dos sucesos claves del siglo XX venezolano. Dos acontecimientos que, si se juzgan por las tendencias políticas en ellos involucradas, podrían verse como separados y casi que opuestos en sus motivaciones: uno, el golpe de estado contra Isaías Médina Angarita, en 1945; el otro, el ejecutado contra Rómulo Gallegos, en 1948. Voces de fondo, en cambio, unifica ambos sucesos y construye una historia impulsada por la capacidad combustible del petróleo.

El mene, pues, ocupa un lugar central en las páginas de esta novela; es el poder en la sombra que todo lo decide y cuya presencia la narradora actualiza periódicamente para recordarle al lector que las peripecias de los personajes, sean épicas o cotidianas, son siempre alentadas por ese motor oscuro que aparece y desaparece, como la cabeza de un nadador en aguas turbulentas.

Novelar la historia es asunto serio. Centenares de páginas se han escrito sobre cómo incorporar los hechos del pasado a la novela, de modo que el resultado no sea un recuento light de lo ya dicho en los textos de historia.

 Si la ciencia histórica tiende cada vez más a la objetividad, tiene sentido esperar que la novela, por el contrario, reconstruya la parte humana, subjetiva del momento temporal en el que ocurren los eventos.

Interactuar de forma verosímil con las figuras del pasado es el gran desafío del escritor de novelas históricas. Hacer posible que esas figuras, usualmente idealizadas por la historiografía, desciendan del Olimpo y se contaminen de las más básicas pasiones humanas.

 González Llovera lo logra en especial con Carlos Delgado Chalbaud y no por mera coincidencia.

Al igual que lo hace el petróleo, y dada su participación en ambos eventos, Chalbaud unifica los dos grandes acontecimientos narrados en la novela, es decir, los dos golpes de estado sucedidos en apenas tres años.

Chalbaud es, de hecho, el único personaje histórico que la novelista alcanza a recrear en toda su múltiple y contradictoria dimensión humana. Un personaje sumido en el dilema de un estadista y, a un tiempo, en el drama del más corriente de los ciudadanos. Un ser que se debate entre mantenerse leal a sus principios, errados o no, o dejarse llevar por la marea política.

El resto de personajes del pasado, todos ellos identificados con nombre y apellido, y de quienes se ubica y analiza su rol en los eventos, no suelen sobrepasar la dimensión propia de los caracteres incluídos en un tratado de historia. Es decir, apreciamos su rol, se nos informa de sus lealtades o traiciones, pero todo hecho desde la atalaya del análisis político. Ni siquiera Rómulo Gallegos, a quien sin dudas se trata en la novela con respeto y simpatía, pierde el carácter lejano e intocado de quien está más allá del bien y del mal.

Delgado Chalbaud, en cambio, forma parte integral del cuarteto de personajes esenciales al relato. Las tres mujeres que junto a él integran ese cuarteto, se reparten dos roles diferentes. Cleotilde y Candelaria fungen como narradoras de los acontecimientos, con una objetividad que no siempre permite distinguir una voz de la otra.

El tercer personaje femenino, Vera, es más un símbolo que un personaje literario propiamente dicho; al menos a lo largo de buena parte de la novela. La V inicial de su nombre no es casual. Ella es la Venezuela que a la vez atestigua y padece los efectos del trozo de historia desplegado en la novela. Cronológicamente, el testimonio de Vera se ubica muchos años después del accionar del resto de los personajes y sus intervenciones suelen recordar el papel del coro en las tragedias griegas. Este recurso clásico, utilizado por González Llovera, da paso a una voz colectiva por medio de textos que incluyen poemas y citas de otros autores, interpreta y cuestiona los acontecimientos y encarna, en fin, la Venezuela violada, gráficamente representada en la violación de la propia Vera.

Una novela en cuyas páginas revive una parte esencial de nuestra historia; con una prosa ágil que salta indetenible de un suceso a otro, sin ninguna concesión al aburrimiento.

El pueblo blanco de Olga Merino

Pueblo pequeño, infierno grande reza el refrán. No es un mal punto de partida para leer La forastera, de Olga Merino.

Un infierno grande que permanece en el tiempo, en un país del autodenominado primer mundo, España en este caso; pero esa España despoblada, de la que Joan Manuel Serrat hace un magnífico retrato en su canción Pueblo blanco. Una aldea en camino de desaparecer, como tantas otras que en Europa ofrecen casas a un euro, en un esfuerzo por esquivar el destino de convertirse en pueblos fantasmas.

Poblados que todavía conservan buena parte de la magia propia del mundo rural y que aún sufren la eterna terrofagia del latifundio. La presencia de fantasmas y creencias ancestrales aparece en La forastera no como un simple recurso fantástico, sino para apuntalar una cosmovisión que desafía las categorías racionalistas occidentales y  señalar  una realidad compleja y múltiple.

Merino introduce, además,  el escabroso tema de la soledad del individuo moderno y del suicidio recurrente e intergeneracional como su resultado. Una especie de marca genética de la depresión y el sinsentido de la vida. Lo que podría parecer un dato anecdótico, se transforma en un símbolo poderoso de la desesperanza y el sufrimiento que atraviesan los personajes. La recurrencia de estos actos trágicos sugiere una especie de maldición o destino colectivo que se entrelaza con las creencias y los fantasmas que habitan el imaginario local. El suicidio, en este contexto, no es solo un acto individual, sino una manifestación de las tensiones sociales, económicas y culturales que afectan a la comunidad, y que encuentran en la literatura un espacio para ser expresadas y comprendidas.

La forastera construyeuna anécdota en la que resuenan viejos temas de la novelística latinoamericana, especialmente aquellos  que exploran la ruralidad, las creencias populares, el latifundismo y las tensiones sociales que emergen de estas realidades. Temas que en este continente es posible rastrear desde la novela de la tierra hasta los textos que cultivan lo real maravilloso. Y no es casual que, como si quisiera pagar una deuda, Olga Merino haga alusión explícita a Juan Rulfo. Al fin y al cabo, escribe una novela cuya narradora regresa a su pueblo para desentrañar la muerte de su padre. De modo que, curándose en salud, se adelanta al lector y aclara ella misma la evidente relación de su historia con la de narrador de Pedro Páramo: “En la pared del desván, de punta a punta, he copiado con lechada de cal, letra por letra y con caligrafía de palo, el arranque del último libro que me prestó el cura: ‘Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera’. Me gusta mucho. En cambio, yo no fui consciente de que había llegado a la aldea precisamente para saber quién era mi padre.”

La forastera, en su construcción narrativa, dialoga de manera evidente con lo real maravilloso latinoamericano, una corriente literaria que se caracteriza por la integración de lo mágico y lo extraordinario en la realidad cotidiana, sin que ello suponga una ruptura con la lógica o la verosimilitud. Como suele suceder,  la naturaleza, la historia y la cultura se entrelazan para dar forma a una realidad  multifacética.

Este despliegue de tensiones anímicas, presencias que permanecen en el claroscuro entre lo racional y lo mágico, y la aparición de una naturaleza cuya función excede con creces el rol de mero paisaje, son todos elementos que exigen no poca poesía en su entramado verbal.

La forastera es una novela cuyo lenguaje se complace en la morosidad. Todo en ella avanza lentamente, puesto que sin descuidar los acontecimientos externos, a la narradora le interesa de manera primordial pasearse por el ánima y el ánimo de sus personajes.

Una novela, en fin, que  borda con lentitud un lienzo en el que convergen solo personajes dolientes. Un concentrarse en detalles que son a la vez extraños y poéticos: la rareza de un paisaje rural que resuena a éxodo; el abandono de los lugares donde hasta no hace mucho se originaba la vida y hoy sirven apenas de escenario a unas cuantas figuras fantasmales.

Un retrato de la ruralidad europea de hoy, contemporánea y triste.

Las fuerzas más profundas

Novela híbrida, pastiche, fusión de géneros o divertimento; cualquiera de esos conceptos, y con seguridad muchos otros, vienen bien para caracterizar a Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque, del escritor mexicano Martín Solares.

Que la novela contemporánea recurre regularmente al intertexto es un hecho comprobado; autores, obras y personajes de esas obras terminan engrosando el inventario de presencias en escritos de otros narradores.

Solares ha llevado el recurso a un extremo notable por sus excesos, lo que tal vez sea la clave para una lectura acertada —si tal cosa existe— de su novela.

Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque es excesiva por el cúmulo de referencias literarias que contiene y por la cantidad de lenguajes que incorpora. A un tiempo relato policial, historia de ultratumba y revisión histórica novelada del surrealismo, de la vida de André Breton y demás miembros de su movimiento; con el añadido de que a lo largo de toda la novela campea un tono irónico, que atenúa y pone en entredicho la esencia y la funcionalidad de cualquiera de esos paradigmas literarios.

Solares ha venido perfeccionando este animo de desacralizar sacralizando desde sus dos novelas anteriores, Catorce colmillos y Muerte en el jardín de la luna,que conforman, junto a Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque, su trilogía fantástico-policíaca. Novelas todas en las que la presencia del surrealismo define y orienta el estilo narrativo de Solares, la organización de su mundo ficcional y la descomposición de cualquier asomo de lógica, razón o normalidad a la que algún personaje, o el propio lector, quiera aferrarse. Solares responde así a lo que Bretón dejó bien establecido, que solo lo maravilloso da vida “a géneros inferiores, tal como el novelístico”.

Los surrealistas se representan en las novelas de Solares como geniales delincuentes. Delinquere, el verbo latino que da origen al término delincuente, señala la acción de apartarse, faltar o abandonar lo que se considera correcto o legal. Por esa vía basta un paso para concluir que los surrealistas eran unos delincuentes negados a acatar nada que apuntara a convertir el arte en un conjunto de reglas inapelables. Y no solo del arte, sino de la propia forma de vivir. El manifiesto surrealista promueve “la voluntad de saltar por encima del control que ejerce en nosotros la razón” y aclara que su movimiento es “ajeno a toda preocupación estética o moral”.

–¿Qué tipo de poetas son estos? —Pregunta el detective Pierre Noir.

–De los peligrosos —le responden.

La última novela de Solares, y también las dos anteriores, son un amoroso homenaje al surrealismo, que se despliega a través de la detallada reconstrucción histórica de personajes, temperamentos y eventos ligados al grupo. Lo policial, el misterio y lo irreconocible, son nociones que aportan a la creación de esa realidad otra que solo tiene sentido a la luz de los principios surrealistas, y dejan abiertos todos los accesos que comunican lo concreto con lo imaginario, lo desconocido y lo sobrenatural.

Solares juega a descolocar al lector desde la primera página de su obra. El título de la novela, por ejemplo, asoma las mayúsculas de Mujer Desnuda solo para aclarar, muchas páginas después, que tal mujer desnuda no hace referencia a un ser de carne y hueso sino a una pintura de Magritte, que a su vez representa el supuesto fantasma que acosa a Bretón.

También, y como si se tratase de una obra de teatro, Solares inicia la novela con un dramatis personae que elimina los signos de puntuación exactamente donde termina lo correspondiente a uno de los personajes y se da inicio al siguiente: “Rachel Kahn; editor de la revista Revolución Surrealista; fundador y líder del grupo Buñuel, cineasta español, amigo cercano de Dalí Crevel, poeta y ensayista…”

Se rompe con la lógica en pro de la fusión de inteligencia y creatividad promovidas por técnicas como la escritura automática y el cadáver exquisito. Se trata, en definitiva, de poner a trabajar el inconsciente porque, como lo dijo el propio Bretón: “Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la superficie (…) es del mayor interés captar estas fuerzas.”

El húmedo camino de Sanangó

Al referirse a La sed se va con el río, de Andrea Mejía, Juan David Correa afirma que “Su voz no está inscrita en ninguna tendencia, la suya es una de esas miradas únicas, bellas, imperfectas, llenas de poesía, que hacen mejor a cualquier tradición.” 

Extraña forma, por decir lo menos, de valorar una obra literaria, desgajándola del hilo evolútivo de la creación literaria y  otorgándole una originalidad absoluta imposible de defender en Mejia o en cualquier otro autor.

La sed se va con el río es una hermosa novela cuyo mérito, entre otras cosas, reside en establecer un diálogo abierto con la tradición que le antecede, sin que sintamos, en momento alguno, que recorremos un camino trillado donde toda novedad queda excluida.

A contracorriente de lo propuesto por Correa, el libro de Andrea Mejía reelabora un conjunto de contenidos que la novela en general, y en especial la novela latinoamericana, ha trabajado a lo largo de décadas, si no de siglos.

La sed se va con el río

Se trata de un relato de ambiente rural en el que la naturaleza juega un rol primordial; no el de una naturaleza pasiva, meramente botánica, sino una cargada de fuerzas desconocidas, mágicas, que la convierten en motor de la historia. Es esa misma naturaleza que puede ser rastreada hasta los primeros escritos de los cronistas españoles y que la llamada novela de la tierra utilizó con contundencia para oponerla al supuesto avance de la civilización. 

En Venezuela tenemos un magnífico ejemplo de ese tipo de naturaleza en Canaima, de Rómulo Gallegos, donde la naturaleza es una potencia viva que se opone con fiereza a ser conquistada y que convierte la realidad en un ambiente tocado por todo tipo de fuerzas, desde las más naturales hasta las más inexplicables y fantásticas.

Nada muy distinto sucede con la selva venezolana en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier.

La sed se va con el rio retoma igualmente la tradición novelesca asociada con poblaciones que adquieren un carácter mítico. En ellos, la vida cotidiana está tocada por lo extraño, lo inexplicable, en fin, lo maravilloso. Sanangó, el poblado a mitad de camino entre el valle y la montaña, que ha creado Andrea Mejía, tiene, en este sentido, estrechos lazos de parentesco con los relatos que le anteceden.

El recurso ha sido explotado con profusión, y cualquier lector medianamente experimentado podría asociar el Sanangó de La sed se va con el rio con experiencias tan cercanas como el Macondo de Cien años de soledad o la Comala de Pedro Páramo; pero también podría alejarse hacia otros derroteros como el Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson o Yoknapatawpha, el famoso condado donde transcurren las historias de William Faulkner.

Se trata, en general de pueblos abandonados de la mano de Dios, donde rigen leyes que no son tales sino costumbre de miseria, de sufrimiento y de sometimiento. Pueblos donde cada personaje se convierte  en encarnación de seres arquetípicos acechados, a su vez, por multitud de fantasmas. Un paisaje que recuerda lo simple y conocido pero que en realidad encarna el mito, la dimensión de los descomunal, del exceso y lo grotesco. En sus escasas calles y míseras casas todo se vuelve fantasmagórico, como si se diluyera en una campo de nubes, que oculta y multiplica las visiones, y donde el mundo  real y el sobrenatural se unen sin contradicciones.

Roberto González Echevarría creó su teoría de “El archivo” para analizar la novela latinoamericana como un proceso de ficcionalización de todo tipo de discursos que le anteceden, sean estos antropológicos, legales o literarios. Con frecuencia, “El archivo” suele estar representado por un personaje que conserva la memoria del pueblo a lo largo de generaciones. En La sed se va con el río, ese rol le corresponde a Lidia y a Esther. La primera, depositaria de los hechos que integran la saga de Sanangó, atraviesa el relato desde su infancia hasta su muerte; la segunda ha de encargarse de escribir la historia de ese pequeño pueblo arropado por una naturaleza omnímoda.

Andrea Mejía ha sabido, en fin, recombinar elementos y recursos de la novela latinoamericana desde una originalidad alimentada, mayormente, por un lenguaje poético y una anécdota compleja que, a lo largo de la obra, enriquecen ambiente, actos y personajes dotándolos de una sugerente condición a mitad de camino entre lo real y lo maravilloso.