Happy: narrar desde lo íntimo

Happy, la última novela de Miguel Ángel Pérez Pirela, incorpora, sin ocultamientos, la autobiografía y la crónica; y lo hace en un lenguaje que, a su vez, se mantiene en equilibrio entre una sintaxis que toma elementos del habla marabina y el uso estándar del idioma castellano.

Un conjunto de características del texto denotan su clara relación con la novela picaresca: en primer lugar, el tono festivo de sus páginas; un relato que se debate entre un narrador en tercera persona y una voz, la del personaje principal, Happy, que a ratos participa en lo narrado desde la primera persona; un protagonista reivindicado solo por cierta nobleza de espíritu que contrasta con su fracaso en cualquier otro aspecto material de la vida; y, en fin, una mirada crítica, desde esa nobleza de espíritu, a la frivolidad, las injusticias y demás vicios de la sociedad en la que se mueve.

Se ha dicho, medio en broma medio en serio, que el chisme es el fundamento de la novela. A pesar de la poca formalidad de tal propuesta, en Happy se cumple a cabalidad el axioma. En sus páginas se incluyen maledicencias, chismes, supersticiones, peleas domésticas y cualquier otro elemento de una cotidianidad definida por el caos. Y sin embargo, cada uno de esos elementos se integra al relato de una manera homogénea, hasta el punto de convertirse en la representación de un microcosmos social, de un hecho cultural cargado de rasgos identitarios. Se trata, además, de la evocación afectiva del mundo de la infancia, a la vez perdido, revivido y metamorfoseado en discurso novelesco.

En ese camino, la novela apunta a una prosa marcada por la oralidad, lo que puede resultar casi natural si se toma en cuenta que el discurrir de la anécdota se ubica en la ciudad de Maracaibo. No es un secreto que el habla de Maracaibo se distingue notoriamente del castellano hablado en otras regiones del País por su entonación, su vocabulario y por la particularidad del voseo.

Lo interesante en Happy es que la representación del habla maracucha escapa a la versión pintoresquista o caricaturesca de quienes desde fuera del Estado Zulia Intentan imitarla. La novela se orienta a una forma propia de recuperación de lo oral, y es por demás llamativo que en sus páginas esté absolutamente ausente el uso del voseo. La búsqueda de la identidad lingüística se cumple, en cambio, mediante oraciones que se distancian de la lengua estándar por la manera como se construyen o por el tipo de vocabulario que incorporan. Un caso a señalar es el reiterado uso del demostrativo “ese”, con carácter de enfático, asociado a un sustantivo: la plaza esa, la nevera esa, el hombre ese. Ejemplos de este tipo abundan a lo largo de la novela.

Para reforzar ese intento de rescate, el narrador usa todo tipo de referentes culturales e idiosincrásicos, desde la incorporación de la letra de canciones, refranes o dichos locales hasta ubicaciones, comidas, etc. El uso de tales referentes no se le señala al lector de manera explícita, como sería el caso si se usaran comillas o cursivas. De hecho, esas incorporaciones corren el riesgo de no ser captadas por muchos lectores, lo que equivale a decir que algunas claves del texto exigen un lector cómplice, conocedor de los códigos allí incluidos. Siendo así, no cabe duda de que el lector ideal de esta novela sería un lector maracucho, pero tal afirmación no le haría justicia a un texto que fluye armónicamente y cuya lectura resulta interesante y divertida para quien sea que entre a sus páginas.

Una particular estrategia narrativa presente en Happy es la repetición literal de ciertos párrafos que describen ambientes o narran acciones, y que, como momentos de fuerza, contribuyen a reafirmar rasgos de carácter y de pertenencia a un entorno sociocultural. Se trata de una técnica de ritornello que permita al lector aprehender la condición social y las características esenciales de los personajes allí incluidos.

En Happy la felicidad campea incluso en los momentos de quiebra económica o afectiva. El abordaje de la cotidianidad desde el humor rescata el mundo ideal de la infancia, donde no tiene cabida el sufrimiento.

Suspender la incredulidad

Al igual que las de terror, las novelas de ciencia ficción requieren de un tipo particular de lector. Siguiendo a Coleridge, quien prescribió la suspensión de la incredulidad para enfrentarse a textos que evaden lo que consideramos lógico, el lector de ciencia ficción debe ser capaz de evitar el pensamiento crítico y la duda si realmente se dispone a disfrutar lo que lee.

Solo con esa condición debe ingresarse a El problema de los tres cuerpos de Cixin Liu. Aunque el original chino se publicó en 2006, se le considera aun hoy como un hito en el desarrollo de la novela de ciencia ficción. Hagamos la salvedad de que quienes juzgan este tipo de novela son, en su mayoría, adeptos –o adictos– al género, lo que obliga al resto de los mortales a tomar tales juicios cum grano salis, como decían los latinos.

Primer libro de una trilogía titulada El recuerdo del pasado de la Tierra, El problema de los tres cuerpos alcanza las 400 páginas, y es bastante probable que en sus lectores se repita la sensación de que no todas son indispensables.

Un elemento que funciona bien en El problema de los tres cuerpos es la estrategia metaficcional, es decir la ficción dentro de la ficción.

El relato, a pesar de ser ciencia ficción, adopta, en su estructura general, el modelo de la novela policial, en el sentido de que hay un misterio y un conjunto de crímenes cuyas motivaciones y detalles no se descubren hasta el final. Las dos primeras partes de la novela sirven, pues, para dar fundamento al origen y las motivaciones de lo que ocurra a final de la narración.

Todo en esas dos primeras partes resulta excesivo. La primera, por ejemplo, tiene como función esencial poner en duda si la especie humana merece sobrevivir. El narrador se apoya para ello en una larga referencia a la Revolución Cultural en China y a la crueldad por ella ejercida.

Se ha dicho de esta novela que está construida para complacer el gusto de los lectores de Occidente. La larga referencia, enteramente negativa, a un periodo del transcurrir político de la revolución china, sin dudas no el más agradable, abona con creces esa sospecha; especialmente porque para dar pie al resto de la anécdota habrían bastado muchísimas menos páginas. A partir de la Revolución Cultural se afianza una visión negativa de la humanidad y del universo en el que se mueve. Hay dos amenazas paralelas: por un lado la humanidad misma en su incapacidad ética y moral y la amenaza del propio universo encaminado a su destrucción.

En lo relativo a complacer el gusto occidental, resulta imprescindible destacar la figura del detective Da Shi. Este personaje responde milimétricamente al estereotipo del detective excéntrico reconocible, por ejemplo, en Sherlock Holmes y llevado al extremo por series de televisión como Columbo o Monk. Da Shi es, pues, irreverente y desmañado; apesta a cigarrillo y es visto con ojeriza por sus superiores, quienes, sin embargo, no pueden prescindir de él por su talento como sabueso. Nada que ya no supiéramos. A pesar de todo, Da Shi, gracias a su pragmatismo, le sirve al narrador para darle una salida concreta a ciertas situaciones que el resto de los personajes no alcanzan siquiera a entrever.

Un elemento que funciona bien en El problema de los tres cuerpos es la estrategia metaficcional, es decir la ficción dentro de la ficción. Para ello, Cixin Liu se vale de un juego virtual que permite a uno de los personajes principales experimentar una realidad paralela y así trasmitir al lector información decisiva para el desenlace de la anécdota. Puesto que el juego es creación de una civilización extraterrestre para comunicarse con los terrícolas, resulta interesante que no alcancemos a saber en ningún momento, ni siquiera al final, si la representación que los alienígenas hacen de sí mismos es fidedigna o forma parte de una simulación encaminada a lograr sus fines.

Como toda serie, está novela aporta solamente soluciones parciales a los enigmas planteados. El lector debe decidir, una vez finalizada la lectura, si está dispuesto a atacar las más de 700 páginas de la segunda y casi 600 de la tercera parte.

Cada vez menos palabras en agosto

Algunos críticos, llenos de pruritos artificiosos, han rechazado la publicación póstuma de En agosto nos vemos, la que tal vez sea, definitivamente, la última novela de Gabriel García Márquez; salvo que quede alguna otra sorpresa en el baúl de los manuscritos. No hay un solo argumento válido en esas críticas. Sobre todo porque a estas alturas nada podrá desmejorar el sitial que la obra de García Márquez ostenta en el concierto de la literatura mundial. Ello significa que si En agosto nos vemos fuese un relato fallido, que no lo es, aún tendría un extraordinario valor documental.

Escrita con el característico estilo narrativo de García Márquez, la novela ostenta, además, una inédita concentración verbal, especialmente en las descripciones; causa, tal vez, de que cuente con tan pocas páginas. En este sentido, no es descabellado pensar que la brevedad de esta obra puede haber sido el motivo por el cual el escritor, según se dice, pidió a sus hijos que no la publicaran.

En agosto nos vemos no se da tiempo para representaciones minuciosas y recurre como alternativa a frases de certezas tajantes, verdaderos axiomas, para acercar al lector a situaciones y personajes. Si el narrador pretende referirse a la corrupción política, por ejemplo, le basta con aludir al “hotel de turismo que el senador construyó a nombre suyo con dineros del estado”. Nada más. El resto es tarea a cargo del lector. El contexto que enmarca la anécdota necesita un mínimo de palabras, lo que permite al autor concentrarse en la peripecia de su casi único personaje: Ana Magdalena Bach.

Ese carácter axiomático permea todo el relato. Si se trata de mostrar la realidad física del personaje, se la enfrenta al espejo “con su rostro de madre otoñal”. En un momento determinado, otro ejemplo, Ana Magdalena “Se sintió pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra”. ¿Quién pondría en duda una sacralidad tan tajantemente establecida?

La novela se sostiene sobre unos cuantos encuentros amorosos del personaje, pero el narrador no se entretiene en la descripción de esos lances eróticos. Un rápido pincelazo es suficiente para enardecer la imaginación del lector: “Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola”.

Otro campo en el que García Márquez no hizo ahorro alguno es el de los intertextos, específicamente los musicales y los literarios, en lo que puede entenderse como un testimonio final acerca de la música y los libros que prefería.

Tradicionalmente, la crítica ha insistido en que la música es un elemento esencial en su obra, más aún, no ha faltado quien afirme que Cien años de soledad está escrita en ritmo de vallenato. Las referencias a la música “culta”, sin embargo, es un fenómeno que puede identificarse con carácter de elemento estructurante solo a partir de Memorias de mis putas tristes, la última novela publicada en vida del escritor.

Para ser una novela tan corta, En agosto nos vemos impresiona por la cantidad de compositores que desfilan por sus páginas. Chopin, Rajmáninov, Dvorak, Mozart, Schubert, Chausson, Chaikovski y unos cuantos más transitan indetenibles por estas páginas. Hay, sin embargo, una ausencia notable, la de Juan Sebastián Bach, su autor favorito según el crítico Cesar Coca. Una ausencia a medias, a decir verdad, pues llegados aquí descubrimos que no es mero accidente que el personaje principal de la obra se apellide Bach, lo que viene a ser un guiño al lector para dejar establecida, de una vez por todas, la importancia del referente musical en este relato.

Nada distinto sucede con las alusiones a novelistas. Ana Magdalena está siempre acompañada de un libro, y ese libro da pie para que García Márquez nos legue parte de su catálogo de preferencias literarias. Preferencias que incluyen, en este caso, a John Wyndham, Borges y Bioy Casares, Daniel Defoe y Ray Bradbury, entre otros, que marcan una paradigma literario a lo largo de En agosto nos vemos. Lo cierto es que al salir de estas escasas páginas es imposible pensar que fue un error publicarlas o, menos aún, tiempo perdido la ocasión magnífica de leerlas.