El pueblo blanco de Olga Merino

Pueblo pequeño, infierno grande reza el refrán. No es un mal punto de partida para leer La forastera, de Olga Merino.

Un infierno grande que permanece en el tiempo, en un país del autodenominado primer mundo, España en este caso; pero esa España despoblada, de la que Joan Manuel Serrat hace un magnífico retrato en su canción Pueblo blanco. Una aldea en camino de desaparecer, como tantas otras que en Europa ofrecen casas a un euro, en un esfuerzo por esquivar el destino de convertirse en pueblos fantasmas.

Poblados que todavía conservan buena parte de la magia propia del mundo rural y que aún sufren la eterna terrofagia del latifundio. La presencia de fantasmas y creencias ancestrales aparece en La forastera no como un simple recurso fantástico, sino para apuntalar una cosmovisión que desafía las categorías racionalistas occidentales y  señalar  una realidad compleja y múltiple.

Merino introduce, además,  el escabroso tema de la soledad del individuo moderno y del suicidio recurrente e intergeneracional como su resultado. Una especie de marca genética de la depresión y el sinsentido de la vida. Lo que podría parecer un dato anecdótico, se transforma en un símbolo poderoso de la desesperanza y el sufrimiento que atraviesan los personajes. La recurrencia de estos actos trágicos sugiere una especie de maldición o destino colectivo que se entrelaza con las creencias y los fantasmas que habitan el imaginario local. El suicidio, en este contexto, no es solo un acto individual, sino una manifestación de las tensiones sociales, económicas y culturales que afectan a la comunidad, y que encuentran en la literatura un espacio para ser expresadas y comprendidas.

La forastera construyeuna anécdota en la que resuenan viejos temas de la novelística latinoamericana, especialmente aquellos  que exploran la ruralidad, las creencias populares, el latifundismo y las tensiones sociales que emergen de estas realidades. Temas que en este continente es posible rastrear desde la novela de la tierra hasta los textos que cultivan lo real maravilloso. Y no es casual que, como si quisiera pagar una deuda, Olga Merino haga alusión explícita a Juan Rulfo. Al fin y al cabo, escribe una novela cuya narradora regresa a su pueblo para desentrañar la muerte de su padre. De modo que, curándose en salud, se adelanta al lector y aclara ella misma la evidente relación de su historia con la de narrador de Pedro Páramo: “En la pared del desván, de punta a punta, he copiado con lechada de cal, letra por letra y con caligrafía de palo, el arranque del último libro que me prestó el cura: ‘Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera’. Me gusta mucho. En cambio, yo no fui consciente de que había llegado a la aldea precisamente para saber quién era mi padre.”

La forastera, en su construcción narrativa, dialoga de manera evidente con lo real maravilloso latinoamericano, una corriente literaria que se caracteriza por la integración de lo mágico y lo extraordinario en la realidad cotidiana, sin que ello suponga una ruptura con la lógica o la verosimilitud. Como suele suceder,  la naturaleza, la historia y la cultura se entrelazan para dar forma a una realidad  multifacética.

Este despliegue de tensiones anímicas, presencias que permanecen en el claroscuro entre lo racional y lo mágico, y la aparición de una naturaleza cuya función excede con creces el rol de mero paisaje, son todos elementos que exigen no poca poesía en su entramado verbal.

La forastera es una novela cuyo lenguaje se complace en la morosidad. Todo en ella avanza lentamente, puesto que sin descuidar los acontecimientos externos, a la narradora le interesa de manera primordial pasearse por el ánima y el ánimo de sus personajes.

Una novela, en fin, que  borda con lentitud un lienzo en el que convergen solo personajes dolientes. Un concentrarse en detalles que son a la vez extraños y poéticos: la rareza de un paisaje rural que resuena a éxodo; el abandono de los lugares donde hasta no hace mucho se originaba la vida y hoy sirven apenas de escenario a unas cuantas figuras fantasmales.

Un retrato de la ruralidad europea de hoy, contemporánea y triste.

Las fuerzas más profundas

Novela híbrida, pastiche, fusión de géneros o divertimento; cualquiera de esos conceptos, y con seguridad muchos otros, vienen bien para caracterizar a Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque, del escritor mexicano Martín Solares.

Que la novela contemporánea recurre regularmente al intertexto es un hecho comprobado; autores, obras y personajes de esas obras terminan engrosando el inventario de presencias en escritos de otros narradores.

Solares ha llevado el recurso a un extremo notable por sus excesos, lo que tal vez sea la clave para una lectura acertada —si tal cosa existe— de su novela.

Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque es excesiva por el cúmulo de referencias literarias que contiene y por la cantidad de lenguajes que incorpora. A un tiempo relato policial, historia de ultratumba y revisión histórica novelada del surrealismo, de la vida de André Breton y demás miembros de su movimiento; con el añadido de que a lo largo de toda la novela campea un tono irónico, que atenúa y pone en entredicho la esencia y la funcionalidad de cualquiera de esos paradigmas literarios.

Solares ha venido perfeccionando este animo de desacralizar sacralizando desde sus dos novelas anteriores, Catorce colmillos y Muerte en el jardín de la luna,que conforman, junto a Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque, su trilogía fantástico-policíaca. Novelas todas en las que la presencia del surrealismo define y orienta el estilo narrativo de Solares, la organización de su mundo ficcional y la descomposición de cualquier asomo de lógica, razón o normalidad a la que algún personaje, o el propio lector, quiera aferrarse. Solares responde así a lo que Bretón dejó bien establecido, que solo lo maravilloso da vida “a géneros inferiores, tal como el novelístico”.

Los surrealistas se representan en las novelas de Solares como geniales delincuentes. Delinquere, el verbo latino que da origen al término delincuente, señala la acción de apartarse, faltar o abandonar lo que se considera correcto o legal. Por esa vía basta un paso para concluir que los surrealistas eran unos delincuentes negados a acatar nada que apuntara a convertir el arte en un conjunto de reglas inapelables. Y no solo del arte, sino de la propia forma de vivir. El manifiesto surrealista promueve “la voluntad de saltar por encima del control que ejerce en nosotros la razón” y aclara que su movimiento es “ajeno a toda preocupación estética o moral”.

–¿Qué tipo de poetas son estos? —Pregunta el detective Pierre Noir.

–De los peligrosos —le responden.

La última novela de Solares, y también las dos anteriores, son un amoroso homenaje al surrealismo, que se despliega a través de la detallada reconstrucción histórica de personajes, temperamentos y eventos ligados al grupo. Lo policial, el misterio y lo irreconocible, son nociones que aportan a la creación de esa realidad otra que solo tiene sentido a la luz de los principios surrealistas, y dejan abiertos todos los accesos que comunican lo concreto con lo imaginario, lo desconocido y lo sobrenatural.

Solares juega a descolocar al lector desde la primera página de su obra. El título de la novela, por ejemplo, asoma las mayúsculas de Mujer Desnuda solo para aclarar, muchas páginas después, que tal mujer desnuda no hace referencia a un ser de carne y hueso sino a una pintura de Magritte, que a su vez representa el supuesto fantasma que acosa a Bretón.

También, y como si se tratase de una obra de teatro, Solares inicia la novela con un dramatis personae que elimina los signos de puntuación exactamente donde termina lo correspondiente a uno de los personajes y se da inicio al siguiente: “Rachel Kahn; editor de la revista Revolución Surrealista; fundador y líder del grupo Buñuel, cineasta español, amigo cercano de Dalí Crevel, poeta y ensayista…”

Se rompe con la lógica en pro de la fusión de inteligencia y creatividad promovidas por técnicas como la escritura automática y el cadáver exquisito. Se trata, en definitiva, de poner a trabajar el inconsciente porque, como lo dijo el propio Bretón: “Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la superficie (…) es del mayor interés captar estas fuerzas.”

El húmedo camino de Sanangó

Al referirse a La sed se va con el río, de Andrea Mejía, Juan David Correa afirma que “Su voz no está inscrita en ninguna tendencia, la suya es una de esas miradas únicas, bellas, imperfectas, llenas de poesía, que hacen mejor a cualquier tradición.” 

Extraña forma, por decir lo menos, de valorar una obra literaria, desgajándola del hilo evolútivo de la creación literaria y  otorgándole una originalidad absoluta imposible de defender en Mejia o en cualquier otro autor.

La sed se va con el río es una hermosa novela cuyo mérito, entre otras cosas, reside en establecer un diálogo abierto con la tradición que le antecede, sin que sintamos, en momento alguno, que recorremos un camino trillado donde toda novedad queda excluida.

A contracorriente de lo propuesto por Correa, el libro de Andrea Mejía reelabora un conjunto de contenidos que la novela en general, y en especial la novela latinoamericana, ha trabajado a lo largo de décadas, si no de siglos.

La sed se va con el río

Se trata de un relato de ambiente rural en el que la naturaleza juega un rol primordial; no el de una naturaleza pasiva, meramente botánica, sino una cargada de fuerzas desconocidas, mágicas, que la convierten en motor de la historia. Es esa misma naturaleza que puede ser rastreada hasta los primeros escritos de los cronistas españoles y que la llamada novela de la tierra utilizó con contundencia para oponerla al supuesto avance de la civilización. 

En Venezuela tenemos un magnífico ejemplo de ese tipo de naturaleza en Canaima, de Rómulo Gallegos, donde la naturaleza es una potencia viva que se opone con fiereza a ser conquistada y que convierte la realidad en un ambiente tocado por todo tipo de fuerzas, desde las más naturales hasta las más inexplicables y fantásticas.

Nada muy distinto sucede con la selva venezolana en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier.

La sed se va con el rio retoma igualmente la tradición novelesca asociada con poblaciones que adquieren un carácter mítico. En ellos, la vida cotidiana está tocada por lo extraño, lo inexplicable, en fin, lo maravilloso. Sanangó, el poblado a mitad de camino entre el valle y la montaña, que ha creado Andrea Mejía, tiene, en este sentido, estrechos lazos de parentesco con los relatos que le anteceden.

El recurso ha sido explotado con profusión, y cualquier lector medianamente experimentado podría asociar el Sanangó de La sed se va con el rio con experiencias tan cercanas como el Macondo de Cien años de soledad o la Comala de Pedro Páramo; pero también podría alejarse hacia otros derroteros como el Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson o Yoknapatawpha, el famoso condado donde transcurren las historias de William Faulkner.

Se trata, en general de pueblos abandonados de la mano de Dios, donde rigen leyes que no son tales sino costumbre de miseria, de sufrimiento y de sometimiento. Pueblos donde cada personaje se convierte  en encarnación de seres arquetípicos acechados, a su vez, por multitud de fantasmas. Un paisaje que recuerda lo simple y conocido pero que en realidad encarna el mito, la dimensión de los descomunal, del exceso y lo grotesco. En sus escasas calles y míseras casas todo se vuelve fantasmagórico, como si se diluyera en una campo de nubes, que oculta y multiplica las visiones, y donde el mundo  real y el sobrenatural se unen sin contradicciones.

Roberto González Echevarría creó su teoría de “El archivo” para analizar la novela latinoamericana como un proceso de ficcionalización de todo tipo de discursos que le anteceden, sean estos antropológicos, legales o literarios. Con frecuencia, “El archivo” suele estar representado por un personaje que conserva la memoria del pueblo a lo largo de generaciones. En La sed se va con el río, ese rol le corresponde a Lidia y a Esther. La primera, depositaria de los hechos que integran la saga de Sanangó, atraviesa el relato desde su infancia hasta su muerte; la segunda ha de encargarse de escribir la historia de ese pequeño pueblo arropado por una naturaleza omnímoda.

Andrea Mejía ha sabido, en fin, recombinar elementos y recursos de la novela latinoamericana desde una originalidad alimentada, mayormente, por un lenguaje poético y una anécdota compleja que, a lo largo de la obra, enriquecen ambiente, actos y personajes dotándolos de una sugerente condición a mitad de camino entre lo real y lo maravilloso.

Solo existe lo que no existe

Nada es real.

Tan tajante afirmación puede que sea la clave para desvelar el sentido de El simulacro de los espejos, la novela de Vicente Battista ganadora de la última edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos.

Al menos a eso apunta el título de la obra, un guiño al lector para advertirle que está ingresando a terrenos movedizos. En el mismo sentido discurre el epígrafe en el cual Borges afirma su convicción de que espacio y tiempo son nociones del todo subjetivas: “El espacio y el tiempo (…) son instrumentos mágicos del alma”.

Tal vez valga la pena que quien entre a esta novela se familiarice con los conceptos de simulacro y simulación del filósofo francés Jean Baudrillard. Para Baudrillard, la realidad ya no existe en lo concreto sino en el conjunto de signos y símbolos que lo sustituyen. Esa realidad otra termina por ser tan autosuficiente que guarda poca o ninguna relación con aquella que le antecede.

En sintonía con tales propuestas, Battista ha creado un mundo alternativo que parece flotar en una burbuja hermética, sin contacto con lo que solemos entender como mundo real. Se trata de un espacio en el que toda regla se reinventa, se reforman las rutinas y se sigue un código particular de conducta cuya lógica no llegaremos nunca a dilucidar.

Se ha dicho que esta es una novela kafkiana por su cercanía con lo absurdo. Algo de cierto hay en ello. Resalta, sin embargo, una diferencia clave entre ambos autores: los personajes de Kafka se ven oprimidos por una fuerza cuyo origen desconocen y de la cual les es imposible escapar; los personajes de Battista, en cambio, se someten voluntariamente a arduas pruebas con el objetivo de colmar el deseo de entrar, con la categoría de Escogidos, a ese “Lugar” donde toda lógica, costumbre e historia parecen quedar fuera.

Esta realidad paralela se caracteriza por tocar lo trascendente a través de lo banal. De hecho, todo el relato está montado sobre la reiteración de los actos cotidianos más sencillos y triviales. Constreñida la acción a un espacio reducido identificado como La Sala, parece natural que lo que allí sucede hoy sea idéntico a los sucesos de ayer y a los que ocurrirán mañana.

Para reforzar la sensación de ciclo, de cosa cerrada, el narrador reitera sin descanso las mismas fórmulas verbales, de modo de transmitir al lector un ambiente de rutina que destierra hasta las más elementales emociones.

 Así pues, los eventos se describen una y otra vez con las mismas palabras. Los cuatrillizos Malerba hablan “en una lengua extraña, tal vez eslava o acaso ucraniana”. La fórmula se repite no menos de diecinueve veces a lo largo del relato.

Octavio, a quien se podría considerar el personaje principal y el único que cuestiona el orden existente en “El lugar” , se pregunta en no menos de cuarenta y cuatro ocasiones “¿Y ahora qué?”. Seguramente por eso es considerado una anomalía por la Administración de El Lugar.

La maestría de Battista reside en ir creando, en ese ambiente de aburrida rutina, un vigoroso suspenso, la expectativa de que algo está por ocurrir, que empuja al lector a seguir adentrándose en las páginas de la novela.

Hay un carácter lúdico que toca de principio a fin a El simulacro de los espejos. Sembrada de enigmas que nunca se resuelven, la novela es tierra fértil para todo tipo de interpretaciones. Una verdadera opera aperta cuyo mecanismo de funcionamiento ha sido anunciado, dentro del propio relato, por esas series que se muestran en las pantallas dispuestas en La Sala de las que se elimina el último capítulo, para que sean los espectadores quienes construyan los posibles desenlaces.

Hay, en fin, en El simulacro de los espejos una omnipresente virtualidad. Si nada es real, como se afirmó en la primera línea de esta nota, entonces todo es virtual. Hay una demostración evidente en esos espacios que se crean con solo depositar una mano sobre una pared vacía y de la cual surge lo que se desea en el momento, un bar, una biblioteca o un gimnasio.

No en balde, la última tertulia organizada por Requejo, ese alter ego del autor, tiene como tema central la inteligencia artificial. Probablemente, el oscurecimiento final de las claraboyas que iluminan El Lugar se deba al accionar del botón de apagado que anula toda la simulación.

La sensibilidad del fascismo

No me parece que se pueda escribir sobre El eternauta si no es recordando de antemano que su autor, Hector Germán Oesterheld, fue primero desaparecido y después asesinado por la sangrienta dictadura argentina de los años setenta y ochenta.

Si el sadismo tiene límites, tales límites no se manifestaron en el caso de Oesterheld. Estando el escritor ya preso, la tiranía mató, una por una, a sus cuatro hijas. Como si esos crímenes no revistieran suficiente crueldad en sí mismos, durante el periodo de cárcel y tortura de Oesterheld los esbirros tuvieron buen cuidado, según contó José Pablo Feinmann. de mostrarle las fotos de los cadáveres torturados de sus hijas a medida que esos crímenes se sucedían.

Opositor radical del fascismo, Oesterheld, siguiendo el ejemplo de hijas y yernos, se afilió al movimiento Montoneros para resistir a la dictadura.

Tiene sentido, en este contexto, preguntarse qué pesó más en su arresto, si la militancia política o el impacto popular de la segunda parte de El eternauta, eventualmente leído como un alegato en contra de la junta militar.

Si se juzga por la feroz censura que en ese período se impuso no solo a los medios de comunicación, sino a la cultura en general, se puede concluir que alguien en el gobierno vio con claridad el efecto que El eternauta podía tener en la resistencia a la autocracia.

No cuesta, pues, imaginarse a los esbirros que torturaron a Osterheld hasta la muerte haciendo chistes sobre extraterrestres o llamándolo irónicamente Juan Salvo, personaje principal de la historieta, mientras pasaban de una técnica de tortura a otra.

Y sin embargo, en la propia historieta no es del todo manifiesta la relación entre los invasores venidos del espacio exterior y el feroz despotismo de Videla y compañía. De hecho, es probable que muchos lectores recorrieran las páginas de El eternauta con la misma actitud con la que se lee una buena historia de aventuras, es decir, imbuidos de lo allí narrado, pero sin buscar ulteriores significaciones; lo cual prueba que, a pesar de la clara intencionalidad del autor, El eternauta evadió, dada su calidad artística, el peligro de caer en el panfleto. Partiendo de lo anterior, podría darse una larga discusión sobre la eficacia política de El eternauta, que si no fue advertida a conciencia por algunos lectores, tenemos pruebas más que suficientes de que no escapó a la sensibilidad fascista de los gestores de la junta militar.

Y aquí es necesario insistir en la calidad estética e imaginativa de la obra de Oesterheld. Una calidad que se hace evidente, antes que nada, por la manera tan personal -y argentina- con la que el autor construye una historia cuyo germen, la invasión extraterrestre, había sido trabajado con anterioridad por múltiples autores.

Si la historia que se narra en El eternauta refleja, como tantas veces se ha dicho, la postura política de Oesterheld en contra del gobierno militar, ese reflejo habrá sido de mucha más fácil percepción por parte de los lectores ideales de su obra es decir, el pueblo argentino, que en ese momento sufría la represión indiscriminada. No en balde Oesterheld situá su relato en Buenos Aires e incorpora en él un conjunto de marcas que anclan profundamente el relato en suelo argentino. En esas marcas, ademas de expresiones culturales como el tango, figuran locaciones precisas de Buenos Aires. La ironía quiso que entre esas locaciones se encuentre la famosa ESMA, Escuela de Mecánica de la Armada, que la junta militar convertiría en su momento en sitio icónico de tortura y de muerte.

El eternauta se distingue también por un lenguaje que rebasa en mucho la llaneza verbal que suele exigirse en las narraciones ilustradas, como las historietas. En ellas se espera que el texto escrito sea poco menos que un apéndice de las ilustraciones. Muy por el contrario, en El eternauta sorprende la preeminencia del lenguaje y su calidad estética. Oesterheld era un consumado escritor de literatura y, cabe recordar, a este respecto, que la primera versión de esta historia fue en realidad un cuento largo que publicaría póstumamente, en 2001, la editorial Colihue con el título El eternauta y otros cuentos.

Una saga familiar en reversa

Las novelas no suelen comenzar descubriendo sus vericuetos narrativos, cosa que sí hace Sol Linares en No todos los cíclopes nacen ciegos. Desde la primera página, se nos dice que enfrentaremos un relato, “bajo la tutela de la ciencia y el mito”,  que se propone  “recomponer un paisaje familiar marcado por insospechados horrores”; y se nos indica, del mismo modo, que será un relato en tono “confesional y longevo”

Como si se quisiera armar al lector con las herramientas indispensable para comprender y desentrañar el remolino que se le viene encima, la novela dedica el primer capítulo a una especie de rito de paso.  En esa introducción, la narradora, Flora Mazzari, desde un espacio y un tiempo diferente al del relato central,  nos prepara para la inmersión que sigue. Todos los secretos de la novela residen en esas primeras páginas: “La genética puede responder muchas preguntas. El mito, abrir caminos de interpretación. Pero la historia familiar completaría su versión”.

Vale decir que este relato, o al menos su lectura, no termina en la última página, como suele suceder con la mayoría de las novelas, sino con la relectura de ese primer capítulo, que solo entonces despliega todos sus guiños.

Un condicionamiento final, para entrar a la obra más reciente de Sol Linares, reside en saber que se hizo acreedora del XIV Premio Tristana de Novela Fantástica, información clave en el caso de que, habiendo llegado hasta aquí, aun no se hubiese comprendido que se está ingresando al movedizo remedo de la realidad propio de la literatura fantástica.

Mito, ciencia y familia son pues, los tres ejes conductores de la historia, de acuerdo con la propia voz que narra.

En cierta forma, corresponde al lector elegir cual de estos tres posibles senderos de lectura priorizará en su recorrido por las poco menos de doscientas páginas de la obra. 

Con una meticulosidad que apunta a una rigurosa investigación previa, Sol Linares incorpora incontables referencias acerca del mito del cíclope, una información que nutre la estructura misma de la novela. No en balde, buena parte de los capítulos en los que se divide la obra llevan nombres que se originan en el sustrato griego siempre presente en la historia. Capítulos con nombres como Pathos, El rapto de Polifemo y La revolución del Cíclope extienden el hilo de una intertextualidad por la que desfila buena parte de la literatura que se ha ocupado, a lo largo del tiempo, de la figura del cíclope.

Pero este es un cíclope que orienta una saga familiar. Sol Linares ha sabido insertarlo en su relato con absoluta originalidad al convertirlo no solo en  referente afectivo, sino, también, en elemento que estructura y da coherencia a la historia. Una historia que, sin que lo parezca se ocupa de no pocos asuntos terrenales y humanos, que por momentos parecen estar ocultos tras la cortina que tienden tanto el discurso mítico como el científico.

Si se trata de encontrarle sentido, a lo largo de varias generaciones, a un cíclope ciego que reposa en un frasco de formol, el discurso científico viene muy al calce. Se incorpora asíun lenguaje de certezas y precisiones al ámbito de misterios e incógnitas que definen lo fantástico. 

Quienes prefieran el sendero de la ciencia para avanzar en la lectura, se encontrarán con el reto de dilucidar hasta qué punto conceptos, fórmulas y siglas se apoyan en un verdadero conocimiento de causa o responden preferentemente a la capacidad de simulación de la narradora.

Como sea,  la apelación al mito y a la ciencia aporta agua al cauce de un discurso que se expresa por medio de un monólogo delirante que no promueve anclaje firme en ninguna de sus páginas. Un monólogo construido como una avalancha de acciones y descripciones que no logran independizarse entre sí, sino que se funden en metáforas vivas y sentenciosas para dotar a la anécdota de un carácter aéreo e inasible.

No todos los cíclopes nacen ciegos es, finalmente, una saga familiar que marcha en reversa. Al contrario de aquella otra saga que termina en un niño con cola de cerdo, en esta un pequeño cíclope ciego es el punto de partida en el camino de redención familiar que conduce al descubrimiento del incesto primigenio.

Un héroe sin heroísmo

Reconstruir la dimensión humana del Simón Bolívar, más allá de la sacralización que a lo largo del tiempo promovió la historiografía académica, ha sido objetivo común entre quienes asumieron el reto de escribir sobre el Libertador de América.

García Márquez, Herrera Luque, Denzil Romero, William Ospina, Pablo Montoya y Álvaro Mutis, entre otros, se afanaron en crear su propio Bolívar.

En la búsqueda de esa dimensión humana, varios de ellos se concentran, no por casualidad, en el período vital más vulnerables del prócer, los días previos a su muerte.

La empresa no era fácil, basta entrar a cualquiera de esos textos para convencerse. Más allá de lo propiamente militar, no importa cual rasgo del libertador sirva de trampolín a la creación literaria —sus pequeñas rutinas personales, su pasión por las mujeres, su inclinación por la lectura— la dimensión heroica termina, más temprano que tarde, por filtrarse en la página como la huella de un fantasma.

La mitificación se concreta por diversas vías: el uso frecuente de la hipérbole al referir las peripecias del héroe; diálogos entre personajes secundarios que ensalzan la obra de Bolívar; o sus propias reflexiones sobre su vida pasada. Como fuere, la narración termina invadida por el carácter heroico del personaje en desmedro, incluso contra la voluntad del narrador, de su condición mortal.

Proponer una visión opuesta hasta el extremo al discurso panegírico es, a no dudarlo, el aporte más original de Todo llevará su nombre, de Fermín Goñi.

El autor logra un acercamiento amoroso a la figura del Libertador que está en general ausente en otros autores. La grandeza del personaje, sus actos heroicos, la admiración de todo un continente, pueden encontrarse en las páginas de la novela, pero como un referente borroso, que no obstruye la imagen de miseria y degradación a la que se ve reducida la grandeza de Simón Bolívar.

Lo central en la novela es una cotidianidad repetitiva impulsada por un trabajado realismo que convierte a lector en testigo inmediato de lo que sucede en San Pedro Alejandrino.

Como estrategia narrativa, Goñi ha elegido restringir drásticamente el espacio y el tiempo del relato. Si, por ejemplo, en El general en su laberinto de García Márquez el periplo final de Bolívar da inicio en Bogotá para finalizar en Santa Marta, en Todo llevará su nombre la acción se concreta a los últimos diez días del Libertador. Así, pues, desde la primera página de la novela surge un Bolívar disminuido física y moralmente, degradado en su grandeza, dolorosamente enfermo.

Esos diez días transcurren en la inevitable repetición de unos rituales condenados al fracaso. Ritos que encarnan en las cataplasmas de Próspero Reverend, aplicadas, un día sí y otro también, a la casi inexistente humanidad del prócer; o en las papillas de sagú que la cocinera Fernanda Barriga prepara sin pausa con la esperanza de que el enfermo acepte un par de cucharadas; o, en fin, en la tina siempre tibia que mantiene José Palacios, por si Su Excelencia quisiese tomar un baño.

Tales hechos, intrascendentes si se observan desde la atalaya de lo heroico, desde la cercanía afectiva que la novela explota con maestría sirven para realzar la dimensión humana del Libertador en su hora más menguada. Para ello el narrador ha rodeado a Bolívar de varios personajes que, como la joven esclava Joaquina, ignoran o entrevén apenas la trascendencia militar y política del enfermo.

Goñi ha rearmado el relato de la agonía y muerte del Libertador con un realismo que oculta toda estratagema narrativa y cumple a cabalidad con la propuesta de Ole Sauerberg: “Las novelas históricas pretenden que el lector acepte su narrativa como más veraz que un texto basado en los áridos hechos de la historia, afirmando que el embellecimiento dramático y las conjeturas producidas por la imaginación del novelista llenan los vacíos de nuestro conocimiento acerca del pasado y le hacen cobrar vida”.

Todo llevará su nombre es una aproximación inédita a Simón Bolívar; una lectura que merece estar disponible en cada biblioteca y en cada escuela; una vía para acercar a los lectores a un Libertador palpable e intensamente humano.

Guía para construir una abuela

Siendo un libro con muchas aristas, Victoire, la madre de mi madre de Maryse Condé es, sobretodo, una biografía amorosa, que se despliega a los ojos del lector a través de múltiples recursos literarios. La obra reconstruye una sociedad colonial llena de prejuicios y discriminación. Ilustrado todo con una profusión de palabras en creole y con la presencia de un curioso archivo gastronómico.

Nunca ha dejado de sorprenderme la alegría con la que ciertos grupos familiares acostumbran a rememorar los acontecimientos pasados, cual si de un viaje en el tiempo se tratara. Traen al presente hechos y personajes y se regocijan entre ellos como si estuvieran vistiendo un traje nuevo.

Esa misma impresión se tiene al leer Victoire, la madre de mi madre. Se puede muy bien entrar a la novela e imaginarse una reunión de parientes sentados en círculo contándose, por enésima vez, historias de su propia familia que ya todos conocen.

Hay algo de magia y de ritual en ese revivir la historia familiar, como si fuese indispensable para afirmarse como linaje, más allá de ulteriores coincidencias con los integrantes de la comunidad a la que pertenecen.

Por esa vía, Maryse Condé logra un discurso de una engañosa simplicidad, que se mantiene hasta la última página en el filo de la navaja entre la biografía y la novela. En lo atinente a lo biográfico, no se inhibe a la hora de exponer sus fuentes documentales, hacer público el proceso de investigación que sustenta su relato, o dirigirse al lector para hablarle desde una primera persona que desborda el artificio literario para anclarse en el acto de recordar. Una evocación que es también artificio, puesto que la nieta que escribe confiesa que nunca conoció a esa abuela que arma, a lo largo del libro, como si fuera un rompecabezas.

Si llega a fallar lo biográfico, aun queda la literatura. No en balde, esa misma voz narradora, que nos ha convencido hasta aquí de su verismo, no se arredra ni se silencia cuando le faltan fuentes documentales: “…no me queda más remedio que imaginar”, confiesa; no como quien reconoce una carencia, sino como quien asume un reto que la libera de la rigidez histórica.

De ese imaginar surge la figura de la abuela, experta en guardar silencio y en deslumbrar con sus guisos. Un ser ideal que le sirve a la autora, entre otras cosas, para hacer un paralelismo entre el talento culinario, considerado como un arte, y su propia experiencia como escritora. “En estas páginas pretendo revindicar el legado de una mujer que, aparentemente, no dejó ninguno. Establecer el nexo entre su creatividad y la mía. Conectar los sabores, colores y aromas de las carnes o las verduras con los sabores, colores y aromas de las palabras.”

El vehículo para engendrar al personaje de la abuela es una prosa que se tiñe, una y otra vez, con frases en creole; con ellas, la narradora crea un halo de identidad al tiempo que introduce costumbres, creencias, personajes, elementos culinarios y cualquier otro indicio de una forma de vida y de una cultura que se debate en las contradicciones propias de su pasado de colonización, esclavitud, y la consiguiente desigualdad.

Todo gracias a un personaje que se describe como anodino, silencioso, poco menos que inexistente: la abuela Victoire.

Así pues, al salir de la novela, el lector se habrá paseado por un colectivo signado por las diferencias sociales y raciales. La voz que narra toma una distancia crítica y juzga la constitución de una sociedad que, viniendo del esclavismo, atraviesa ahora un conflicto de clases que no se resuelve en la simple división entre blancos y negros.

Victoire… es una novela en la que resulta difícil, por no decir imposible, mantener la diferencia entre autor y narrador que establece la teoría literaria. Muy por el contrario, Maryse Condé habla con voz propia para distanciarse o ridiculizar todo lo que ve y cuenta, incluidos sus padres, obsesionados con la esperanza de integrarse a esa clase social y política, llamada los Grandes Negros. Nuevos ricos quienes, en el intento por diferenciarse de los odiados blancos hasta ayer esclavistas, no hacen otra cosa que imitarlos.

Un ciclón escrito para Henry Morgan

Azúcar negro es una novela literalmente llena de tesoros.

El primero de ellos es, sin dudas, el lenguaje de su autor, Miguel Bonnefoy. Se trata de un lenguaje torrencial, tumultuoso, barroco. Un verdadero ciclón de palabras que al escritor le vienen con una inusitada facilidad. Le ocurre lo mismo en el discurso oral. Pareciera no poder hablar sin incluir imágenes, símiles, metáforas que se atropellan unas tras otra y apuntan siempre a la desmesura.

No hay personajes ni acontecimientos “normales” en esta novela. Hay, sí, la clara intención de magnificar, para que hasta el más pequeño de los eventos sea percibido como un hecho salido de madre, que va más allá de lo natural, de lo racionalmente aceptable.

Y llegados aquí, es inevitable pensar que el escritor se mete a conciencia en las aguas de lo real maravilloso, de esa concepción del trópico, de Latinoamérica y, en especial, del Caribe donde lo inusual es lo cotidiano, al decir de Alejo Carpentier.

El asunto no deja de llamar la atención porque, en general, ya no se escribe así por estos lados. Verdad es que en algunas novelas donde se abordan eventos históricos —entre más alejados en el tiempo, mejor— aún surge con frecuencia una mirada exótica rastreable hasta los cronistas de indias. No es menos cierto, sin embargo, que el lenguaje de tales novelas se ha atemperado y ya no suele fantasear con el Barroco.

Pero para Miguel Bonnefoy, la condición maravillosa que se le endilga al Caribe sigue siendo una tentación que no puede evadir. No en balde su última novela, El sueño del jaguar, abre con una cita de William Ospina que reza al pie de la letra: “En el norte está la razón que estudia la lluvia, que descifra el relámpago. En el sur está la danza que genera la lluvia, que inventa el relámpago.”

A pesar de ello, en El sueño del jaguar es notorio cómo el lenguaje refrena lo torrencial y se hace más mesurado, aunque en ningún momento renuncia a lo extraño, lo desmesurado, lo grotesco, en fin, a la hipérbole.

El segundo tesoro es un legado del pirata Morgan. Bonnefoy comienza Azúcar negro recuperando algo de la tradición caribeña de la piratería. Este primer capítulo de la novela se ubica en una época muy anterior al resto y sirve para sembrar las claves que orientarán la anécdota en lo sucesivo. La distancia temporal le permite al narrador desentenderse de todo intento de verosimilitud para hundirse en la más descarnada fantasía. Le da pie, además, para aludir a ciertos episodios de piratería asociados con Maracaibo, ciudad de donde procede su familia materna, invadida en varias ocasiones por los filibusteros, entre ellos Alexandre Olivier Exquemelin, mejor conocido como El Olonés, alrededor de cuya figura se ha tejido una nutrida leyenda.

Una vez sembrado el señuelo del botín oculto del pirata Morgan, el narrador puede dedicarse a un tratamiento mucho más alegórico del concepto de riqueza y de las vías por las cuales se accede a ella. De este modo, el libro se ofrece para una lectura orientada a lo sociohistórico y que apunta en especial a Venezuela. En esa lectura desfila el tercer tesoro, el petróleo concebido como riqueza fácil, equiparado con el botín de Morgan. Ambos tesoros se contraponen al trabajo productivo, que en la novela se ejemplifica con el cultivo de la caña de azúcar y su posibilidades industriales.

Una vez llegados aquí, puede decirse que la novela ha desvelado sus secretos. El lector se encuentra ahora frente a la reformulación novelada de la parte de nuestra historia que se inicia con el descubrimiento del oro negro; esa historia que se ha debatido, a lo largo de décadas, entre la monoproducción y la esperanza de utilizar los recursos de la explotación petrolera para ampliar la base productiva del país.

Resulta interesante escuchar al propio Bonnefoy citar, en una entrevista, a Arturo Uslar Pietri y su propuesta de sembrar el petróleo. A pesar de tan consciente inclusión de elementos que apuntan a una interpretación cerrada de la historia, el escritor tiene éxito en dotar a su escrito de un carácter aventuresco que a la vez recuerda y enriquece la leyenda latinoamericana de la piratería, haciéndola, eso sí, mas compleja e incluyente.

Solo Bernarda pacifica al general

Francisco Suniaga sabe echar un cuento; maneja un lenguaje profuso sin excesos; lo usa con una fluidez que lleva al lector con placidez de una página a otra; y mantiene una tensión narrativa que hace difícil despegarse de la historia.

Suniaga, más que hechos, suele contar ideas. Digo contar y no exponer porque una parte medular de su trabajo consiste en disponer un escenario para que los personajes desplieguen su interpretación de los acontecimientos, sus creencias políticas e, incluso, su filosofía de la vida; todo sin que se pierda la dinámica propia de una anécdota concreta.

 Suniaga se decanta por esta forma de narrar a partir de su segunda novela El pasajero de Truman, en la que expone su visión de Venezuela al momento de la malograda candidatura presidencial de Diógenes Escalante. Antes había escrito unas magistrales crónicas sobre la isla de Margarita y una novela negra, que para nada anunciaban su posterior evolución.

Tanto El pasajero de Truman, como El Pacificador, su última novela, encajan a la perfección en la categoría de novelas históricas, pero más allá de eso, son también novelas de tesis, un poco al estilo de Rómulo Gallegos; obras en la que se puede percibir la interpretación de la historia del propio autor y su proyección al presente.

 El Pacificador reposa sobre una galería de conceptos políticos. No en balde, toda la novela es una reflexión acerca de la conquista, la colonia y, en particular, el período independentista.

Tal la razón por la cual en una novela que comprende un período lleno de eventos bélicos, con las consiguientes movilizaciones de tropas, batallas, negociaciones y conciliábulos, la parte gruesa del relato se nutre de discursos analíticos, reflexivos, o memoriosos. Ello da pie, claro está, a la emisión de juicios sobre todos los aspectos y personajes de la etapa independentista, de donde sale, sin mucha ambigüedad, una posición del autor acerca de aquellos acontecimientos.

En esta novela, el narrador asume el reto de presentar la gesta independentista desde la óptica de un militar español, Pablo Morillo, de quien se nos dice, desde la primera línea, que se trata de un personaje honesto y lleno de buenas intenciones. Opinión, por cierto, con la que ya hace mucho difiría Rafael María Baralt, quien calificó a Morillo de ser “duro y cruel por sistema más que por inclinación (…) Lo que le hacía mayormente temible era su profunda ignorancia en todas las materias…”.

En esta visión de la guerra desde la perspectiva de un español, quizás demasiado inclinada a atenuar la violencia ejercida por la metrópolis, resalta la abundancia de juicios negativos y maledicentes acerca de Simón Bolívar; algo que se mantiene a todo lo largo de la novela, salvo en los dos capítulos finales. Por momentos, resulta difícil determinar si tal visión negativa responde al mero trabajo de construcción del personaje, o si por allí se filtra la particular visión del escritor, siempre interesado en sugerir la identidad entre lo que él concibe como caudillos del pasado y del presente.

En esta misma dirección, Suniaga incluye la figura de Francisco de Miranda como una especie de corifeo que comenta, interpreta y profetiza, en el último párrafo de cada capítulo, los eventos de la guerra de independencia, con una visión bastante negativa y distanciada de la de los rebeldes independentistas.

 Atrapado por la historia, parecería que, por momentos, Suniaga hubiese sido incapaz de deslindar lo pertinente de los subsidiario al armar su anécdota. No son pocos los capítulos que abundan en digresiones acerca de acontecimientos secundarios, que alargan sin necesidad la obra. Aunque no abundan, vale la pena resaltar los pocos episodios en los que Suniaga se permite abandonar la rigurosidad del discurso histórico para narrar, con una poética de sugestión, los encuentros eróticos entre el general español y su amante Bernarda, una bella mulata que sirve de bálsamo a los peores momentos, físicos o morales, de Pablo Morillo. Esas pocas líneas son también un respiro para el lector, que puede alejarse momentáneamente del rigor analítico para mirarse en el brillo untuoso de la piel de Bernarda.