Un ciclón escrito para Henry Morgan

Azúcar negro es una novela literalmente llena de tesoros.

El primero de ellos es, sin dudas, el lenguaje de su autor, Miguel Bonnefoy. Se trata de un lenguaje torrencial, tumultuoso, barroco. Un verdadero ciclón de palabras que al escritor le vienen con una inusitada facilidad. Le ocurre lo mismo en el discurso oral. Pareciera no poder hablar sin incluir imágenes, símiles, metáforas que se atropellan unas tras otra y apuntan siempre a la desmesura.

No hay personajes ni acontecimientos “normales” en esta novela. Hay, sí, la clara intención de magnificar, para que hasta el más pequeño de los eventos sea percibido como un hecho salido de madre, que va más allá de lo natural, de lo racionalmente aceptable.

Y llegados aquí, es inevitable pensar que el escritor se mete a conciencia en las aguas de lo real maravilloso, de esa concepción del trópico, de Latinoamérica y, en especial, del Caribe donde lo inusual es lo cotidiano, al decir de Alejo Carpentier.

El asunto no deja de llamar la atención porque, en general, ya no se escribe así por estos lados. Verdad es que en algunas novelas donde se abordan eventos históricos —entre más alejados en el tiempo, mejor— aún surge con frecuencia una mirada exótica rastreable hasta los cronistas de indias. No es menos cierto, sin embargo, que el lenguaje de tales novelas se ha atemperado y ya no suele fantasear con el Barroco.

Pero para Miguel Bonnefoy, la condición maravillosa que se le endilga al Caribe sigue siendo una tentación que no puede evadir. No en balde su última novela, El sueño del jaguar, abre con una cita de William Ospina que reza al pie de la letra: “En el norte está la razón que estudia la lluvia, que descifra el relámpago. En el sur está la danza que genera la lluvia, que inventa el relámpago.”

A pesar de ello, en El sueño del jaguar es notorio cómo el lenguaje refrena lo torrencial y se hace más mesurado, aunque en ningún momento renuncia a lo extraño, lo desmesurado, lo grotesco, en fin, a la hipérbole.

El segundo tesoro es un legado del pirata Morgan. Bonnefoy comienza Azúcar negro recuperando algo de la tradición caribeña de la piratería. Este primer capítulo de la novela se ubica en una época muy anterior al resto y sirve para sembrar las claves que orientarán la anécdota en lo sucesivo. La distancia temporal le permite al narrador desentenderse de todo intento de verosimilitud para hundirse en la más descarnada fantasía. Le da pie, además, para aludir a ciertos episodios de piratería asociados con Maracaibo, ciudad de donde procede su familia materna, invadida en varias ocasiones por los filibusteros, entre ellos Alexandre Olivier Exquemelin, mejor conocido como El Olonés, alrededor de cuya figura se ha tejido una nutrida leyenda.

Una vez sembrado el señuelo del botín oculto del pirata Morgan, el narrador puede dedicarse a un tratamiento mucho más alegórico del concepto de riqueza y de las vías por las cuales se accede a ella. De este modo, el libro se ofrece para una lectura orientada a lo sociohistórico y que apunta en especial a Venezuela. En esa lectura desfila el tercer tesoro, el petróleo concebido como riqueza fácil, equiparado con el botín de Morgan. Ambos tesoros se contraponen al trabajo productivo, que en la novela se ejemplifica con el cultivo de la caña de azúcar y su posibilidades industriales.

Una vez llegados aquí, puede decirse que la novela ha desvelado sus secretos. El lector se encuentra ahora frente a la reformulación novelada de la parte de nuestra historia que se inicia con el descubrimiento del oro negro; esa historia que se ha debatido, a lo largo de décadas, entre la monoproducción y la esperanza de utilizar los recursos de la explotación petrolera para ampliar la base productiva del país.

Resulta interesante escuchar al propio Bonnefoy citar, en una entrevista, a Arturo Uslar Pietri y su propuesta de sembrar el petróleo. A pesar de tan consciente inclusión de elementos que apuntan a una interpretación cerrada de la historia, el escritor tiene éxito en dotar a su escrito de un carácter aventuresco que a la vez recuerda y enriquece la leyenda latinoamericana de la piratería, haciéndola, eso sí, mas compleja e incluyente.

Solo Bernarda pacifica al general

Francisco Suniaga sabe echar un cuento; maneja un lenguaje profuso sin excesos; lo usa con una fluidez que lleva al lector con placidez de una página a otra; y mantiene una tensión narrativa que hace difícil despegarse de la historia.

Suniaga, más que hechos, suele contar ideas. Digo contar y no exponer porque una parte medular de su trabajo consiste en disponer un escenario para que los personajes desplieguen su interpretación de los acontecimientos, sus creencias políticas e, incluso, su filosofía de la vida; todo sin que se pierda la dinámica propia de una anécdota concreta.

 Suniaga se decanta por esta forma de narrar a partir de su segunda novela El pasajero de Truman, en la que expone su visión de Venezuela al momento de la malograda candidatura presidencial de Diógenes Escalante. Antes había escrito unas magistrales crónicas sobre la isla de Margarita y una novela negra, que para nada anunciaban su posterior evolución.

Tanto El pasajero de Truman, como El Pacificador, su última novela, encajan a la perfección en la categoría de novelas históricas, pero más allá de eso, son también novelas de tesis, un poco al estilo de Rómulo Gallegos; obras en la que se puede percibir la interpretación de la historia del propio autor y su proyección al presente.

 El Pacificador reposa sobre una galería de conceptos políticos. No en balde, toda la novela es una reflexión acerca de la conquista, la colonia y, en particular, el período independentista.

Tal la razón por la cual en una novela que comprende un período lleno de eventos bélicos, con las consiguientes movilizaciones de tropas, batallas, negociaciones y conciliábulos, la parte gruesa del relato se nutre de discursos analíticos, reflexivos, o memoriosos. Ello da pie, claro está, a la emisión de juicios sobre todos los aspectos y personajes de la etapa independentista, de donde sale, sin mucha ambigüedad, una posición del autor acerca de aquellos acontecimientos.

En esta novela, el narrador asume el reto de presentar la gesta independentista desde la óptica de un militar español, Pablo Morillo, de quien se nos dice, desde la primera línea, que se trata de un personaje honesto y lleno de buenas intenciones. Opinión, por cierto, con la que ya hace mucho difiría Rafael María Baralt, quien calificó a Morillo de ser “duro y cruel por sistema más que por inclinación (…) Lo que le hacía mayormente temible era su profunda ignorancia en todas las materias…”.

En esta visión de la guerra desde la perspectiva de un español, quizás demasiado inclinada a atenuar la violencia ejercida por la metrópolis, resalta la abundancia de juicios negativos y maledicentes acerca de Simón Bolívar; algo que se mantiene a todo lo largo de la novela, salvo en los dos capítulos finales. Por momentos, resulta difícil determinar si tal visión negativa responde al mero trabajo de construcción del personaje, o si por allí se filtra la particular visión del escritor, siempre interesado en sugerir la identidad entre lo que él concibe como caudillos del pasado y del presente.

En esta misma dirección, Suniaga incluye la figura de Francisco de Miranda como una especie de corifeo que comenta, interpreta y profetiza, en el último párrafo de cada capítulo, los eventos de la guerra de independencia, con una visión bastante negativa y distanciada de la de los rebeldes independentistas.

 Atrapado por la historia, parecería que, por momentos, Suniaga hubiese sido incapaz de deslindar lo pertinente de los subsidiario al armar su anécdota. No son pocos los capítulos que abundan en digresiones acerca de acontecimientos secundarios, que alargan sin necesidad la obra. Aunque no abundan, vale la pena resaltar los pocos episodios en los que Suniaga se permite abandonar la rigurosidad del discurso histórico para narrar, con una poética de sugestión, los encuentros eróticos entre el general español y su amante Bernarda, una bella mulata que sirve de bálsamo a los peores momentos, físicos o morales, de Pablo Morillo. Esas pocas líneas son también un respiro para el lector, que puede alejarse momentáneamente del rigor analítico para mirarse en el brillo untuoso de la piel de Bernarda.

Esa antiquísima historia actual

Solo podemos escribir desde nuestro tiempo y desde lo que somos en tanto individuos y sociedad. Por tal razón, lo que llamamos novela histórica guarda siempre una estrecha relación con la época de su autor.

Marco Aurelio y los límites del imperio de Pablo Montoya no escapa de esa norma. Es verdad que se ocupa del emperador romano autor de Meditaciones; es cierto también que, al menos en apariencia, recorre todas las etapas de la vida del personaje; que explora sus ideas y su inclinación estoica; que recuenta los afanes como gobernante; sus íntimas contradicciones con el rol que le tocó desempeñar; y, en fin, su poca afición por la guerra. Muy a pesar de tanto arraigo en lo histórico, la novela parece estar dominada por un inocultable afán de proyectarse hacia el presente.

Montoya ha declarado que escribió la novela en tiempos de pandemia. No es casual, entonces, que la peste sea una presencia constante a lo largo de todo el relato. Este solo elemento sirve para insertar el tiempo remoto del Imperio Romano en nuestro propio tiempo y es un ardid del narrador para comenzar a establecer similitudes.

Si puede decirse que la novela es un género literario imposibilitado de evadir el ámbito político, puede decirse, con más razón, que algunas novelas son políticas incluso sin que lo parezcan o, más aún, sin que se lo haya propuesto su autor.

En este sentido, Marco Aurelio y los límites del imperio navega entre dos aguas. Se trata de una novela abierta y actualmente política, si bien finge abordar el poder solo en una época lejana a la nuestra.

El engarce entre ambas épocas es el vértigo colectivo que produce la decadencia de un imperio.

El imperio romano acosado por los bárbaros recuerda en abundancia nuestro propio tiempo. Aquellos bárbaros respondían a las mismas necesidades de los migrantes contemporáneos. “El gran problema con los bárbaros es que, atraídos por las bondades del imperio, invadían nuestras tierras (…) los empujaba el hambre y clamaban por dominios para el sembradío y la cría de animales”, dice de ellos el propio emperador.

Otro tanto podría decirse del largo dialogo del emperador con Livio Túsculo sobre el papel de la religión, y en especial del cristianismo, tema que Marco Aurelio, por cierto, no toca en sus Meditaciones. Es un guiño al lector de hoy que de los cristianos al emperador le moleste “La inclinación de los presbíteros por las mujeres y los niños. Ese continente afeminado que reinaba en sus asambleas.”

Lo lúdico no se circunscribe solo a lo político o a lo religioso. Montoya ha incluido un afectuoso homenaje a Jorge Luis Borges. Se trata de un ciego vagabundo que recorre el mundo apoyado en un bastón y acompañado de “una mujer delgada cuyo origen se ubicaba en la tierra más extrema. Allá donde residen los hombres de piel amarilla (…) La mujer era mucho más joven que él.”

Este ciego, quien tiene una particular manera de concebir el universo, parece haber leído con dos siglos de antelación “La biblioteca de Babel”, de Borges, pues asumía el universo “al modo de un intrincado asunto literario y la biblioteca, como su metáfora más elevada (…) La conformaban galerías hexagonales dueñas de anaqueles que contenían libros infinitos.”

A pesar de narrar la vida de un emperador romano dado no solo a la reflexión filosófica sino comprometido también, muy a su pesar, con la guerra, la novela se desarrolla con el tono de una crónica en la que predomina el acto reflexivo y el intento de interpretación de los acontecimientos a la luz de la filosofía estoica. No hay en el escrito fruición por lo épico, incluso cuando de batallas se trata, ni descripción alguna de variados aspectos centrales de la vida humana, como el erotismo y el sexo.

Marco Aurelio y los límites del imperio expone, un código de conducta del individuo con respecto a sí mismo, a los demás y, en general, hacia el universo. Y, por medio de las reflexiones de un emperador culto y sensible, provee una visión del poder ampliamente humanista que desborda la época del relato e invade, sin excesivo disimulo, nuestra contemporaneidad.

Alegoría del gallo y el silencio

Se dice que Hernán Cortés, antes de quemar las naves, salvó de ellas sus armas y sus gallos. Aunque el dato no está confirmado, puede dar una idea bastante precisa de cuándo inició el furor por las peleas de gallos en nuestro continente. Ese mismo entusiasmo habrá privado en Luis Lira Ochoa para hacer de este animal el protagonista de su novela Pluma negra.

Que Luis Lira haya elegido el gallo como elemento central de su relato debe considerarse de alto riesgo. Al fin y al cabo, se trata de un ser cargado de tan nutrido simbolismo que ha hecho posible que, a lo largo de siglos, el arte y la literatura hayan explotado su presencia representándolo de muy diversas manera y adjudicándole una casi infinita variedad de significados e interpretaciones.

Tal parece que Colón no traía gallos en su primera expedición, pero cuando le toca dar cuenta del colorido de los peces que encontró a su llegada a La Española, no dio con mejor referente, al describirlos para sus reyes, que el colorido plumaje de los gallos. De allí en adelante, cronistas, novelistas y poetas no se dieron descanso a la hora de hacerlos parte de sus creaciones.

Sus incontables simbolismos, en especial el que lo asocia con el sol, ha hecho del gallo un motivo  que se repite una y otra vez en la poesía. En Venezuela, contamos como los maravillosos versos de Ramón Palomares en su poema “El sol”: “Andaba el sol muy alto como un gallo / brillando brillando”.

De la presencia del gallo en la narrativa latinoamericana tenemos un ejemplo que se ha  popularizado gracias a la adaptación televisiva de Cien años de soledad en Netflix. La larga anécdotade esa novela tiene como punto de partida una pelea de gallos, después de la cual José Arcadio Buen día asesina a Prudencio Aguilar.

En una función recurrente en la narrativa, el gallo encarna la esperanza de salir de la miseria. Sucede con José Gabino en el cuento de Uslar Pietri titulado, precisamente, “El gallo”. Pero  José Gabino tiene todo en contra: el gallo es robado, no lleva encima un centavo que le sirva para apostar y tiene además la certeza de que será reconocido como ladrón si se atreve a presentarse en la gallera. Su única ganancia, al final, es comerse el gallo.

Con todos esos antecedentes, y muchos otros que sería largo enumerar, queda claro que Lira Ochoa ingresaba en aguas movedizas cuando decidió escribir Pluma negra.

Su primer hallazgo, literariamente hablando, es hacer del gallo una presencia absoluta que se mantiene sin mengua a lo largo de toda la obra. No hay capítulo de Pluma negra donde el gallo no aparezca y no tenga, además, un rol esencial en la conducción de la anécdota. Dicho de otro modo, no se trata de una presencia transitoria, anecdótica o momentánea, sino que el animal, representado por una verdadera cuerda de gallos, se convierte en eje vertebral de los distintos acontecimientos que nutren la historia.

Esa presencia constante tiene, además, características particulares. Por ejemplo, no se trata de animismo, es decir, de personajes que asumen la forma de anímales pero siguen siendo humanos en cuanto a sus capacidades de expresión, desempeño y psicología. Los gallos de Pluma negra son simplemente gallos y no otra cosa.

Los gallos son el repositorio de todas las pasiones y de toda la violencia que esas pasiones son capaces de generar. Más allá de los múltiples antagonismos sobre los cuales se mueven los personajes, lo cierto es que toda violencia se transpone a las peleas de gallos; así como toda contradicción propia del andamiaje social descrito en  la novela parece afianzarse o resolverse solo el redondel de la gallera.

Pero, a pesar de que la existencia de los gallos parecería transcurrir en paralelo a la de los humanos, lo cierto es que en Pluma negra estos animales por un lado acarrean y por el otro hacen viable el desarrollo de los acontecimientos entre humanosque conforman la trama de la novela.

Los conflictos amorosos, las diferencias sociales y económicas o las estrategias de expoliación de las  petroleras, todo se filtra a través del mundo  catártico  del gallo, lo que parece prevenir una siempre inminente violencia social.

Historia de la muerte y la ceniza

La forma y el tono de la novela policial depende de quien sea el detective, ese personaje que a lo largo del tiempo se ha revestido de ciertas características que, al repetirse de un autor a otro, han terminado por conformar un arquetipo perfectamente reconocible, que los lectores esperan encontrar en cuanta novela les cae en las manos.

Si tal es el caso del lector, cabe esperar que el dilema del escritor sea el opuesto: imaginar, y crear, un detective que escape de esa especie de molde prefabricado al construir su personaje.

Puede decirse que Pablo De Santis juega fuerte en La cabalgata de las valquirias a la hora de crear a su comisario, Conrado Nebra, a quien envían a investigar un crimen en un remoto poblado. Personaje mucho más humano que ese arquetipo imperturbable de la novela policial, Nebra se descubre agudo, pero sin aires de infalibilidad; acosado por la figura de un padre que predica un modelo de conducta poco acorde con sus propios criterios; atado a una vida carente de cualquier rasgo épico; y con una relación adversa con el resto de los personajes. Conrado Nebra termina así por encarnar a un ser humano cuya normalidad despierta, a un tiempo, admiración, simpatía y, por momentos, una compasión solidaria hacia alguien atrapado en su circunstancia.

Esa conformación poco ortodoxa del detective está ligada, ¿cómo no?, a una particular concepción del crimen.

Alejada de todo maniqueísmo, La cabalgata de las valquirias carece tanto de malvados como de inocentes absolutos, lo que da a la trama una inesperada y a la vez sorprendente complejidad.

El narrador, es decir, el propio comisario, expresa su experiencia con el crimen con lo que parece una reflexión filosófica sobre la condición humana: “…se busca la encarnación del mal y solo se obtiene la estupidez, el sinsentido y la locura.”

La estupidez, el sinsentido y la locura le abren paso a la ironía que ocupa un lugar de privilegio en muchas de las páginas de esta novela. La propia historia resulta irónica, dado que los supuestos criminales parecen estar guiados por lo que ellos mismos, y no pocos de quienes los rodean, conciben como propósitos nobles.

La ironía, además, suele estar presente en los diálogos. A través de ellos se deja claro el modo como los individuos se relacionan a lo largo de la novela, a la vez que se pone en evidencia una ominosa hostilidad entre los humanos y de parte del propio ambiente en el que se desarrolla la historia.

Diálogos cortantes que muestran, sin que medien explicaciones, una omnipresente antipatía:

“—¿Usted va al acto de la biblioteca, Valeri?

—No. Le cedo la dosis de color local que me corresponde a los visitantes ilustres como usted.”

La propensión a la intertextualidad propia de la novela contemporánea, y que con tanta frecuencia se hace presente en estos tiempos, es común en esta obra de De Santis. Abundan en La cabalgata de las valquirias las referencias a otros textos. Así, por ejemplo, la alusión a Hansel y Gretel, el cuento recopilado por los hermanos Grimm, le sirve al narrador para hacer una breve reflexión sobre los elementos y la estructura de las narraciones infantiles, género que él mismo cultiva.

La intertextualidad sirve también para hacer conexiones tangenciales con otros autores de novela policial; alusiones de las cuales, como lectores, sospecharemos que se trata de las preferencias literarias del propio autor.

Las referencias a otros libros sirven, finalmente, para desdecir del carácter fidedigno de ese armado de mentiras que suele ser la novela.

Al indagar sobre la víctima el comisario pregunta:

“—¿Leía libros?

—Leía el diario. Algún libro de historia o biografías. No le gustaban las novelas. Quería leer cosas que fueran verdad.” Con esos elementos que la individualizan, La cabalgata de las valquirias adquiere una real autonomía de vuelo en el mundo de la novela policial. Añádase una anécdota que se complica justo cuando el lector cree haber encontrado la salida del laberinto; un lenguaje lleno de reflexiones cargadas de cinismo y no poco humor, que le dan densidad a todo el relato; y, en fin, una lectura agradable y seductora que fluye sin tropiezos hasta la última página.

Una doña múltiple e inacabable

Doña Bárbara es una novela que parece renovarse a medida que pasa el tiempo; un texto clásico que no ahorra sorpresas con cada nueva lectura.

Decía Octavio Paz que clásico es aquel escritor que agota las posibilidades expresivas de la lengua en su momento histórico. Agotar la lengua se traduce en múltiples niveles de lectura y de comprensión que alargan de manera indefinida la capacidad de una obra para ser interpretada.

La lectura que tradicionalmente se ha hecho de Doña Bárbara apunta al enfrentamiento entre civilización y barbarie. Intelectual perteneciente a una época que mantenía vivo el espíritu del Positivismo, es natural que Rómulo Gallegos creyera con firmeza en el poder de la razón para desarrollar la sociedad venezolana.

Su idea de civilización se afinca en una inamovible fe en el poder de la ley. Tan sólida es esa fe, que pasa por encima de la corrupción de un Jefe Civil como Ño Pernalete o el oportunismo y lo pusilánime de un secretario como Mujiquita.

Gallegos concibe la ley de un modo enteramente esencialista. Vale por sí misma, más allá de las condiciones concretas en las que deba aplicarse o de quienes sean los encargados de hacerla cumplir. Se trata de una especie de poder invisible que impacta con ímpetu en quienes detentan el poder real del latifundio, en ese llano dejado de la mano de Dios donde se desarrolla la novela.

El halo de cosa incuestionable y eficiente es el motivo por el cual personajes como doña Bárbara o Mr. Danger, a pesar de manejar a su antojo al Jefe Civil, no desestiman la posibilidad de que se les aplique esa Ley, con mayúsculas, con la que los amenaza Santos Luzardo.

Para validar aún más la fuerza civilizadora de la ley, Gallegos hace que dude de ella nada menos que el propio Santos Luzardo, quien ha regresado a su llano natal con lo jurídico como estandarte. Como un Cristo crucificado, que a ratos siente que su padre le ha abandonado, Santos Luzardo deserta de su fe en la ley y abraza momentáneamente los mismos métodos de sus enemigos, encarnación de la barbarie.

Esa duda vale, en realidad, para reforzar la validez de la civilidad. No es un detalle menor que sea un peón de Luzardo, que ahora comparte la fe del patrón, quien lo empuja de nuevo por la vía legal.

La vacilación de Santos Luzardo sirve adicionalmente para darle complejidad psicológica al personaje. De hecho, tanto Santos Luzardo como doña Bárbara se desdoblan en algún momento del relato hasta llegar a representar lo contrario del rol que parece haberles asignado inicialmente el narrador. Una prueba más del talento como novelista de Gallegos; talento que puede rastrearse en la mismísima doña Bárbara, cuyo accionar, a medida que transcurre el relato, se hace menos esquemático y más contradictorio con su personificación de la barbarie.

Para probar lo anterior, nada mejor que el capítulo final de la segunda parte de la novela. Gallegos despliega allí una extraordinaria maestría al tratar de esa entidad negativa conocida como el Socio. El lector no alcanza a saber con certeza si el diálogo allí presente sucede en la mente de doña Bárbara o si realmente hay una presencia exterior a ella que la induce al mal.

Se trata de apenas dos páginas en las que Gallegos, por un lado, roza lo fantástico al plantear la duda acerca de la existencia de lo sobrenatural; y por el otro, es capaz de hacer un abordaje respetuoso y de estricto carácter antropológico acerca de las creencias populares presentes en el llano venezolano. Él, que hasta ahora no había ahorrado el calificativo de superstición al tratar de tales creencias, en estas pocas páginas construye una semisombra en la que se actualiza el proceso interior de doña Bárbara con la sospecha nunca negada de una fuerza que desde afuera actúa sobre su alma.

Algo parecido había logrado en capítulos anteriores con los rebullones, esos pájaros premonitorios que alborotan la mente de Juan Primito. Vuelvo al inicio: cada lectura de Doña Bárbara encuentra nuevos sentidos y pone de relieve la variedad y riqueza del lenguaje del maestro, que a ratos salta, incluso, a territorios tan inesperados como lo fantástico.

Venerado órgano lleno de sangre

Preguntado acerca de su religiosidad,  Erri De Luca respondió que no era creyente y no era ateo.

Semejante paradoja es un buen punto de partida para ingresar a su novela La natura expuesta, en la que un particular concepto de lo religioso juega un papel destacado.

Uso el adjetivo destacado, y no central, porque esta novela no tiene centro. Tampoco tiene una historia, al menos no una única historia. De hecho, lo esencial en este libro es el tránsito de una conciencia cuya voz cruza espacios y momentos temporales  cual si se tratara de una saga interior, de un reconocerse frente al mundo, al que se mira siempre con suspicacia y no poca ironía.

Aunque la lectura avanza de manera armónica y secuencial, lo cierto es que no hay en esta novela una anécdota que pueda considerarse el eje de la narración. Se trata, en cambio, de un registro de acciones y eventos que pueden presentarse en simultáneo o cronológicamente organizados, aunque nada de ello subsane la sensación de caos que se apodera del lector.  

Acorde con esa estrategia narrativa,  la obra se imprime en pequeños fragmentos separados por líneas horizontales, que, si es cierto que suelen tener continuidad en lo que cuentan, no dejan de ser como pequeñas escenas más apropiadas para un guion cinematográfico.

La fragmentariedad da pie a la multiplicidad de personajes y de eventos que se suceden a lo largo del texto. Tan así, que algunos de esos eventos nunca se cierran, dando pie a escenas inconclusas y a personajes cuyo rol no se define. En ese caso,  el intento de darles significado en el contexto de la novela queda todo en manos del lector.

De la variedad de peripecias ejecutadas por el personaje narrador -conducir migrantes a través de Los Alpes o una fugaz relación amorosa a punto de terminar en tragedia- destaca la solicitud de un sacerdote de rehacer el sexo de una estatua de Cristo, cubierto con un drapeado por una mano censora. De ese encargo surge un poderoso, aunque ambiguo, misticismo por cuyo medio se expondrá una manera igualmente ambigua de abordar lo religioso. Ya sabemos que De Luca se define a sí mismo como no creyente y no ateo. Por si eso fuese insuficiente, en el texto de La natura expuesta abundan indicaciones más precisas acerca del tipo de religiosidad que concibe el narrador:

“¿Es usted creyente? —No en la divinidad, creo en algunos representantes de la especie humana. — ¿Qué entiende por sagrado? —Aquello por lo que una persona está dispuesta a morir.”

Ocurre, en el decurso de la novela,  que aquello por lo cual una persona está dispuesta a morir se asocia estrechamente con el ámbito religioso. Es el  caso del migrante musulmán que recibe con veneración un ejemplar del Corán salvado de las mismas aguas donde murieron quienes lo traían consigo: “—Es nuestro libro sagrado. Salvado de las aguas es más sagrado aún.”

Tal parece que la idea de divinidad que maneja De Luca se concreta en una fuerza misteriosa que puede o no estar asociada con algún sistema de creencias de los variados al alcance del ser humano contemporáneo.

En el caso del escultor de la estatua que requiere ser restaurada, el novelista logra un juego de espejos entre el artista y la obra que, como era de esperar, humaniza al dios y diviniza al hombre.

Una incipiente erección en el Cristo le permite al narrador profundizar en la dimensión humana de la divinidad representada, y, además, siguiendo el proceso de identificación entre el artista y la obra, dejar establecida una concepción si no sagrada, sí misteriosa del arte en sí mismo.

Si la erección responde a los espasmos del condenado que “culminan a menudo en una erección mecánica”, la posterior muerte del escultor reviste todos los visos de una búsqueda mística que incluye cambios físicos que lo habrían acercado al objeto divino.

En esta brevísima novela, que no excede las ochenta páginas, De Luca logra, mediante la fragmentariedad y la organización caótica de eventos y personajes, un discurso no solo original sino de una estimulante complejidad conceptual capaz de convocar a lectores con muy variados puntos de vista.La natura expuesta puede descargarse http://libgen.is/

Eva solo come fresas, Adán, manzanas

El regreso de Evade Pepe Alemán (1986-1953), despierta reacciones encontradas en quien la lee. A todas luces no es una novela estilísticamente cuidada. Se trata, antes bien, de un texto dedicado pura y simplemente a contar una historia, a echar el cuento, como se suele decir, y en eso se concentrael autor sin pararse mucho en preocupaciones formales.

Una vez conocida la trayectoria profesional de Alemán, es posible encontrar explicaciones para ese estilo directo, sin mucho artificio que utiliza en su novela.  Alemán fue humorista y periodista. De hecho, a todo lo largo de El regreso de Eva es posible percibir, por parte del propio narrador, un halo de burla, de descreimiento con relación a lo que cuenta. En todo caso se trata de un relato que no pierde nunca su anclaje en una realidad que en mucho contradice los eventos que se narran. En esa realidad se incluyen los no siempre avanzados criterios del narrador.Hay, sin embargo, una ración continua de ironía que el lector consume sin mayor esfuerzo y que, en cierto modo, desdice de los eventos en el mismo instante en que son narrados.

Un buen ejemplo es lo que podría interpretarse como un voto a favor de la igualdad de las mujeres; un fantástico feminismo que les da todo el control de la sociedad y que como contrapartida disminuye el rol de los hombres hasta casi hacerlos desaparecer. Una verdadera sociedad de amazonas, según lo dejó establecido el mito griego.

Pero, como no podía ser de otra forma, el narrador no tiene empacho en intervenir cada vez que lo considere conveniente en el hilo de la narración para matizar o, mejor, para desmitificar con sus ironías la fe que el lector hayapuesto en esa sociedad distópica.

Como si de un Pirandello del trópico se tratara, en El regreso de Eva no son los personajes quienes se dirigen al director de la pieza teatral, sino los propios lectores quienes cuestionan la verosimilitud de lo que el señor Alemáncuenta.

“(Una Lectora: —Describir eso así es una grosería, una chacota de mal gusto, señor Alemán. Ustedes no pierden oportunidades de zaherirnos. 
El Autor: —Pero, señorita, yo… La
Lectora: —Usted es un necio. 
El Autor: —Para servir a usted)”.

De ese modo, y casi como si fuera un accidente, Alemánintroduce técnicas narrativas que le dan a su texto una inesperada vigencia.

Su visión futurista se basa en una organización social regida por mujeres, como ya se dijo, además de unos adelantos tecnológicos que, como suele suceder, sorprenden a vecespor su semejanza con algunos de los chécheres tecnólogicosque nos son tan familiares hoy.

El regreso de Eva no pierde en ningún momento su carácter de sátira social. En una época en la que las restricciones morales a ciertos temas limitaban grandemente las posibilidades de los escritores, resulta interesante y divertido ver como Alemán explota una variedad de recursos verbales y de estilo para referirse a la manzana prohibida.

En ese camino de explicar cómo nacen los niños, el autor intercala un relato que se aleja espacial y temporalmente del eje de su anécdota. Y aunque ese tipo de distracción suele considerarse una ruptura en la continuidad de la historia, en este caso cumple a cabalidad la función de aclarar qué cosa sea el sexo sin aludir en realidad a él.

Hay en esta novela una curiosa coincidencia: una potencia extranjera impone un embargo sobre este país dirigido por mujeres que, por cierto, nunca se identifica por su nombre. Pero no solo establece el embargo del producto que allí se fabrica sino que el “Decreto advierte a otros gobiernos (que en) caso de suplirles alguna porción del producto, sufrirán igual suerte”. Se entiende aquí que en 1933 los venezolanos, y en especial los humoristas, tenían muy claro cómo opera el imperialismo.

El regreso de Eva es una lectura divertida en la que, si el lector no encuentra grandes propuestas desde el punto de vista estético, puede no solo disfrutar de un cuento que mantiene su interés, sino que calibrará, además, las ingeniosas piruetas verbales del narrador para abordar algunos temas en su momento muy polémicos, si no es que definitivamente prohibidos.

La literatura es un arma cargada de misterio

Que en La última vez el tema de la novela sea la propia literatura  y que no resulte un fastidio intelectualoide es una inesperada sorpresa; pero que, además, el personaje principal sea un crítico literario arropado con el abrigo de un investigador privado raya en la extrema originalidad o en la extrema rareza.

Los críticos literarios están en el mundo no para ser personajes novelescos sino para ser menospreciados por los autores de esas novelas. Al fin y al cabo, constituyen una fauna que vive vicariamente de lo que otros escriben. No les falta razón a los ofendidos  literatos  cuando a una opinión que denigra de su obra responden desafiantes que la perfecta crítica literaria sería escribir un texto superior, en calidad estética, al despachado por el crítico.

En La última vez, el argentino Guillermo Martínez revierte una parte de tan prejuiciados conceptos y elige como protagonista de su novela a un crítico literario joven y brillante,  admirado y temido por quienes a un tiempo anhelan y se horrorizan frente a la posibilidad de que ese joven se ocupe de sus obras, pues “lo extraordinario en Merton, -nombre del joven crítico-  era que siempre decía la verdad íntegra, la verdad imperturbable”.

La contraparte de Merton, es un moribundo escritor que, contraviniendo el lugar común sobre los críticos y la crítica, anhela que ese acucioso lector no solo se ocupe de su obra, sino que sea capaz de descubrir en ella lo que nadie, según él, ha logrado descubrir hasta ahora. Sin temor  a los simbolismos, Guillermo Martínez nombra a este personaje con una económica, pero sugerente letra A.

La novela soporta sin sobresaltos ser leída con el punto de mira que al lector más le interese. Tocada con elementos de  novela policial, aunque no haya crimen, pero sí misterio -como lo deja asentado el propio autor en alguna entrevista- el relato se presta bien a ese adelantarse a los acontecimientos en busca de resolver el enigma, tan propio de los lectores de novela negra.

En este caso, lo policial parece encarnarse en dos búsquedas paralelas: la primera concierne al supuesto misterio no desvelado en la obra de A; la segunda se interna en los meandros del oficio literario como territorio de la vanidad, de la competencia e incluso de lo patológico.

El lector puede también enfocarse en las aventuras eróticas del atareado crítico, quien a lo largo del texto demuestra que le sobra tiempo para ocuparse en simultáneo del corpus literario y de los cuerpos que lo rodean.

En lo que a mí respecta, elijo quedarme con esa especie de repaso del mundo de la creación literaria que campea en cada página de La última vez y que no ahorra en ironía. Por sus páginas desfilan el tan hipertrofiado como inseguro ego de los escritores; el rol determinante, aunque no siempre evidente, de los agentes literarios; y la oculta mano de la industria editorial que, además de  decidir qué se publica o qué no, impone a los autores reglas, temas y condiciones.

Una de las presencias más llamativas de esa panorámica es la apenas oculta de Carmen Barcells. En palabras del propio narrador: “la gloriosa agente literaria (…) espléndida en derroches y desplantes que dio vuelta a su antojo a la escena literaria española”.

 Martínez se divierte poniendo en juego lo que muchos otros escritores, y no pocos lectores, suelen pensar acerca del mundillo literario; al tiempo que actualiza la vieja interrogante sobre la esencia de esa cosa movediza que llamamos literatura. Tan movediza que da pie al narrador para afirmar, por ejemplo que  “la lectura, fatalmente, es un malentendido: cada quien encuentra lo que quiere”.

El mérito mayor de Guillermo Martínez en La última vez tal vez sea el haber logrado darle un carácter aventuresco a unos temas y a unos personajes que, si bien aparecen en otros autores, suelen ser tratados desde una atalaya intelectual que los aleja del lector común.

Martínez, en cambio, convierte tales temas en bloques de una narración fluida y entretenida que niega a rajatabla la propuesta según la cual “Entretenerse, ya se sabe, es algo que puede sacar de las casillas a cualquier crítico, en el sentido más literal”. La última vez puede descargarse en libgen.is

La realidad está por las nubes

Conocí fugazmente a Julio Miranda; de él recuerdo dos condiciones que saltaban a la vista, ser un lector incansable y no censurar sus opiniones acerca de la literatura en general y en particular sobre la literatura venezolana, a la que se dedicó con ahínco apenas echó pie en estas tierras.

Autor de varios libros de poesía y narrativa, lo más conocido de su obra es la dedicada a sistematizar períodos y movimientos, tomando como punto de partida el énfasis en ciertos temas.

De esa su vocación por la lectura, que no se centra solo en una obra o en un autor, sino que tiende a establecer orden y definir estilos, heredamos un conjunto de títulos que, muchos años después de su muerte, siguen siendo paradigmáticos a la hora de estudiar nuestra producción literaria. Basta con pensar en títulos como Proceso a la literatura venezolana (1975); Poesía, paisaje y política (1992); o La imagen que nos ve: ensayos sobre literatura y cine de Venezuela (2010).

Otro tanto puede decirse de su vocación de antologista, que lo llevó a proponer recopilaciones como la que hoy nos ocupan sobre cuentos venezolanos de ciencia ficción, de un lado, y narraciones fantásticas, del otro, recogidos ambos en la curiosa edición bifronte del El Perro y La Rana.

No era Miranda hombre de aferrarse a teorías literarias o a supuestas metodologías de análisis. Lo suyo fueron siempre conceptos operativos que creaba con la agudeza de quien mucho ha reflexionado sobre literatura en el ejercicio de la crítica.

Sea por ese desinterés en conceptos preestablecido, o porque pensara que lo que proponía era de conocimiento común, lo cierto es que no contamos en ninguna de las dos recopilaciones con una introducción que explicite su punto de partida a la hora de catalogar un relato como ciencia ficción o como fantástico.

Se entiende que eso sucediera si se piensa que Miranda estaba abriendo camino a una mirada sobre la producción literaria nacional hasta ese momento inédita, lo que explicaría también la amplitud del criterio utilizada para elegir los relatos que integran ambas antologías.

Lo cierto es que hay una notable diversidad en esos relatos, y si nos atuviéramos a categorías ya establecidas, concluiríamos que se mezclan allí relatos de ciencia ficción con otros fantásticos y otros más que rozan lo maravilloso o que simplemente apuntan a una cierta ironía política que nunca despega los pies del terreno de lo real.

Llama la atención el papel que juega el acontecer político en muchos de los cuentos recopilados por Miranda. Si bien es cierto que todos ellos asoman elementos de ciencia ficción o fantásticos, pareciera que les resultara imposible a los narradores desligarse de lo que sin duda ha sido uno de los temas más recurrentes de nuestro devenir literario desde el momento mismo de la independencia nacional.

El mejor ejemplo de lo anterior tal vez sea el cuento “La nube de humo” de David Alizo, en el cual se construye una supuesta máquina del tiempo con el único fin de eliminar a algunos representantes de la clase política.

En casos como ese, la narración no suele alcanzar la famosa suspensión de la incredulidad de la que hablaba Coleridge, lo que produce como resultado que los elementos sobrenaturales o extraordinarios resulten poco convincentes y terminen situándose, antes bien en el campo del humor o la ironía, ambos utilizados, esto sí, con notable maestría.

Otro ejemplo de lo dicho es “Narración de las nubes”, en el que un escritor al que solemos asociar con un discurso circunspecto, orientado a lectores jóvenes, deja asomar su vena humorística acompañada de un talento especial para el doble sentido y no pocos asomos de erotismo.

Si lo fantástico es, como lo estableció Todorov, un relato que siembra en el lector la duda de si lo que lee sucede en la realidad más terrena o en el ámbito de lo inexplicable, entonces hay que decir que lo que más se acerca a esa categoría en esta recopilación es el extraordinario cuento de Francisco Massiani titulado “Había una vez un tigre”.

Como dije antes, Julio Miranda exploró, en ambos libros, nuevas formas de mirar algunas muestras de nuestra narrativa. Hay que entrar en ellos con deseos de sorpresa, pero no de homogeneidad.