Una masacre polifónica

Difícil saber si la reciente premio nobel de literatura, la coreana Han Kang, decidió por sí misma que su novela, llamada en el original coreano “Un chico llega”, se titulara en la traducción al castellano, y en otros idiomas, Actos humanos. Fuese o no su decisión, lo cierto es que la novela nos llega con una dramática carga de ironía impresa ya en título.

Si el adjetivo humano indica que se está dotado de “naturaleza de hombre”, como lo apunta el DRAE, en una segunda acepción ese mismo adjetivo califica actos de carácter humanitario, caritativo, bondadoso y altruista.

La ironía reside en que, desde la primera página del libro, el lector se enfrentará con la narración de una tragedia opuesta, como es de suponer, a cualquier cosa parecida a bondad o compasión.

Al contar los sucesos de una masacre con miles de víctimas, cometida por el entonces dictador de Corea del Sur, Chun Doo-hwan, Han Kang elige un formato que oscila entre la ficción y el reportaje periodístico, emitido por las voces de múltiples narradores que se alternan en la reconstrucción del caso desde su propia experiencia como víctimas.

Aunque no queda del todo claro, es posible que, en el artificio novelesco que Kang edifica, estemos leyendo la transcripción de unas cintas magnetofónicas donde se recoge, muchos años después, el testimonio de algunas víctimas de la masacre. Poco alcanzamos a saber del origen de esas cintas, pero es que, en general, tampoco sabemos quién nos habla o a quien le hablan las distintas voces que participan en el relato. De este modo, Han Kang afirma el carácter real de lo sucedido, al tiempo que trabaja en la construcción de personajes literarios dolorosamente creíbles.

Esos personajes, más allá de poseer un nombre propio, parecen diluirse en un contexto sobre el cual no tienen dominio alguno. A tal punto llega este desleírse, que en cierto momento, sin darnos cuenta, escuchamos el relato de la masacre de boca dc un narrador de ultratumba que observa con horror cómo su cuerpo se desintegra bajo el peso de otros cadáveres.

Tampoco nos es dada la certeza de hasta dónde esos personajes son solo ficción o copian a seres de carne y hueso. El libro cuenta con un curioso epílogo en el que una voz, hasta allí desconocida, parece reconstruir los eventos en retrospectiva. Por un momento, resulta fácil asociar esa voz con la de la propia autora, ocupada en explicar cómo entró en contacto con la historia de la masacre. Se trata de una especie de repaso del proceso de redacción de la novela; de la definición de los personajes y de la peripecia de cada uno de ellos. Pero Kang ha sabido insertar sin ruido, en el contexto de la ficción, ese pequeño arranque de metaliteratura que para nada desvía al lector del curso de la historia. No se trata, pues, de una reflexión extra novela sobre sobre el acto de escribir, sino que forma parte constitutiva del drama de rehacer los sucesos trágicos del 18 de mayo de 1980 en Kwangju, ciudad natal de la escritora.

Una particularidad de esta novela es que no apunta casi nunca a las causas de la brutal represión desatada por el gobierno de entonces. Quienes relatan, cuentan siempre las consecuencias, sean estas inmediatas a los acaecimientos o revisitadas años después, cuando aún sufren las secuelas de tan traumáticos eventos. Son visiones personales que se acumulan frente al lector hasta desplegar el panorama completo de represión, tortura y asesinato; todo asumido con una especie de resignación, como si no se tuviese, por lo menos, el derecho de escandalizarse.

Kang ha sabido fundir, así, realidad y ficción con una maestría poco común. Y si es verdad que su novela se centra en la masacre de mayo de 1980, su texto transmite al mismo tiempo una manera cultural y existencial de enfrentarse a los acontecimientos, con un estoicismo sin duda extraño para el lector occidental. De ese modo, más allá de la masacre, Han Kang transmite una visión panorámica de la sociedad surcoreana.Actos humanos puede descargarse en internet. La vegetariana, la novela más conocida de Kang, se encuentra como audiolibro en Youtube y Spotify.

El incesante oficio de la piratería

El abogado estadounidense, encargado de la defensa de Venezuela en el Laudo Arbitral de París de 1899, Severo Mallet Prevost,  no quiso morirse sin dejar testimonio de la felonía acordada entre los dos jueces ingleses y el ruso para imponer a Venezuela una decisión que, como se repitió entonces hasta el cansancio, trazó una línea de transacción y no de derecho. En otras palabras, se repartió el área de acuerdo con los intereses de Inglaterra y no de los demostrados derechos de Venezuela.

Como si fuese uno de esos textos titulados “Todo lo que usted quería saber…”, Enrique Bernardo Núñez nos ha dejado en su libro “Orinoco” un extenso legado sobre ese litigio  hoy por hoy más actual y pertinente que nunca.

Con un incuestionable estilo periodístico, un lenguaje preciso y directo, y con el añadido de uno que otro giro irónico en el transcurrir de sus páginas, el autor despliega el resultado de una acuciosa investigación acerca del diferendo entre Venezuela e Inglaterra por la región del Esequibo.

El litigio, que pronto alcanzará los doscientos años, es presentado por Núñez con una objetividad casi fotográfica. Sigue los documentos y la correspondencia donde reposa toda la información del caso con un deseo de precisión que se ve sobresaltado solo de tanto en tanto, cuando la voz de esa especie de narrador omnisciente que dirige el relato no logra controlarse y deja filtrar algún gesto expresivo, solo para recordarnos que  él está allí como un filtro a cuyo través nos llega el caudal información sobre el asunto.

De la última página del libro se sale convencidos de que nada, o muy poco, ha cambiado; no solo durante las dos centurias de litigio, sino incluso de mucho antes. Cuando Walter Raleigh, en el siglo XVII, se proponía regalar La Guayana a su reina, flotaba ya en la imaginación de los conquistadores la ilusión del Dorado. Se dice ilusión porque en nuestro tiempo sabemos que el Dorado no existe, al menos no en los términos que entonces se concebía. Para aquellos hombres, en cambio, el Dorado era  de una realidad a toda prueba, y hasta hubo quien juró haberlo visto.

Cuenta Núñez que un tal Juan Martínez decía haber entrado a la ciudad llevado por unos indios que lo encontraron agonizante. Contaba que, aunque vivió allí durante siete, meses le era imposible regresar pues tanto a su llegada como a su partida lo había hecho con los ojos vendados.

La pervivencia de ese espejismo alcanzó incluso a los miembros del tribunal que en 1899 se reúne para emitir un fallo arbitral sobre el diferendo, como lo apunta muy bien Alejandro Bruzual en el prólogo del libro. La diferencia entre una época y otra estriba en que a finales del siglo XIX ya era un hecho comprobado el potencial aurífero y en general minero de la región de Guayana.

El relato de Núñez se despliega con la agilidad de una historia de ficción; tal vez sea esa la causa de que terminemos de leerlo convencidos de haber asistido al enfrentamiento entre un grandulón armado de garrote y un indefenso adolescente cuyo único recurso es apelar siempre al imperio de la ley; ley a la que el grandulón opone un pragmatismo de conquistador prevalido de su poderío.

El ministro Benjamín Qüenza le reporta a Guzmán Blanco: “Avanzar y avanzar es su sistema, animados con el poder que les da la fuerza y escudados por nuestra debilidad”.

En ese contexto de ficción y aventuras, aparece, poco antes de terminar el libro, la figura de Domingo Antonio Sifontes, un general venezolano que se enfrenta a los ingleses ya no con el lenguaje diplomático que alude a los derechos ancestrales del país, sino con unos arrestos militares que, como lectores, hemos estado esperando a lo largo de todo el recuento. En las pocas páginas donde aparece, Sifontes aporta un aire de reivindicación que no podemos sino aplaudir, más allá de haber sido un hecho aislado y casi individual en la secuencia de acontecimientos que comprende tan antiguo diferendo. Orinoco” es, en nuestros días, un libro de obligatoria lectura, dado el momento histórico en el que nos encontramos, incluida la renovada dinámica del reclamo de Venezuela sobre el territorio de la Guayana Esequiba.

Mujeres que no saben volar

Decía Edward Said, el maestro de los estudios poscoloniales, que ningún imperio confiesa su ánimo de conquista y saqueo; antes bien, prefieren verse y mostrarse como educadores y libertadores. Mucho de esa concepción abunda en las páginas de El mapeador de ausencias, de Mia Couto, una novela que puede leerse sin problemas como testimonio del dominio portugués en Mozambique, dominio sostenido a sangre y fuego durante el cual, a la par que se asesinaba y saqueaba, se nutría la noción de “un Portugal sin razas y sin racismo”.

La novela, sin embargo, va mucho más allá de esa lectura evidente.

Si intentáramos trasladar a un diagrama el armazón narrativo de El mapeador de ausencias, terminaríamos con uno de extraordinaria complejidad. La novela se desarrolla en dos tiempos, el de la colonia y el de la independencia; y contrapone las  visiones del mundo de dos culturas asentadas en dos continentes distintos. Por si eso fuese poco, la historia se trasmite por boca de una multitud de personajes a quienes da voz una especie de director de orquesta, que aquí llamaremos narrador principal, dedicado a recabar testimonios orales, informes públicos, trozos de diarios, correspondencia y cualquier otro vehículo de expresión a la mano.

Al desarrollarse en Mozambique, la narración  se mueve alternativamente de la época colonial a la postcolonial. A pesar de estar poblado por personajes de gran calado psicológico, el relato correspondiente a los años de dominación portuguesa y de la lucha por la independencia se concentra, como era de esperar, en el accionar colectivo bien sea en pro o en contra de esa independencia. Los eventos contemporáneos al  narrador principal, en cambio, aun teniendo como referencia ubicua los hechos de la colonia, se centran en el conflicto individual de un narrador que, como se dice de quienes agonizan, recoge sus pasos para reconstruir, a un tiempo, su propia individualidad y la de un país cuya libertad es problemáticamente reciente.

Este narrador principal es, además,  un escritor cuyo rol a lo largo de la novela es la de rehacer una memoria colectiva a partir de  trozos de información que le son legados y de la fusión de afectos y odios  mediante los cuales se rearma una sociedad que padece de conflictos no resueltos, sea como colonia o como país independiente.

Dos maneras de procesar los hechos se contraponen. Dos formas de interpretar la realidad en las que se enfrentan la racionalidad occidental de los blancos portugueses con esa otra racionalidad que solemos asociar con el así llamado pensamiento  mágico. Se trata en realidad de una manera distinta de formular la realidad propia de la cultura y la tradición Mozambiqueña. No son pocas las veces que en las páginas de El mapeador de ausencias se establece una especie de contrapunteo entre las dos lógicas opuestas:

—Aquella señora no sabía volar (…) Me di cuenta en cuanto apareció en el cielo…

—A ver, Capitine, (…) Queremos hechos, solo los hechos, ¿vale? Nada de gente volando…

—Le diré, señor, que esa señora voló en una dirección muy equivocada…

De modo que todo lo relativo a Mozambique y a la cultura de sus habitantes originarios está envuelto en un halo de poesía y de misterio. Todo se dice en clave, poéticamente. Ningún mensaje es explícito si no se conocen los códigos que lo sustentan

En general no abundan los juicios sobre nada, sea racismo, delincuencia o la mismísima represión desatada por el conquistador. Todo  fluye como parte de la realidad evidente,  inescapable, pero no necesariamente juzgada aunque tampoco aceptada. Si se quiere algún tipo de interpretación de los hechos, hay que deducirla de las decenas de  aforismos que se dejan caer a lo largo del texto, que, revestidos de un cierto fatalismo, dejan asomar el tipo de percepción que cada personaje tiene de los eventos que ocurren en cada momento de la narración.

Muchas de esas frases sentenciosas son pronunciadas por mujeres, representadas en la novela por cuatro personajes que se constituyen, a lo largo de sus páginas, en verdaderos ejes referenciales.

Con El mapeador de ausencias, Mia Couto ha logrado una novela estructuralmente compleja, pero, aunque suene contradictorio, placenteramente legible.

Historia de la realidad oscura

Wilfredo Machado ha creado, o al menos sustentado con sensibilidad y talento, la existencia de otro mundo, que no siempre escapa a la percepción de los que vivimos en este lado de la realidad. Ese mundo diverso cuenta con variados soportes que se mueven entre el ámbito  religioso, las supersticiones, los sueños, las drogas, los fantasmas y, por supuesto, la fabulación propia de la literatura.

El pez de los sueños es una lectura sin bases firmes. Nunca sabremos donde estamos parados a medida que las páginas transcurren. Eso sí, a lo largo del libro, el narrador no cesa de reafirmar el carácter inaprensible del relato por medio de ambientes y situaciones en los que se mueven los personajes. Las reiteradas arenas movedizas que aparecen de un capítulo a otro son una buena analogía, aunque no la única, de la escurridiza esencia de la historia: que los personajes no se orienten con precisión en el espacio; que de ese espacio se dificulte saber si es real o  producto de alguna alucinación; que sea imposible definir alguna cronología para las peripecias de los personajes y que no tengamos más remedio que dudar de la verdadera existencia de esos mismos personajes, son otros tantos ejemplos de hasta donde Wilfredo Machado ha ingresado con esta novela en el territorio de lo fantástico.

En cierto modo, El pez de los sueños escapa de la tentación realista y socializante que suele dominar nuestra novelística. Siguiendo la veta que ya había definido en su obra anterior, especialmente la que  dedica a explorar el bestiario fantástico, el novelista elige alejarse de  escenarios familiares y sitúa la acción en una remota isla. A pesar de la coordenadas geográficas que apuntan a una cierta verosimilitud, esa isla no alcanza nunca la concreción absoluta, del mismo modo que no lo hacen los personajes ni sus andanzas.

Para lograr esa especie de difuminado narrativo, Machado se apoya en un lenguaje con un marcado tono poético. De hecho, no pocos párrafos de El pez de los sueños podrían catalogarse abiertamente, más que como prosa poética, como poesía en prosa. Una multitud de figuras retóricas le sirven para ampliar hasta límites insospechados el tipo de comprensión que puede hacerse de lo que escribe. De esas figuras retóricas destaca en especial el símil, mediante el cual lo que parece concreto se compara con un imaginario poético que termina por proyectar, de nuevo, esa semisombra en la que se debate toda la obra.

Se trata, adicionalmente, de una propuesta de novela cuya esencia se discute a lo largo del mismo texto. En la novela contemporánea no sorprende un personaje escritor que se propone culminar una obra que es, casualmente, la que tenemos entre manos. En el Pez de los sueños, sin embargo, ese personaje pierde el carácter de consciencia lúcida que ordena e interpreta los acontecimientos para verse arrastrado por la marea alucinatoria en la que se debate el resto de los actantes.

El discurso metaficcional, perfectamente imbricado en el decurso de la historia, le sirve a Wilfredo Machado para intentar explicar lo inexplicable en el contexto de la fragmentariedad de El pez de los sueños; además de pretender, por esta vía,  dar a conocer su personal concepción de la novela. Ese escritor interno, se no dice, “No tenía interés en narrar una historia que marchara diligentemente hacia su propia tumba. Vivir siempre era fragmentarse en lo múltiple, en lo que no podía verse sino como un prisma de colores entrelazados. (…) La idea de novela estaba allí, en ese mundo de seres sin rostro, cuyas oscuras motivaciones parecían nacer del sinsentido del mundo.”

La metáfora del prisma de colores se hace concreta por medio de una multiplicidad que parece saltar del mundo exterior al mundo interior de quien narre en cada momento del relato. La idea de un rito cuyos alcances no logramos aprehender nunca a cabalidad se entreteje a medida que leemos con reflexiones de corte filosófico, intertextos literario, alusiones recurrentes y paradigmáticas a obras pictóricas, tiempos trastocados y fusión de personajes. En fin, una novela compleja que amerita un lector dispuesto a comprometerse con un mundo que no parece tener límites que lo contengan.

Como un manto de imaginación y olvido

La contadora de películas es, si hay que decirlo en pocas palabras, un enorme compendio de imaginación y realidad contenido en un número minúsculo de páginas. Pocas veces un escritor logra concentrar en tan poco espacio la más ingenua fantasía junto a los más detestables pasajes de la vida humana.  Todo ello tomando como excusa, o mejor, como punto de partida, la intromisión del cine en la cotidianidad de un conglomerado humano.

Hasta bastante entrado el siglo veinte, el cine era la diversión más sofisticada a la que teníamos acceso. Apenas ayer, la familia entera asistía a la proyección de la última película mexicana en la que Pedro Infante cantaba y Sara García lloraba. Cines de barrio en los que cualquier cosa podía suceder, incluso la presencia de esos zagaletones que veían gratis la película desde lo más alto de las paredes laterales, gracias a una escalera  de huecos perforados en la cara externa de esa misma pared.

El cine, fuese de Hollywood o de México, era paradigma cultural y entretenimiento casi único.

No sorprende, entonces, que Hernán Rivera Letelier haya podido armar, en La contadora de películas, un relato breve, pero poderoso, en el cual el cine es el núcleo que ordena y sistematiza la vida  de sus personajes, en un pueblo salitrero del desierto chileno durante y después del gobierno de Salvador Allende.

Para algunos,  el cine es solo una diversión; para otros, se convierte en una obsesión absoluta,  una parte integral de su psicología, una manera de ver el mundo, de disfrutarlo o de sufrirlo. De allí la existencia de esos seres capaces de sopesar la realidad solo por medio del correlato de alguna producción cinematográfica. La vida se llena de referencias a películas, actores, premios, impacto, duración;  un imaginario que explota como una burbuja por encima del mundo real; tal como en La contadora de películas.

De más está decir que esa realidad de la que se huye suele estar llena de fealdad e injusticia, además de aburrimiento. “Nuestra Oficina –afirma la narradora en la novela de Rivera– era una de las más pobres del cantón. La gente no tenía qué ver ni qué hacer en las largas tardes pampinas. No había filarmónica donde ir a bailar, no contábamos con banda de música que tocara retretas los fines de semana en el quiosco de la plaza. Ni siquiera teníamos día de tren, que en las otras oficinas donde había estación ferroviaria era toda una fiesta.”

El cine es  mecanismo de escape, sí, pero de difícil acceso. No hay dinero  para el importe de la entrada, de modo que la única persona que va al cine está obligada a contar la película al resto de los personajes.  El asunto es que ese ardid cambia todo, pues se pasa del código visual al puramente verbal; lo que se narra termina por parecerse más al cuento o a la novela, por mucho que la narradora teatralice su relato.

Se asoma de este modo un ars poética que se corresponde más con la literatura que con el cine. Lo afirma la propia narradora: “Mis narraciones de películas los sacaban de esa nada agria que era el desierto y, aunque fuera por un rato, los transportaba a mundos maravillosos, llenos de amores, sueños y aventuras. A diferencia de verlos proyectados en una pantalla de cine, en mis narraciones cada uno podía imaginar esos mundos a su antojo.”

He allí la razón de por qué lo estrictamente social, la denuncia de las desigualdades, la explotación de la compañía regida por un gringo, las infidelidades o las violaciones no parecen ser nunca el tema central de la novela. Están allí porque eso es la vida, asomadas al paso, pero lo que realmente importa es el manto de fantasía, de imaginación y de olvido que se tiende por encima del pueblo gracias a la presencia de otro mundo que se despliega desde la pantalla del cine por medio de la voz de la contadora.

Regreso a las primeras líneas: Rivera Letelier ha logrado una mezcla perfecta de la fantasía que orienta el discurso y un aparente despreocuparse de la espantosa realidad que se asoma a cada vuelta de página. Tanto así, que los personajes que la habitan no parecen sufrirla o, incluso, percibirla. Privilegio, en definitiva, negado a los lectores.

Mirar la literatura juvenil desde Si tú me miras

En su obra, tal vez incluso sin proponérselo, Laura Antillano le sale al paso a la viejísima disyuntiva acerca del lenguaje apropiado para lo que solemos llamar literatura infantil y juvenil. Lo hace en Si tú me miras y en el resto de sus libros dirigidos a esa población lectora, como Diana en la tierra wayuu o ¿Cenan los tigres la noche de navidad?, por citar solo dos.

La discusión acerca de qué elementos  convierten un libro en apto para ser leído por los más jóvenes es larga y tal vez inacabable. Si hubiese algun modo de concluirla,  sería, con toda seguridad, asomando una variedad de respuestas a las interrogantes que genera.

La más visible de esas respuestas puede  que no esté inevitablemente ligada al trabajo del escritor, sino al estilo que la industria editorial imprime a algunos de sus productos. En El mundo como representación, Roger Chartier explica cómo los editores usan ciertas estrategias para definir el tipo de recepción que los lectores harán de un texto. De esas estrategias, Chartier destaca la materialidad del libro (tamaño, diagramación, colorido, etc.) y la dimensión y organización del texto (tipo de letras, más o menos texto en una página, etc.).

Si se requiere prueba de la capacidad de los editores para dirigir la recepción de los textos hacia cierto  conglomerado lector, basta con apuntar a esas colecciones en las que la obra de autores clásicos, que jamás fue considerada lectura juvenil, se publica en formatos que anuncian, de manera expresa, que se orientan a lectores niños y jóvenes.

En Venezuela, la misma Laura Antillano ha llevado adelante una colección que selecciona textos de nuestros más distinguidos poetas y los dirige especialmente a ese público.

El ejemplo más extremo de que no hay restricciones a la hora de destinar un texto a un conglomerado lector, tal vez sea la experiencia de la española Ediciones de la Torre, que publicó una selección de poemas de Miguel Hernández para niños. Uso aquí el adjetivo extremo tomando en consideración el carácter tétrico de la obra de Miguel Hernández; lobreguez asumida, en este caso, también por las ilustraciones.

Dejando atrás el trabajo de los editores y volviendo al oficio de los escritores, algunos suelen pensar que la literatura para niños y jóvenes debe estar escrita con una especie de ñoñería en lo que respecta a temas y  lenguaje. Nada más lejos de la verdad.

En el caso de  Si tú me miras, de Laura Antillano, si bien sus personajes principales son dos adolescentes, la autora ha sabido construirles una  visión del mundo a la vez ingenua y madura; una desmesurada curiosidad, así como un notable entusiasmo por la travesura. Elementos todos que solemos asociar con la juventud.  De otro lado, la novela aborda temas y situaciones que, hasta no hace mucho, la mayoría  de los padres prefería mantener ocultos de sus hijos, por dolorosos o por muy serios. Lo cierto es que Si tú me miras incorpora muchos de esos temas y lo hace con una naturalidad y, al mismo tiempo, con una profundidad  que sorprende por igual a jóvenes y adultos. Así, tópicos de estricto carácter colectivo, como la responsabilidad social, la necesidad de cuidar el ambiente o el abuso de las transnacionales comparten página con  otros de condición más íntima, como el amor, el divorcio o las creencias y supersticiones.

En Si tú me miras, nada de eso está tratado de un modo que no atraiga el interés sea de un  adulto o de un adolescente.

Tal vez lo que delimite a los eventuales lectores de un texto literario no sea su edad sino su entrenamiento para la lectura. La creación literaria ha oscilado, históricamente, entre periodos  más herméticos o más claros y comprensibles. Si bien es verdad que no todo el mundo está en capacidad de leer el Ulises de James Joyce, entendemos que no es un asunto de edad sino de preparación.

Mientras tal incógnita se dilucida, es una agradable sorpresa  encontrar obras que, como las de Laura Antillano, son capaces de cautivar con sus temas y sus estrategias narrativas no solo a los lectores jóvenes a quienes, se supone, están dirigidas, sino a un colectivo lector mucho más amplio cuyo factor definitorio no es, en absoluto, la edad.

Crónica del alfil y la reina

Esta es la novela más personal de Mayra Montero. Lo ha dicho ella misma. Narra un acontecimiento de su vida que mantuvo oculto, a lo largo de muchos años, incluso de sus parientes más cercanos, léase madre y marido. Ese hecho, en apariencia simple, puede que haya marcado no solo el rumbo que tomaría el relato, sino incluso la calidad del mismo al compararlo con otras de sus obras.

Montero ha declarado que no escribió antes esta novela porque vivían su madre y su marido pues el asunto les podía resultar muy espinoso. Por muy humano que parezca, no deja de ser controvertido que un autor justifique de ese modo lo que publica y lo que no. Antes bien, pone en juego un elemento de domesticidad que para nada ayuda a la idea que el lector puede hacerse de la obra, aun antes de leerla.

La proximidad autobiográfica no es siempre un factor que potencie el relato. De hecho, es posible que se convierta en una rémora implantada allí por una valoración de lo que se cuenta que el lector no está obligado a compartir.

La novela se desarrolla en dos grandes vertientes. De un lado, la reconstrucción de la vida habanera antes y después de la revolución; del otro, una mirada amplia al mundo de las competencias de ajedrez, especialmente en las décadas de los 50 y 60, con las implicaciones políticas que esas competencias adquirían en la época de la guerra fría.

El seguimiento a Bobby Fischer se hace con una minuciosidad documental absolutamente convincente. De hecho, la escritora se  ocupa, al final de su obra, de suministrar información acerca de sus fuentes y de agradecer a quienes colaboraron en la recopilación de tales datos. Digamos que, para los aficionados al ajedrez, el relato ofrece un interesante seguimiento de la vida y desempeño de uno de los grandes maestros del siglo XX; además de dar una imagen no siempre edulcorada de unos individuos que, según la propia novela, son realmente guerreros que, apaciguando el ánimo belicista, se conforman con volcar su violencia sobre un tablero: aunque por momentos esa violencia pueda desbordar las sesenta y cuatro casillas  e invadir la realidad hasta mancharla de sangre.

Y aquí viene el asunto de lo autobiográfico. La historia de una niña  de catorce años que va en pos de un autógrafo del ajedrecista estrella y termina con él en la cama resulta poco convincente, por muy verdadera que sea la historia. Una prueba más de que la literatura solo sigue sus propias leyes y no suele prestarse para jugar solo el papel de registro documental.

Aunque sea imposible saber dónde termina lo autobiográfico y dónde empieza la pura ficción, lo cierto es que el argumento según el cual un grupo de muchachas le imponen a la protagonista que consiga el autógrafo para, todas ellas, recibir a cambio un disco de los Beatles resulta increíblemente débil. La narración no logra, aquí, que peripecia y personajes alcancen una mínima verosimilitud y que no terminen siendo un pretexto mal logrado para entrar a lo que verdaderamente importa, es decir, el encuentro con Bobby Fischer.

Lo mejor  de esta parte de la novela puede que sea la descripción de la cotidianidad familiar en la Cuba de la primera década de la revolución. Aunque contado desde el disentimiento, es posible familiarizarse con los avatares de un cambio político que se inicia y el impacto, no siempre agradable, que tal cambio tuvo en la vida privada de los individuos.

En cierta forma todo es tangencial en esta novela. Personajes y acontecimientos existen solo para que, casi por accidente, lleven agua al cauce que arrastrará a la niña que narra al encuentro con Bobby Fischer. Sucede con los tres individuos que integran la familia de relojeros de origen polaco. Sin duda los personajes más convincentes y mejor construidos de toda la obra, con una admirable complejidad de caracteres. La peripecia amorosa de uno de ellos produce algunos de los capítulos más logradamente conmovedores de todo el libro, aunque también, todo hay que decirlo, algunos de los más telenovelescamente melodrámaticos.

En fin, una novela bien escrita, con notables altibajos en el desarrollo de la anécdota, que vale la pena leer siempre que se moderen las expectativas.

James Joyce y Walt Withman tiznados de oro negro

Un escritor venezolano metido en la voz de Oscar Lynch, un narrador irlandés, quien a su vez asume el cuerpo y la memoria de David Cody, un norteamericano. Por medio de este último somos testigos de una panoplia de historias, saberes y experiencias referidas al mundo entero como un espacio estrechamente entrelazado. Pese a la amplitud de ese espacio, algo parecido a un reflector elipsoidal proyecta un constante punto de luz sobre un lugar llamado el país del petróleo, sospechosamente parecido a Venezuela. Por si ello fuera poco, el narrador no solo aporta su propia memoria irlandesa, sino que a lo largo de todo el libro, se extiende un variado intertexto en el que concurren sin transición otro irlandés, James Joyce, y otro norteamericano, Walt Whitman.

El párrafo anterior podría ser un intento de resumir la novela Historia del señor Cody de Benito Yrady, pero se trataría, con certeza, de un intento fallido.

Al escribir Ulises, James Joyce se habrá propuesto, seguramente, lograr la novela de todas las novelas. Ese mismo objeto del deseo campea por las páginas de Historia del señor Cody y no es casual que la figura de James Joyce esté presente a lo largo del libro de Benito Yrady encarnando a ese mediador que René Girard se esforzó en describir en su libro Mentira romántica y verdad novelesca.

De allí el porqué de un narrador dublinés; del conocimiento detallado –o cuando menos bien simulado- de las más intrincadas callejuelas de Dublín; y de allí también la presencia ubicua de Joyce, presente en toda la novela de Yrady por medio de una larga lista de citas textuales.

El homenaje a Joyce, entiéndase bien, no es igual a la imitación de Joyce. Ya había establecido Girard que alcanzar el objeto del deseo implica, al mismo tiempo, la necesidad de diferenciarse del mediador. “Cuando escribo escucho su voz. No soy un plagiario, ni un untuoso intruso disfrazado de literato,” aclara asertivamente el narrador irlandés.

Joyce es aquí un paradigma cultural por cuyo medio se expresa el intento de redacción de un texto literario complejo, en su lenguaje y en sus  infinitas referencias, y que sirve, además, para construir el personaje del señor Cody, quien sufre la nostalgia de un mundo que ha perdido justo cuando se enfrenta a otra realidad, la del país del petróleo, que no termina de ensamblarse con lo que trae en su memoria.

Yrady ha escrito una novela de una originalidad inédita entre nosotros, y ello por múltiples razones. En  primer lugar porque, siguiendo seguramente su vocación de crónista, en Historia del señor Cody, se incluye, a medida que se sigue la conversación de los personajes, una mayúscula cantidad de referencias que exigen del lector un cuidadoso seguimiento para no extraviarse en la lectura. Desde los viajes de Américo Vespucci, pasando por el eterno afán independentista de Irlanda, las peripecias de Buffalo Bill en Estados Unidos; la larga dictadura del Benemérito; las cosmogonías y costumbres de los pueblos Warao y Kariña; eso y mucho, mucho más constituye la armazón memoriosa de Oscar Lynch y del señor Cody.

Hay un punto de llegada para toda esta historia, y es que Yrady le da un vuelco al modo como tradicionalmente hemos abordado la novela de tema petrolero.

Confieso que dudo en llamar a este texto novela del petróleo, dada la amplitud y multiplicidad de sus contenidos. Pero no es menos cierto que, como dije arriba, una especie de  reflector elipsoidal apunta de forma reiterada al pedazo de tierra donde se acumula el oro negro. No en balde Oscar Lynch identifica con beatífica inocencia el rol que él y el señor Cody encarnan: “Aquí el señor Cody representa intereses de los Estados Unidos de Norteamérica (…) Yo en cambio he llegado a Maracaibo por la corona inglesa”.

Yrady ha creado dos personajes cuya complejidad anímica se aleja del esquematismo con el que se solía representar a los extranjeros en novelas de tema petrolero; además de disponer que sea uno de ellos quien narre la historia en primera persona.

Una propuesta novedosa merecedora de un extenso análisis que excede, con creces, las posibilidades de esta página.

Simple e impersonal como el asesinato

Puesto en los zapatos Juergen Boos, el director de la Feria del Libro de Frankfurt, y compartiendo su temor de irritar al gobierno sionista de Israel, yo también habría cancelado la ceremonia programada para la entrega del premio LiBeraturpreis a la escritora palestina Adania  Shibli.

Y es que Un detalle menor, la novela de Shibli a la que se le concedió ese premio, es un documento demoledor a la hora de representar la situación del pueblo palestino bajo el régimen neocolonial israelí.

Lo curioso, o sería mejor decir lo inteligente, es que la escritora no incluye en esta obra alegatos o denuncias directas contra la ocupación israelí de los territorios palestinos o contra el genocidio continuado que allí se ha estado cometiendo desde al menos 1948.

Por el contrario,  Shibli evita casi por completo todo discurso acusatorio y se concentra, con un depurado realismo, en la descripción de las más simples acciones cotidianas y en un agudo manejo de las emociones.

Dividida en dos partes, la historia transcurre también en dos momentos históricos, separados entre sí por un cuarto de siglo. En ambas partes, la narración sigue de cerca a dos únicos personajes a través de los cuales se despliega el escenario y los eventos que la integran.

En la primera parte, el narrador describe el quehacer de un oficial del ejército israelí al mando de una brigada encargada de limpiar de árabes el territorio que se les ha asignado. No hay otro foco para el narrador que no sea  este oficial cuyos soldados, en su conjunto,  forman la utilería necesaria para desplegar los movimientos de quien da las órdenes. Si la voz que narra se concentra solo en las acciones concretas, físicas del personaje es porque el mismo es incapaz de exteriorizar algún sentimiento.

De hecho, la narración se desenvuelve con una objetividad descarnada, diríase sin alma; y lo que he llamado un agudo manejo de las emociones se concreta aquí, paradójicamente, en la ausencia total de cualquier emoción. Hay, eso sí, una rutina que se despliega mecánicamente, sin juicios de valor, lo que deja de lado la aparición de cualquier emotividad. Nadie se conmueve frente a la realidad que parece haber caído del cielo como un bloque incuestionable. De modo que la ejecución final de una muchacha secuestrada y repetidamente violada se lleva a cabo, sin euforia, sin tristeza, casi sin crueldad. Un episodio propio de la ananké griega y su encarnación de lo inevitable.

Se revela así la existencia de una maquinaria autónoma que asesina, tal vez, sin sevicia, pero, igualmente, sin remordimientos.

En la segunda parte, Shibli da un giro de 180 grados y, manteniendo el esquema de un solo actante, se dedica a la descripción de una peripecia cuya parte esencial sucede en el mundo interior del personaje. En este caso, una periodista palestina que se interna en el territorio bajo control de Israel en búsqueda de información sobre la joven asesinada en la primera parte.

La narración se consume aquí en el recuento de hechos intrascendentes: desplazarse de un lugar a otro, subir o bajar del automóvil, enfrentarse a un puesto militar, preguntar una dirección, ubicarse en un mapa. Solo que, bajo el reinante estado de sitio, esas simples acciones se vuelven increíblemente complicadas, a la vez que se cargan de una impensable violencia.

Lo nuclear aquí es el torrente de emociones que invaden al personaje y que Shibli describe con una maestría capaz de transferir toda la tensión al lector. La ansiedad, el temor, la inseguridad sostienen el relato. Lo exterior solo es trascendente en cuanto provoca este torbellino interior. Un torbellino que, para no alterar el camino que la autora se ha trazado, no se cuenta nunca desde la conciencia de un colectivo, sino desde la perspectiva individual, casi como si fuera una carencia del individuo y no un asunto colectivo.

 En Un detalle menor, Adania Shibli ha encontrado una vía poderosamente original para la denuncia, sin que su discurso pierda un ápice de valor estético; uno de esos raros ejemplos en el que la literatura asume una visión política sin comprometer su capacidad creativa.

Juergen Boos sabía bien lo que hacía al censurar esta novela.

Crónica de todos los tiempos

En Maja mía, Ernesto Villegas cuenta la historia de una migración que puede ser leída tanto desde la experiencia individual, como la de un colectivo nacional o, incluso, la de la humanidad entera.

Se migra casi siempre por necesidad. Atrás queda una rémora de recuerdos que se niegan a desaparecer puesto que, alcanzada cierta edad, el lugar de nacimiento se hace parte esencial de la psiquis del individuo. Allí permanece como un sustrato inamovible, incluso si el resto de su vida transcurre muy lejos del lugar de origen. Esa añoranza, paradójicamente, no obstaculiza la capacidad de compenetrarse en profundidad con un nuevo entorno físico y cultural.

Sucede así con Maja Poljak, madre del autor de este libro, de quien se narra la odisea que la llevó de su Croacia natal hasta Venezuela. Aquí se involucra en el devenir político del país con un compromiso poco común entre los inmigrantes. A pesar de ello, cíclicamente el narrador describe lo que podría equipararse con un brote de nostalgia, el interés por un presente que ocurre en otro lugar. El ciclo se cierra mucho tiempo después con un viaje a la Croacia de origen, como quien recoge los pasos antes de la transición definitiva.

Frente a un libro como Maja mía, es normal que el lector se disponga a abordar una crónica familiar con los detalles, a la vez curiosos y conocidos, propios de ese tipo de crónica; es decir, una saga familiar contada desde el apego y la pertenencia.

Pues no, junto a lo familiar teñido de afecto, Villegas ha trazado un fresco que desborda con creces ese espacio inicial y esperable. Lo que ha hecho es, simplemente, insertar a sus ancestros en el contexto histórico de cada etapa de sus vidas.

Lo de “simplemente” es pura ironía. No hay nada simple en la enorme investigación que respalda el libro de Villegas; una extraordinaria panorámica del siglo XX y los primeros años del XXI que desborda información y análisis sobre los hechos centrales de ese lapso de tiempo.

En paralelo al devenir de bisabuelos, abuelos y padres, el autor se pasea, con conocimiento de causa, por un largo período histórico que va desde los acontecimientos que en Europa dieron paso al nazismo y la segunda guerra mundial, pasando por la conflictividad partidista de la Venezuela de Medina Angarita, hasta hechos aún tan actuales como la disputa por el territorio esequibo.

El mérito primordial de Villegas reside en el armado de esa especie de rompecabezas en el podría convertirse el amplio material historiográfico manejado en paralelo con la historia familiar. La imbricación de ambas narrativas se resuelve gracias a la estrategia del narrador de asociar en cada capítulo pequeños, y no tan pequeños, eventos familiares con los macro eventos históricos como si fueran un solo.

Así, por ejemplo, los capítulos comienzan siempre con algún hecho familiar —un traslado a otra ubicación, un cumpleaños, el inicio de una nueva actividad laboral— lo que establece una concatenación con los eventos macros desplegados como un escenario en el que discurre el devenir de los personajes familiares.

A pesar del rigor del discurso histórico, Villegas no pierde en ningún momento un tono narrativo, cuasi novelesco, reforzado por el uso de un narrador mayormente en tercera persona, lo que promueve un necesario distanciamiento de la voz que narra con el acontecer de esos personajes que son su familia más cercana.

Solo en la última parte del libro el Villegas narrador se permite aparecer abiertamente como personaje. Esta última parte se torna más intimista, más concentrada en lo familiar. Se trata de un homenaje final antes de encarar la muerte de quienes hasta ahora han sido caracteres a quienes la cotidianidad tocaba solo tangencialmente, tan involucrados estaban en la dimensión macro de la historia.

Así pues, Maja mia puede ser leído desde la intrahistoria de una familia cuyo destino estuvo marcado por la actividad política y las consecuencias propias de esa militancia; o como una revisión de las grandes ocurrencias marciales y políticas del Siglo XX, en Europa y en Venezuela. Aunque, a decir verdad, resulta casi imposible, además de poco provechoso, separar un ámbito del otro.