Cuando en Venezuela se celebraba la nacionalización petrolera por la bonanza inmediata y el progreso que prometía, Juan Pablo Pérez Alfonzo salió a vocear que nunca el país había estado tan mal: “Ahora estamos en una mayor carraplana”. Habíamos caído en la trampa de embarcarnos “en ilusorios programas de desarrollo forzado, de éxito imposible”. Estos programas eran la respuesta irreflexiva a la táctica de las transnacionales de engañarnos “con una siembra imposible de petróleo”. Imposible por onerosa y por inviable en sus resultados, pues las corporaciones y las grandes potencias le imponían al mercado una lógica que terminaría por cerrar inventarios y reservas, lo cual anularía la posibilidad de un retorno rentable de las inversiones.
Dos factores favorecían ese manejo suicida de la explotación petrolera: la convicción de que el dinero fácil permitiría “traernos de afuera el salvador para nuestros males”, y la falta de la formación técnica y de conciencia política necesarias para comprender la realidad y los cambios que se gestaban a escala global. Su juicio era tan conciso como elocuente, llevábamos “más de medio siglo de aprender a brujos intentando Venezuela abonar la tierra con excrementos del diablo”. Y los frutos no podían ser sino los peores.