El héroe oculto soy yo

El título es capcioso. No hay héroe oculto en la obra de Paul Auster. ¿O sí? La respuesta pareciera simple: en sus novelas, el protagonista suele ser un escritor que asume un rol determinado, el de detective por ejemplo. Los eventos ocurren al mismo tiempo que ese protagonista los cuenta, es decir, los escribe. Por si eso fuera poco, en general lo que se narra son hechos de la vida cotidiana propios de la rutina de un escritor, sin grandes sobresaltos ni aspiraciones épicas. Conclusión: el héroe de esas novelas es el propio Paul Auster.

Como para confirmar tal conclusión, Auster ha dejado en su obra abundantes elementos autobiográficos que sustentan sus historias; bastante más de los que suelen encontrarse en la obra de otros narradores.

Pero no todo es tan fácil. En una entrevista televisada, el propio Auster se encargó de dar su versión del asunto con una respuesta brillante: “No son autobiográficas —respondió refiriéndose a sus novelas— usan material autobiográfico, pero no son autobiográficas en el sentido clásico. La verdad es que no estoy tan interesado en mí mismo, no es como si quisiera contar mi vida;  estoy interesado, eso sí, en lo que se siente al estar vivo, y es mi historia la que conozco mejor que cualquier otra. En algún momento solo quise sentarme y escribir cosas de mi vida como una forma de compartirlo con otras personas. Creo que esos libros son un especie de mecanismo que pueden inspirar al lector para que recuerde eventos de su propia vida, que es distinto a simplemente querer contar la mía.”

De ese modo, todos entramos en la biografía de Paul Auster, que termina por ser nuestra propia biografía. Y no se trata de un juego de palabras. Al ser esas novelas escasas de grandes eventos y cortas de aventuras, los libros de Auster se nutren especialmente de reflexiones, un constante filosofar de bajo tono paralelo a los actos más elementales del diario transcurrir; esa clase de cotidianidad que inevitablemente nos toca a todos por igual.

Lo familiar, lo déjà vu, explica, además, lo increíblemente entretenidas que resultan unas novelas en las que el narrador se demora en intrincadas elucubraciones que, tratándose de otro escritor, nos harían abandonar la lectura casi de inmediato. Eso y el uso de un lenguaje cuya llaneza pareciera originarse en el desinterés por un estilo  más elaborado y “elegante”. En esto también es el propio Auster quien viene a desmentirnos. Frente a la inevitable pregunta acerca de sus hábitos de trabajo, el escritor responde en otra entrevista que se da por bien pagado si alcanza a escribir al menos una cuartilla por día; y luego precisa: “eso supone corregir catorce, quince o más veces cada párrafo”.

El señor Auster, el del mundo real, fluye libre en cada una de las páginas que escribió, aunque tuvo buen cuidado de no contarse plenamente. Algo así como una especie de rueda fatídica en la que el hombre no puede dejar de escribir y el escritor no puede dejar de incluirse en lo escrito. Una condena, en definitiva, que él mismo aclara en su última novela, Baumgartner, por medio de un juego de palabras imposible de traducir del inglés al castellano. Una cadena perpetua (life sentence) que lo condena a una vida de hacer oraciones (a life of making sentences).  Escritura y condena quedan así equiparadas.

Baumgartner es el canto de cisne de Paul Auster. Gravemente enfermo, enfrentado a la inminencia de la muerte, el novelista parece reandar los pasos de una vida indisolublemente unida a la escritura: “entiendo la dureza de la condena, pero debo reconocer a las  autoridades que la puerta de mi celda nunca se ha cerrado, y no me cabe duda de que podría haberme largado cuando me hubiera dado la gana. No es que no me haya sentido tentado, pero por razones que nunca he llegado a entender del todo, he decidido seguir aquí.”

Cumplió la condena hasta el último minuto de su vida. Haciendo oraciones, no escribiéndolas, para enfatizar con ese verbo hacer el carácter artesanal, de construcción física de la escritura.Baumgartner tiene un final abrupto; nunca sabremos si fue una elección del escritor o una imposición de la muerte.

Mar de fondo, mal de amores

Una historia de amor orienta, como causa eficiente, la anécdota de El mar que me regalas de Jorge Rodríguez de la primera a la última página. Historia de amor que será, a un tiempo, eje simultáneo con el eje político, pues ambos conforman una verdadera cadena de ADN que, como dos espirales paralelas e inseparables, se mueven hacia un único horizonte.

Para protagonizar su novela, Jorge Rodríguez ha creado dos personajes entrañables que son, al menos en apariencia, los caracteres con menos complejidad intelectual del relato. Sujetos de un amor que se desenvuelve en un ambiente de extraordinaria violencia política, aparte de conformar una pareja que rompe con la normalidad del amor y el sexo hetero. Diversidad esta, por cierto, que el narrador describe con aceptación sin aspavientos, logrando con ello que pierda toda relevancia moral en el desarrollo de la historia.

Rodríguez personaliza la novela política hasta hacerla casi irreconocible, pero no hay que engañarse, El mar que me regalas es en esencia una novela política. A lo largo de toda la obra campea el halo de lo público. La historia contiene en abundancia elementos que suelen relacionarse con este tipo de novela, llámese denuncia de las desigualdades sociales, corrupción, represión, tortura, imperialismo o insurrección.

No obstante, solo hasta allí llegan las similitudes con la novela política tal como la conocemos. Quienes se sublevan aquí contra el status quo, por ejemplo, están lejos de encarnar al típico personaje insurgente. Los rebeldes de El mar que me regalas lo son por motivaciones estrictamente personales. Este detalle le añade complejidad a la trama y da lugar a una serie de eventos que dislocan la estructura tradicional de la novela política.

Los acontecimientos se precipitan gracias a la actuación de un pequeño grupo que se debate entre la ingenuidad y la inexperiencia; neófitos atrapados por un torbellino en el que se involucran casi como si fuera un juego, solo para verse arrastrados por la crueldad del engranaje que ponen en movimiento. Es esa ingenuidad la que determina, de paso, el desarrollo posterior de la novela. En el transcurso, el lector se enfrentará a circunstancias que parecieran no guardar relación alguna con la política, aunque, contradictoriamente, todo conduce al inevitable muro de la represión.

El carácter de novela policial que contagia a El mar que me regalas es otro detalle que aleja a este libro del típico relato político. Lo que podría haber tomado el cauce normal de la novela de investigación se ve, sin embargo, interrumpido por el hecho de que el supuesto crimen no tiene, dentro del texto, una norma universalmente aceptada que lo rija, sino que está sujeto al juicio ideológico que de él hagan los personajes involucrados y el propio lector. Este último se verá obligado a acompasar su lectura con los parámetros que paulatinamente se le suministran, parámetros siempre orientados hacia y por el trasfondo político. De modo que lo ocurrido puede, en efecto, ser un crimen, pero muy bien puede no serlo. Ambigüedad que obliga al lector a redirigir permanentemente su recepción de la anécdota, y, en particular, su valoración del trasfondo político que todo lo invade.

Así pues, la novela avanza de cuestionamiento en cuestionamiento. Se cuestiona el establishment; se cuestiona la racionalidad que, suponemos, debe gobernar el discurso de la novela policial; y se cuestiona, en fin, la idea de normalidad asociada con el amor heterosexual. Todo se subvierta en esta novela. Un proceso continuo de metamorfosis socava cualquier sustento sólido capaz de identificar la lógica que rige lo narrado. Ni siquiera el lenguaje ofrece un piso firme, pues pasa sin transición de un tono lírico de fina poesía al relato descarnado del sexo, como si de las mejores novelas eróticas se tratara, o a la narración casi cinematográfica de la tortura, que no evita detalle ni se para en sutilezas corteses con el lector.

El lenguaje da origen, además, a una fluidez narrativa que seduce al receptor y lo sumerge en ese estado de dependencia, que todos hemos experimentado, cuando solo es posible abandonar la lectura en la última página.

Mariana Enríquez: terror sí, miedo no

¿Puede haber terror sin miedo? Quizás, si se entiende por terror una etiqueta que se le endosa al texto literario y como miedo el efecto de ese texto sobre el ánimo del lector.

Sucede en Un lugar soleado para gente sombría de Mariana Enríquez. Las narraciones allí incluidas contienen con los elementos propios de la literatura de terror: fantasmas, ambientaciones tenebrosas, misterios, pero no dan miedo.

En este libro, lo sobrenatural, lo terrorífico parece ser siempre marginal. La historia se centra en los vivos y sus circunstancias, en la soledad, en las contradicciones y los miedos; pero no en el miedo a lo sobrenatural, sino en  miedos mucho más mundanos relacionados con las miserias del diario vivir.

Lo cierto es que los fantasmas y las aparentes situaciones sobrenaturales de los cuentos de Enríquez son demasiado cotidianas para infundir temor. Esa cotidianidad se evidencia en la actitud relajada con la que los vivos reconocen y aceptan la presencia de los muertos. Quizás porque son muertos que sufren, muertos solitarios y desorientados, que más que temor despiertan compasión. Pasa, por ejemplo, en el cuento “Mis muertos tristes” en el que la narradora asume el rol de consolar y tranquilizar a los aterrados fantasmas.

La cotidianidad está también asociada con los objetos. Una adolescente asesinada a tiros saca una foto de la narradora con “su Samsung fantasma”. “¿Dónde estará mi imagen?”, se pregunta la voz que narra.

Las historias incluidas en el libro oscilan entre lo fantástico y lo maravilloso.

El mundo de los vivos se hace presente, además, por la persistente abundancia de situaciones que solo a ellos atañe: una clase media fascistoide incapaz del menor acto de solidaridad; la desmitificación de la pureza y honestidad de los inmigrantes a quienes se descubre “pobres y ladronzuelos”; el abierto cinismo contra elementos de la cultura popular tan extendidos como el así llamado pensamiento positivo.

Los cuentos de terror clásicos no suelen pasearse por problemas que solo incumben a los vivos. Se enfocan, antes bien, en las situaciones sobrenaturales o extraordinarias que se suponen deben mover el ánimo del lector hacia el miedo y el espanto. Cuentos clásicos como los de Lovecraft si llegan a interesarse en el mundo de los vivos es, en todo caso, para describir la psicología de un personajes patológicamente interesado en el mundo de los muertos, pero no se involucran con un contexto en el que hay asomos de una realidad cotidiana que alcanza, por ejemplo, a las dictaduras militares o la pobreza, como sucede en los relatos de Enríquez.

De otro lado, estos cuentos son demasiado ambiguos al dibujar la relación de los personajes vivos con su contraparte de ultratumba. En general, no se alcanza a saber si son realmente presencias del más allá o producto de la imaginación del personaje vivo que narra; aunque también puede darse el caso contrario en el que sospechemos que quien narra es un fantasma que no sabe que está muerto y los observados son los agresivos vivientes que los visitan, como parece suceder en el cuento “Los pájaros de la noche”.

Las historias incluidas en el libro oscilan entre lo fantástico y lo maravilloso, de acuerdo con la definición que de ambos conceptos hizo el teórica búlgaro Tzvetan Todorov. Según las definiciones de Todorov, lo fantástico se caracterizaría por la incorporación de elementos que no pueden explicarse por las leyes naturales; mientras que lo maravilloso estaría constituido por hechos o personajes extraños, pero que a la larga podríamos explicar racionalmente.

Enríquez tampoco construye desenlaces sorprendentes y epifánicos que aclaren, tanto para sus propios personajes como para el lector, las diversas circunstancias que se desarrollan a lo largo de la narración. Sus finales contribuyen a mantener la ambigüedad que campea a todo lo largo del relato. El lector se encuentra entonces frente a un final abierto en el que asoma más de una causa probable para lo que acaba de leer.

O bien la narrativa de Mariana Enríquez redefine lo que solemos denominar literatura de terror o se requiere, según mi criterio, de una etiqueta distinta para caracterizar estos extraordinarios relatos.

Happy: narrar desde lo íntimo

Happy, la última novela de Miguel Ángel Pérez Pirela, incorpora, sin ocultamientos, la autobiografía y la crónica; y lo hace en un lenguaje que, a su vez, se mantiene en equilibrio entre una sintaxis que toma elementos del habla marabina y el uso estándar del idioma castellano.

Un conjunto de características del texto denotan su clara relación con la novela picaresca: en primer lugar, el tono festivo de sus páginas; un relato que se debate entre un narrador en tercera persona y una voz, la del personaje principal, Happy, que a ratos participa en lo narrado desde la primera persona; un protagonista reivindicado solo por cierta nobleza de espíritu que contrasta con su fracaso en cualquier otro aspecto material de la vida; y, en fin, una mirada crítica, desde esa nobleza de espíritu, a la frivolidad, las injusticias y demás vicios de la sociedad en la que se mueve.

Se ha dicho, medio en broma medio en serio, que el chisme es el fundamento de la novela. A pesar de la poca formalidad de tal propuesta, en Happy se cumple a cabalidad el axioma. En sus páginas se incluyen maledicencias, chismes, supersticiones, peleas domésticas y cualquier otro elemento de una cotidianidad definida por el caos. Y sin embargo, cada uno de esos elementos se integra al relato de una manera homogénea, hasta el punto de convertirse en la representación de un microcosmos social, de un hecho cultural cargado de rasgos identitarios. Se trata, además, de la evocación afectiva del mundo de la infancia, a la vez perdido, revivido y metamorfoseado en discurso novelesco.

En ese camino, la novela apunta a una prosa marcada por la oralidad, lo que puede resultar casi natural si se toma en cuenta que el discurrir de la anécdota se ubica en la ciudad de Maracaibo. No es un secreto que el habla de Maracaibo se distingue notoriamente del castellano hablado en otras regiones del País por su entonación, su vocabulario y por la particularidad del voseo.

Lo interesante en Happy es que la representación del habla maracucha escapa a la versión pintoresquista o caricaturesca de quienes desde fuera del Estado Zulia Intentan imitarla. La novela se orienta a una forma propia de recuperación de lo oral, y es por demás llamativo que en sus páginas esté absolutamente ausente el uso del voseo. La búsqueda de la identidad lingüística se cumple, en cambio, mediante oraciones que se distancian de la lengua estándar por la manera como se construyen o por el tipo de vocabulario que incorporan. Un caso a señalar es el reiterado uso del demostrativo “ese”, con carácter de enfático, asociado a un sustantivo: la plaza esa, la nevera esa, el hombre ese. Ejemplos de este tipo abundan a lo largo de la novela.

Para reforzar ese intento de rescate, el narrador usa todo tipo de referentes culturales e idiosincrásicos, desde la incorporación de la letra de canciones, refranes o dichos locales hasta ubicaciones, comidas, etc. El uso de tales referentes no se le señala al lector de manera explícita, como sería el caso si se usaran comillas o cursivas. De hecho, esas incorporaciones corren el riesgo de no ser captadas por muchos lectores, lo que equivale a decir que algunas claves del texto exigen un lector cómplice, conocedor de los códigos allí incluidos. Siendo así, no cabe duda de que el lector ideal de esta novela sería un lector maracucho, pero tal afirmación no le haría justicia a un texto que fluye armónicamente y cuya lectura resulta interesante y divertida para quien sea que entre a sus páginas.

Una particular estrategia narrativa presente en Happy es la repetición literal de ciertos párrafos que describen ambientes o narran acciones, y que, como momentos de fuerza, contribuyen a reafirmar rasgos de carácter y de pertenencia a un entorno sociocultural. Se trata de una técnica de ritornello que permita al lector aprehender la condición social y las características esenciales de los personajes allí incluidos.

En Happy la felicidad campea incluso en los momentos de quiebra económica o afectiva. El abordaje de la cotidianidad desde el humor rescata el mundo ideal de la infancia, donde no tiene cabida el sufrimiento.

Suspender la incredulidad

Al igual que las de terror, las novelas de ciencia ficción requieren de un tipo particular de lector. Siguiendo a Coleridge, quien prescribió la suspensión de la incredulidad para enfrentarse a textos que evaden lo que consideramos lógico, el lector de ciencia ficción debe ser capaz de evitar el pensamiento crítico y la duda si realmente se dispone a disfrutar lo que lee.

Solo con esa condición debe ingresarse a El problema de los tres cuerpos de Cixin Liu. Aunque el original chino se publicó en 2006, se le considera aun hoy como un hito en el desarrollo de la novela de ciencia ficción. Hagamos la salvedad de que quienes juzgan este tipo de novela son, en su mayoría, adeptos –o adictos– al género, lo que obliga al resto de los mortales a tomar tales juicios cum grano salis, como decían los latinos.

Primer libro de una trilogía titulada El recuerdo del pasado de la Tierra, El problema de los tres cuerpos alcanza las 400 páginas, y es bastante probable que en sus lectores se repita la sensación de que no todas son indispensables.

Un elemento que funciona bien en El problema de los tres cuerpos es la estrategia metaficcional, es decir la ficción dentro de la ficción.

El relato, a pesar de ser ciencia ficción, adopta, en su estructura general, el modelo de la novela policial, en el sentido de que hay un misterio y un conjunto de crímenes cuyas motivaciones y detalles no se descubren hasta el final. Las dos primeras partes de la novela sirven, pues, para dar fundamento al origen y las motivaciones de lo que ocurra a final de la narración.

Todo en esas dos primeras partes resulta excesivo. La primera, por ejemplo, tiene como función esencial poner en duda si la especie humana merece sobrevivir. El narrador se apoya para ello en una larga referencia a la Revolución Cultural en China y a la crueldad por ella ejercida.

Se ha dicho de esta novela que está construida para complacer el gusto de los lectores de Occidente. La larga referencia, enteramente negativa, a un periodo del transcurrir político de la revolución china, sin dudas no el más agradable, abona con creces esa sospecha; especialmente porque para dar pie al resto de la anécdota habrían bastado muchísimas menos páginas. A partir de la Revolución Cultural se afianza una visión negativa de la humanidad y del universo en el que se mueve. Hay dos amenazas paralelas: por un lado la humanidad misma en su incapacidad ética y moral y la amenaza del propio universo encaminado a su destrucción.

En lo relativo a complacer el gusto occidental, resulta imprescindible destacar la figura del detective Da Shi. Este personaje responde milimétricamente al estereotipo del detective excéntrico reconocible, por ejemplo, en Sherlock Holmes y llevado al extremo por series de televisión como Columbo o Monk. Da Shi es, pues, irreverente y desmañado; apesta a cigarrillo y es visto con ojeriza por sus superiores, quienes, sin embargo, no pueden prescindir de él por su talento como sabueso. Nada que ya no supiéramos. A pesar de todo, Da Shi, gracias a su pragmatismo, le sirve al narrador para darle una salida concreta a ciertas situaciones que el resto de los personajes no alcanzan siquiera a entrever.

Un elemento que funciona bien en El problema de los tres cuerpos es la estrategia metaficcional, es decir la ficción dentro de la ficción. Para ello, Cixin Liu se vale de un juego virtual que permite a uno de los personajes principales experimentar una realidad paralela y así trasmitir al lector información decisiva para el desenlace de la anécdota. Puesto que el juego es creación de una civilización extraterrestre para comunicarse con los terrícolas, resulta interesante que no alcancemos a saber en ningún momento, ni siquiera al final, si la representación que los alienígenas hacen de sí mismos es fidedigna o forma parte de una simulación encaminada a lograr sus fines.

Como toda serie, está novela aporta solamente soluciones parciales a los enigmas planteados. El lector debe decidir, una vez finalizada la lectura, si está dispuesto a atacar las más de 700 páginas de la segunda y casi 600 de la tercera parte.

Cada vez menos palabras en agosto

Algunos críticos, llenos de pruritos artificiosos, han rechazado la publicación póstuma de En agosto nos vemos, la que tal vez sea, definitivamente, la última novela de Gabriel García Márquez; salvo que quede alguna otra sorpresa en el baúl de los manuscritos. No hay un solo argumento válido en esas críticas. Sobre todo porque a estas alturas nada podrá desmejorar el sitial que la obra de García Márquez ostenta en el concierto de la literatura mundial. Ello significa que si En agosto nos vemos fuese un relato fallido, que no lo es, aún tendría un extraordinario valor documental.

Escrita con el característico estilo narrativo de García Márquez, la novela ostenta, además, una inédita concentración verbal, especialmente en las descripciones; causa, tal vez, de que cuente con tan pocas páginas. En este sentido, no es descabellado pensar que la brevedad de esta obra puede haber sido el motivo por el cual el escritor, según se dice, pidió a sus hijos que no la publicaran.

En agosto nos vemos no se da tiempo para representaciones minuciosas y recurre como alternativa a frases de certezas tajantes, verdaderos axiomas, para acercar al lector a situaciones y personajes. Si el narrador pretende referirse a la corrupción política, por ejemplo, le basta con aludir al “hotel de turismo que el senador construyó a nombre suyo con dineros del estado”. Nada más. El resto es tarea a cargo del lector. El contexto que enmarca la anécdota necesita un mínimo de palabras, lo que permite al autor concentrarse en la peripecia de su casi único personaje: Ana Magdalena Bach.

Ese carácter axiomático permea todo el relato. Si se trata de mostrar la realidad física del personaje, se la enfrenta al espejo “con su rostro de madre otoñal”. En un momento determinado, otro ejemplo, Ana Magdalena “Se sintió pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra”. ¿Quién pondría en duda una sacralidad tan tajantemente establecida?

La novela se sostiene sobre unos cuantos encuentros amorosos del personaje, pero el narrador no se entretiene en la descripción de esos lances eróticos. Un rápido pincelazo es suficiente para enardecer la imaginación del lector: “Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola”.

Otro campo en el que García Márquez no hizo ahorro alguno es el de los intertextos, específicamente los musicales y los literarios, en lo que puede entenderse como un testimonio final acerca de la música y los libros que prefería.

Tradicionalmente, la crítica ha insistido en que la música es un elemento esencial en su obra, más aún, no ha faltado quien afirme que Cien años de soledad está escrita en ritmo de vallenato. Las referencias a la música “culta”, sin embargo, es un fenómeno que puede identificarse con carácter de elemento estructurante solo a partir de Memorias de mis putas tristes, la última novela publicada en vida del escritor.

Para ser una novela tan corta, En agosto nos vemos impresiona por la cantidad de compositores que desfilan por sus páginas. Chopin, Rajmáninov, Dvorak, Mozart, Schubert, Chausson, Chaikovski y unos cuantos más transitan indetenibles por estas páginas. Hay, sin embargo, una ausencia notable, la de Juan Sebastián Bach, su autor favorito según el crítico Cesar Coca. Una ausencia a medias, a decir verdad, pues llegados aquí descubrimos que no es mero accidente que el personaje principal de la obra se apellide Bach, lo que viene a ser un guiño al lector para dejar establecida, de una vez por todas, la importancia del referente musical en este relato.

Nada distinto sucede con las alusiones a novelistas. Ana Magdalena está siempre acompañada de un libro, y ese libro da pie para que García Márquez nos legue parte de su catálogo de preferencias literarias. Preferencias que incluyen, en este caso, a John Wyndham, Borges y Bioy Casares, Daniel Defoe y Ray Bradbury, entre otros, que marcan una paradigma literario a lo largo de En agosto nos vemos. Lo cierto es que al salir de estas escasas páginas es imposible pensar que fue un error publicarlas o, menos aún, tiempo perdido la ocasión magnífica de leerlas.