Ríos que desembocan en una novela

El pensamiento hecho escritura, desde la aparición del libro y, en especial, de la imprenta, se reproduce inalterable. El contenido de una obra no cambia, sin embargo, la lectura es tan variable, que más allá de la variedad de lectores, un mismo lector frente a una obra, en el transcurrir del tiempo, puede tener diferentes lecturas.

También suceden con las épocas, que de acuerdo a las modas editoriales una misma obra pude leerse de acuerdo al canon impuesto. Ricardo Piglia en una entrevista reflexionó que su libro Respiración artificial fue leída en diferentes momentos como novela epistolar, policial, histórica hasta llegar a ser posmoderna, cuando el posmodernismo estaba en boga. Sólo esperó que no se le leyera como un clásico.

De esta manera se va encasillando la literatura. Hay motivos comerciales y en menor medida, los académicos, para diseccionarla. Para quienes la producen, se les facilita la tarea de mercadear un producto y para quienes la venden, poderlas poner en los estantes adecuados.

Los editores, que tratan de mediar estilos, gustos y retorno de capital (a veces el capital no es solo dinero, aunque es factor importante en la estabilidad comercial) esperan o van tras autores que les permita a ambos la satisfacción de conseguir lectores.

En el siglo XIX, un editor le pide a un escritor que escriba novelas, pero el autor en ese momento le preocupaba los cambios que generaba la modernidad, la destrucción de lo que hoy se llaman monumentos patrimoniales, en especial de una catedral antiquísima en la ciudad de Paris a la que al parecer existía poco interés de los ciudadanos si la demolían o restauraban.

Escribió un artículo, cual manifiesto, que tituló “Guerra a los demoledores”. Fue publicado y traducido por Europa, pero nadie se movilizó para evitar que esta sufriera los demonios de la modernidad. Según Santiago Posteguillo en La sangre de los libros, el editor sentado al lado del autor en un banco de la iglesia, le dice:

“—Sabes que me prometiste una nueva novela y aún estoy esperando. […] Tus poemas, tus obras de teatro, tus artículos…: todo eso está muy bien, pero lo único que te va a dar dinero de verdad serán tus novelas. —Y se levantó, pero antes de irse añadió un par de frases—: Además, son las novelas las que ahora hacen famosa a la gente. El mundo ha cambiado. —Y el editor miró hacia las vidrieras blancas—. Todo ha cambiado. Como esta iglesia”.

Finalizada la conversación con el editor, Victor Hugo le prometió una novela que concienció a lectores con Nuestra Señora de Paris (1831) más que lo que logró con “Guerra a los demoledores”.

Hay escritores que giran sobre un tema y lo tratan en los géneros posibles —cuando de escritura se trata— o en oficios y artes.

La obra de Jorge Rodríguez Gómez tiene esa particularidad, que sus partes nos remiten a un todo y viceversa. La novela El mar que me regalas (2023), la primera que publica, nos remonta a sus cuentos que aparecieron en El sueño de los ciegos (2000) y La piel del lagarto (2015).

Entre los cuentos y la novela, aparecieron dos libros de poesía: Papeles de la demencia (2020) y Río quemado (2023), que también nos hace voltear hacia la novela, en especial el último poemario.

Todos los ríos no desembocan necesariamente en el mar, pero es lo más corriente. En la literatura, cada género responde a sus propios códigos, por tanto, desembocan en sí mismos. El autor, en este caso como poeta, permea en la estética literaria y hace transitar al lector por una experiencia lúdica que aunque cuente cosas del realismo sucio, “algo de esto debe tener el amor”, como dice un poema de Andrés Arias.

Jorge Rodríguez Gómez establece un diálogo entre sus narraciones y su poesía. En El mar que me regalas el tema político y el amor, así como el género policial están presentes, pero el lector tiene la palabra más allá de los cánones y las modas literarias, así sabremos cómo se está leyendo en estos momentos la literatura.

P. S.: Raúl Cazal publicó Cuántos mares nos llevan a la memoria sobre la obra de Jorge Rodríguez Gómez a propósito de su más reciente novela El mar que me regalas.

Mar de fondo, mal de amores

Una historia de amor orienta, como causa eficiente, la anécdota de El mar que me regalas de Jorge Rodríguez de la primera a la última página. Historia de amor que será, a un tiempo, eje simultáneo con el eje político, pues ambos conforman una verdadera cadena de ADN que, como dos espirales paralelas e inseparables, se mueven hacia un único horizonte.

Para protagonizar su novela, Jorge Rodríguez ha creado dos personajes entrañables que son, al menos en apariencia, los caracteres con menos complejidad intelectual del relato. Sujetos de un amor que se desenvuelve en un ambiente de extraordinaria violencia política, aparte de conformar una pareja que rompe con la normalidad del amor y el sexo hetero. Diversidad esta, por cierto, que el narrador describe con aceptación sin aspavientos, logrando con ello que pierda toda relevancia moral en el desarrollo de la historia.

Rodríguez personaliza la novela política hasta hacerla casi irreconocible, pero no hay que engañarse, El mar que me regalas es en esencia una novela política. A lo largo de toda la obra campea el halo de lo público. La historia contiene en abundancia elementos que suelen relacionarse con este tipo de novela, llámese denuncia de las desigualdades sociales, corrupción, represión, tortura, imperialismo o insurrección.

No obstante, solo hasta allí llegan las similitudes con la novela política tal como la conocemos. Quienes se sublevan aquí contra el status quo, por ejemplo, están lejos de encarnar al típico personaje insurgente. Los rebeldes de El mar que me regalas lo son por motivaciones estrictamente personales. Este detalle le añade complejidad a la trama y da lugar a una serie de eventos que dislocan la estructura tradicional de la novela política.

Los acontecimientos se precipitan gracias a la actuación de un pequeño grupo que se debate entre la ingenuidad y la inexperiencia; neófitos atrapados por un torbellino en el que se involucran casi como si fuera un juego, solo para verse arrastrados por la crueldad del engranaje que ponen en movimiento. Es esa ingenuidad la que determina, de paso, el desarrollo posterior de la novela. En el transcurso, el lector se enfrentará a circunstancias que parecieran no guardar relación alguna con la política, aunque, contradictoriamente, todo conduce al inevitable muro de la represión.

El carácter de novela policial que contagia a El mar que me regalas es otro detalle que aleja a este libro del típico relato político. Lo que podría haber tomado el cauce normal de la novela de investigación se ve, sin embargo, interrumpido por el hecho de que el supuesto crimen no tiene, dentro del texto, una norma universalmente aceptada que lo rija, sino que está sujeto al juicio ideológico que de él hagan los personajes involucrados y el propio lector. Este último se verá obligado a acompasar su lectura con los parámetros que paulatinamente se le suministran, parámetros siempre orientados hacia y por el trasfondo político. De modo que lo ocurrido puede, en efecto, ser un crimen, pero muy bien puede no serlo. Ambigüedad que obliga al lector a redirigir permanentemente su recepción de la anécdota, y, en particular, su valoración del trasfondo político que todo lo invade.

Así pues, la novela avanza de cuestionamiento en cuestionamiento. Se cuestiona el establishment; se cuestiona la racionalidad que, suponemos, debe gobernar el discurso de la novela policial; y se cuestiona, en fin, la idea de normalidad asociada con el amor heterosexual. Todo se subvierta en esta novela. Un proceso continuo de metamorfosis socava cualquier sustento sólido capaz de identificar la lógica que rige lo narrado. Ni siquiera el lenguaje ofrece un piso firme, pues pasa sin transición de un tono lírico de fina poesía al relato descarnado del sexo, como si de las mejores novelas eróticas se tratara, o a la narración casi cinematográfica de la tortura, que no evita detalle ni se para en sutilezas corteses con el lector.

El lenguaje da origen, además, a una fluidez narrativa que seduce al receptor y lo sumerge en ese estado de dependencia, que todos hemos experimentado, cuando solo es posible abandonar la lectura en la última página.