La foto familiar de Bolívar

La muerte acecha en cada capítulo de Todo llevará su nombre, de Fermín Goñi, en donde toma pulso de cada latido de los últimos días del Libertador Simón Bolívar, pero también es su paso por la vida en un tiempo en que no reparó ni se detuvo por su salud. Fue un mal enfermo que se autodiagnosticó y se rehusó a las curas.

Una de las escenas iniciales es la “familia” de Bolívar, que presentan a una esclava en Santa Marta. Ella desconoce que es libre, porque quienes están con el Libertador, son libres, y ella quiere ser parte de la familia —y lo consigue con sus cuidos y rezos—.

Vivió las angustias de las horas pasar sin mejoras del enfermo con la familia que se había reducido a la cocinera Fernanda Barriga, el mayordomo José Palacios, su sobrino el teniente Fernando Bolívar, los edecanes el coronel Belford Hinton Wilson y “el capitán Andrés Ibarra, el coronel José de la Cruz Paredes, el capitán de su guardia personal Lucas Meléndez, el auditor de guerra Manuel Pérez de Recuero, el comandante y comerciante canadiense John Glenn y los generales Mariano Montilla, José María Carreño y José Laurencio Silva”.

Faltó el general irlandés Daniel Florencio O’Leary para completar el cuadro familiar. Hay muchos más hombres y mujeres que debieron estar en esa pintura de Antonio Herrera Toro, como Manuela Sáenz, Rafael Urdaneta, entre otros, que lo acompañaron en batallas y también con él pasaron a la eternidad. En la foto de Fermín Goñi están en el relato de la vida y angustias finales de Bolívar.

Goñi toma una foto de esta familia y la pone en movimiento, pero en clave de novela, para presentar a un Bolívar a través de los ojos, oídos y manos del médico francés, que acababa de cumplir 34 años, Alejandro Próspero Reverend, quien conoció de primera mano las historias sobre el Libertador por quienes lo acompañaron y fue protagonista de la hora final.

Mientras el doctor intenta conseguir el medicamento para la cura del paciente llega el teniente coronel Francisco de Miranda —hijo menor del Generalísimo— con unas botellas de vino, de las que le gustaba a Bolívar, pero es mal momento para beber y celebrar.

La novela avanza con los días. Por un momento pareciera que los números de los capítulos son los mismos de los días, pero Goñi, escritor de novelas negras, que participa activamente la semana negra de Gijón —a veces como jurado—, convierte la historia en una de intriga en donde el lector pasa a formar parte de la vida familiar de Bolívar, que no quiere que avancen los capítulos, pero es inevitable, así como la vida continúa, también la lectura.

Sobre Bolívar hay varias biografías e innumerables documentos que a lo largo del tiempo fueron recuperados. A principios de la década de los noventa, un grupo de poetas que dirigían la extinta revista de Kuaimare, me preguntaron qué libro recomendaba. Sin cortapisas le dije El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez.

Se asombraron que alguien a estas alturas de la vida recomendara al Gabo, pero sobre todo porque se trataba de Bolívar. Era la época en que los héroes no debían ser héroes, era el tiempo del “fin de la historia”. 

Recuerdo el día en que un amigo hace un par de años me dijo con sorpresa, mientras sacaba de su mochila el libro El vuelo del alcatraz, de Francisco Herrera Luque, que por qué no había leído antes esta novela. 

Herrera Luque falleció en 1991 y esa fue una de sus obras que vería la luz casi a final de milenio. Ambas novelas históricas contrastan más allá de lo literario. La del laberinto muestra a un héroe que lo espera un destino; en la del vuelo, Bolívar es visto desde las dimensiones del héroe y, a veces, de antihéroe, al punto que no tiene remedio. 

Fermín Goñi advierte en varias oportunidades en Todo llevará su nombre el “laberinto” del Libertador, pero no como palabra final ni como destino. La muerte es un tránsito inevitable y, en el caso de Simón Bolívar, previsible, más si se ve con los ojos de un médico; pero la familia, incluido el francés, saben de la grandeza de un hombre que se les escapa de la vida y que va a despertar “cuando despierta el pueblo”.

La biografía y la novela con sus contradicciones

¿Cuánto de realidad y ficción puede contener una biografía?, es la pregunta frecuente que se hace el lector. Sin embargo, Maryse Condé cuando escribió sobre su abuela Victoire, también se hizo la misma interrogante sobre pasajes de la vida de algunos de los parientes que no conoció y de los que poseía poca información, pero eso no le impidió reconstruir sus pasos en una biografía que se lee como una novela de ficción.

“Es indiferente si recuerdo o invento, si tomo prestado o imagino”, es una frase de Bernard Pingaud que Condé usa como epígrafe para marcar el inicio de su travesía en el tiempo.

El título original, escrito en francés, es Victoire, les saveurs et les mots (2006), que sin temor a traicionar a la autora de Guadalupe, pudo haber sido traducida “Victoire, los sabores y las palabras” o “Victoire, sabores y palabras”, que como enumeración simple, pudo haber sido la intención de la autora para generar expectación en el lector.

El título de la edición en español —Victoire. La madre de mi madre, 2024— también tiene ese juego que perturba a la razón de la lengua, puesto que la palabra “abuela” tiene un significado que se explica en el subtítulo, pero las cosas no son tan simples como parecen.

A veces nos atenemos a las ataduras de las reglas de las academias de las lenguas, sin embargo la vida tiene muchas otras salidas con sus juegos de palabras. Si bien Condé falleció hace un año, el 2 de abril de 2024, y desconocemos si hay una edición anterior a la presentada por la editorial Impedimenta, pues no dudo que la autora estaría completamente de acuerdo con este juego de palabras, porque si bien madre es madre, aún a corta edad, también los papeles se intercambian a gusto y disgusto, pero sobre todo porque la biografía sobre su abuela también lo es sobre su madre y sobre sus orígenes.

Escrita en la madurez, la visión es muy diferente a la que en su juventud tenía sobre sí misma, como mujer y negra, nacida en la colonia aunque la independencia llevara ya dos siglos, porque los vestigios de la esclavitud y el machismo, siguen intactos a pesar de los derechos obtenidos.

“Ya conté en Corazón que ríe, corazón que llora que nadie de mi familia me instruyó acerca de la trata —esos viajes iniciáticos que fundaron nuestro destino de antillanos—, ni tampoco de la esclavitud. Tuve que negociar sin ayuda alguna el peso de tan terrible pasado. Las historias individuales, en cambio, sustituyeron a la historia colectiva”.

Esta historia se repite una y otra vez en nuestro Caribe, en nuestras tierras. Benito Yrady cuando presentó los testimonios de tres cimarronas venezolanas con su libro La caja de los truenos (2024), hizo énfasis en cómo ellas se identificaban: negras descendientes de africanos esclavizados. Esta identificación no es algo común a pesar de todo el esfuerzo que se ha hecho para comprender nuestros orígenes.

Y mucho en común tienen estas historias de Condé e Yrady, con la diferencia, quizás, de la musicalidad en la escritura. En La caja de los truenos uno siente el vibrar del tambor, el sonido del pilón, el bailar en el andar, el espíritu de rebeldía, mientras que en Victorie la música que predomina es la de Bach y constantemente hace alusión a Carmen, de Bizet.

Condé ha tenido diferentes posiciones políticas en la vida, además de las evidentes confrontaciones en ideas, de su distanciamiento con Aimé Césaire después de releer a Franz Fanon. Hago énfasis en “releer”, porque cuenta en La vida sin maquillaje que la primera vez que lee Piel negra, máscaras blancas (1952), a los 18 años, tiene una impresión errática. 

Nueve años después fallece Fanon, pero ella ya vivió en África, en Ghana y los cambios políticos con la independencia de ese país. Comprende, a su manera, que no era una “condenada de la tierra”, porque sus padres fueron negros burgueses aunque estos pasaron vicisitudes que marcaron su formación. 

Maryse Condé no escamotea las contradicciones vividas porque más bien reafirma la lucha que hay que emprender, que todos provenimos de África y que seguimos siendo esclavizados del orden  establecido por el imperio.

Patente de corso para francófonos

En octubre del año pasado el escritor francés Miguel Bonnefoy, de unos 38 años de edad, ganó el Premio de la Academia Francesa de novela y el Premio Femina. La prensa lo cataloga como escritor franco-venezolano por ser hijo de un chileno y una venezolana y aseguran que se crio en el estado Zulia, Venezuela. 

La obra con que se alzó con el premio fue con Le réve du jaguar, que apareció en agosto de 2024. “El sueño del jaguar” ha sido la traducción que han difundido en castellano, pero aún no ha sido traducida. Por eso, en vista de que este servidor sólo conoce —y con esfuerzo— la lengua de Cervantes, el compañero de esta página, Cósimo Mandrillo —que sí domina el idioma de Les Poètes maudits—, propuso que el libro de esta edición fuera Azúcar negra, de Miguel Bonnefoy, publicada en 2018 por Monte Avila Editores Latinoamericana —la edición española tiene por título Azúcar negro (Armaenia, 2018)—.

La obra narrativa de Miguel Bonnefoy ha merecido una variedad de premios y distinciones. Azúcar negra apareció en francés en 2017 y es su segunda novela. Su ópera prima, El viaje de Octavio, quedó finalista en el Premio Goncourt a la primera novela (2015). Luego, con Herencia (2020) consideraron la consolidación de Bonnefoy al llegar finalista en el Goncourt y el Femina. Y antes de Le réve du jaguar, apareció El inventor.

En Francia no es un autor desapercibido, aunque haya destacado en entrevistas que no lo tratan como escritor francés, sino como francófono. Es como si tuviera una patente de corso literaria en un país en donde los inmigrantes juegan un papel destacado en todos los órdenes. Algo que Michel Houellebecq ha resaltado en sus más recientes novelas.

La novela Azúcar negra pareciera un preludio de su obra. Escrita a los 30 años, pero con la madurez de quien cruza los 50, así como el autor anuncia el carácter o personalidad del personaje Severo Bracamonte.

La fantasía de pensar en un tesoro del filibustero Henry Morgan perdido en el río de una selva crea todos los mitos posibles de lo que puede estar enterrado en estas tierras. Si bien el pirata tomó Maracaibo a sangre y fuego, el territorio en donde transcurre la novela es el oriente del país, por donde pasó el pirata Gualterio, como le decían los españoles coloniales a Walter Raleigh.

Es en Venezuela en donde las familias Otero y Bracamonte forman un emporio con la destilación de ron, que en la medida que va contando parecieran las tribulaciones de Alberto Vollmer antes de empezar la siembra de la caña de azúcar. En los años que debe esperar para añejar el ron en barricas de bourbon. En la venta y exportación con denominación de origen. Es decir, debe estar atento de ser un agricultor, ingeniero químico industrial y negociante. Tres en uno si ponemos de lado la administración, en donde Serena Otero es diestra.

El tiempo en que se desarrolla el relato es difuso, aunque todo apunta a la época de la dictadura de Juan Vicente Gómez, a los inicios de los cambios por la modernidad con sus artefactos y de unos trenes que ha quedado en la imaginación. 

Bonnefoy logra con la lengua esa magia de cruzar almas y naturaleza para construir metáforas que parecieran que no dicen nada, pero lo dicen todo.

Guarda reminiscencias de la literatura macondiana. “Llovió cuatro años, once meses y dos días”, así comienza unos de los capítulos finales de Cien años de soledad. En Azúcar negra los estragos del incendio que acaba con la plantación, el pueblo y la novela, dura menos, puesto que “dejó en el cielo una cubierta de cenizas que tardó tres años, diez meses y cinco días en desaparecer”.

La escritura lleva una carga de lectura, resalta Ricardo Piglia en El último lector, y Azúcar negra no escapa de ello. Hace guiños a la literatura francesa con las lecturas de Serena. Menciona lo nuevo con la modernidad, pero también lo antiguo, que lleva la tragedia y la muerte. 

La mención de un sillón Voltaire nos hace recordar La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique, que su crisis azul la vivió en Paris en búsqueda del amor en pleno Mayo Francés. En Azúcar negra la crisis es su naturaleza, mientras el amor pasa como un tren que ya no existe.

Vestigios coloniales sin héroes

El “fin de la historia” fue el grito de victoria del neoliberalismo. Era la época en que intelectuales y poetas preferían refugiarse en la “palabra”, el “lenguaje”, como si esa fuera la Patria. También renegaron de los héroes, pero resultó que la historia continuó su curso.

Aún hay vestigios de esa visión en que es mejor no tener historia de independencia y héroes, de ver el pasado como la “tragedia” del presente y pretender responderlas con personajes del imperio. 

Pongamos por caso El Pacificador, de Francisco Suniaga, que narra las vicisitudes del general realista Pablo Morillo en tierras venezolanas. Aunque la novela histórica comienza en Cádiz, con una supuesta conversación con el generalísimo Francisco de Miranda preso en La Carraca, el autor da a entender que Venezuela era la gran “preocupación” del enviado del rey Fernando VII desde antes de partir hacia Tierra Firme con más de 10 mil hombres en 42 barcos y 18 buques de guerra.

Suniaga se propone hacer una radiografía de un tiempo violento en donde hombres y mujeres son sospechosos para el general realista. Cada quien, desde su postura política, religiosa, filosófica —quién la tuviera— y militar, se expresa sobre el contrario como ser aborrecible. Pero, si el contrincante es un republicano o, por tomar un solo ejemplo, Simón Bolívar, aumentan las maledicencias contra el héroe independentista, considerado como un joven mantuano desleal al rey de España y sanguinario.

A través de los personajes se mantiene la tesis de que la guerra de independencia fue cruenta y despiadada por culpa del Decreto de Guerra a Muerte. Es decir, ayer y hoy, Bolívar es el causante de todos los males de Venezuela.

Esta concepción conservadora y al mismo tiempo liberal —porque en definitiva, liberales y conservadores abonan la misma causa política— ha calado en ciertos personajes de la “izquierda” e incluso en quienes consideran intelectuales. Tomaremos como ejemplo a José Ignacio Cabrujas que escribió a su antojo a favor y en contra de Bolívar, como héroe o bufón, todo con tal de desmontar el argumento del contrario.

En las novelas históricas se da por sentado que hay ficción y datos rigurosos de la historia, de los personajes. En El Pacificador se desconoce qué hay de lo uno y lo otro, hasta el punto de descreer que quien venció a Napoleón Bonaparte, hombre de batallas entre la espada, la sangre y la muerte, se perturbe emocionalmente porque cometió en nuestras tierras pecado carnal fuera del matrimonio en dos oportunidades y que sólo se sintió librado de culpa cuando logró confesarse en Caracas.

El texto está plagado de citas extensas entre comillas, que parecieran cartas o memorias que juegan un extraordinario papel literario como diálogos. También es notorio que al término de cada capítulo van unos textos en cursivas que al principio se desconoce quién es el personaje que habla, pero a medida que avanzan los capítulos, se percibe que quien escribe es un Miranda amargado y, a veces, reiterativo.

De acuerdo con los personajes y el autor —en la medida que maneja los hilos invisibles—, la peor decisión fue haberse embarcado tanto para liberar a Venezuela de la colonia española (Miranda), como ir en defensa del rey Fernando VII (Morillo). Es condescendiente con los realistas Domingo de Monteverde y José Tomás Boves, porque al final de cuentas no eran militares sino unos personajes a quienes arrastró la vorágine de la guerra independentista incitada por Bolívar.

Antes de llegar al colofón, es necesario precisar que El Pacificador apareció en España bajo el sello Editorial Alfa (diciembre, 2024) y en Venezuela se puede conseguir una pésima edición del departamento de publicaciones de la Universidad Católica Andrés Bello (abediciones, 2024), en donde quedan mal parados, además de los editores, quienes estuvieron a cargo de la diagramación, corrección e impresión.

El Pacificador es la novela de los derrotados y de los que sostienen la conseja conservadora de que todo tiempo pasado fue mejor, incluso si ese pasado es de hace más de doscientos años.

Los límites de la novela histórica

Las historias del pasado podrían ser un retrato de la actualidad o, tal vez, una forma de entrar en el tiempo que nos permite comprender el presente. De hecho, existe la tesis de Giorgio Agarben que quienes formaron los cimientos del pensamiento filosófico y político son nuestros contemporáneos, aunque esos hombres y mujeres hayan pertenecido a diferentes épocas.

El cine de Hollywood ha dejado una impronta en la creación de una imagen de los griegos y romanos de hace más de dos milenios. De estos últimos, han presentado a emperadores que fueron guerreros y algunos terminaron asesinados por sus delirios. La impresión que dejaron es que los atacó una epidemia de locura

A esa imagen también ha contribuido, en buena medida, la literatura. Pero Marco Aurelio y los límites del imperio, la más reciente novela de Pablo Montoya, rompe con esos mitos al presentar a un emperador con sus disquisiciones filosóficas y humanas.

El narrador de Montoya se pregunta: “¿cómo separar el pensamiento del poder político? ¿Cómo negar que la filosofía, en esa larga senda que une a Grecia con Roma, había superado el aposento familiar para ir ascendiendo hasta el control de los asuntos públicos?”.

Inmediatamente se responde: “Es más, lo que me ha llevado a la cima del imperio —asumir el poder con la convicción y el respeto exigidos— es saber que tengo de mi lado a la razón. Creo en ella y en su injerencia frente a la construcción de nuestro presente. Roma y su discernimiento de la criatura humana han sido ante todo la lenta y progresiva elaboración de un modelo en el que política y filosofía han de abrazarse. Por ello es lógico, propio de su avanzar en el tiempo, que hombres razonables o militares sensatos, y no payasos megalómanos y sedientos de violencia, sean quienes controlen las riendas de la administración del imperio”.

Montoya retrata una época, y podemos reflexionar sobre el imperio actual en donde abraza la guerra y el capital. Acumular y doblegar, sin dejar de lado aquella Roma sangrienta. Nada es idílico. Especialmente, porque la novela mantiene el hilo conductor del pensamiento de quienes se impusieron sobre otros pueblos y los esclavizaron.

La filosofía podría considerarse que era una abstracción que pasaba por la comprensión de las almas hacia lo humano mientras en la práctica hacían la guerra, aunque la época que se relata es la que fue considerada como pax romana.

En Marco Aurelio y los límites del imperio se mantiene la misma imagen y los mismos criterios sobre los bárbaros, que son considerados sinónimo de “bestias”, “salvajes”, porque usa como fuente los testimonios del emperador.

El origen de la palabra bárbaro “proviene del griego barbaros, un vocablo de formación onomatopéyica usado por los griegos para referirse a los extranjeros cuyas lenguas no entendían y de quienes solían comentar que únicamente sabían decir bar, bar, bar”, explica Ricardo Soca en La fascinante historia de las palabras y nos advierte que el “prejuicio de los griegos está presente en todas las civilizaciones, que ven como ‘extraño’ o ‘enemigo’ todo lo que es ajeno a ellas”.

Atila, rey de los hunos, es considerado bárbaro, pero también lo fue Aníbal, cuya travesía por Los Alpes inspiró a Simón Bolívar para atravesar con éxito Los Andes.

El historiador Miguel León Portilla recoge en Visión de los vencidos la misma pregunta de hace casi cinco siglos: “‘¿Quiénes son esos salvajes?’, dice el tlapaneca otomí Hecatzin cuando va a atacar a los españoles”.

“Sobre salvajes” es el poema que Gustavo Pereira escribió a inicios del siglo XXI en plena discusión política de la Constituyente. Algunos políticos consideraron irrelevante polemizar sobre nuestros pueblos originarios para no darles protagonismo en nuestra Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, mientras que el poeta les dio la razón con la poesía.

Pablo Montoya comenzó a escribir la novela cuando la pandemia del Covid-19 mostró la peor cara. Y así empieza Marco Aurelio y los límites del imperio, con una peste —y la muerte rondando—. La de los imperios, hasta ahora no ha cesado, tampoco sus límites.

El tiempo implacable de los gallos

A mediados de la década de los 80, cuando formaba parte del grupo de teatro de la Escuela de Economía de la UCV —como actor de segunda, valga la acotación—, tuve la posibilidad de visitar un pueblo que fue protagonista de una de nuestras novelas emblemáticas y que, cuando la leí, supuse que todo era invención del autor, incluso el lugar en donde habitaban los personajes que poco a poco iban muriendo o desapareciendo.

—¡Vamos a Ortiz! —dijo un compañero con tal alegría que parecía que iba a descubrir algo que hasta ese momento solo era un libro de ficción—. ¡El pueblo de Casas muertas!

No fui a Ortiz, pero las personas que lo visitaron regresaron decepcionadas, puesto que no se encontraron con el pueblo fantasma que esperaban encontrar.

A veces creemos que las cosas, e incluso las personas, permanecen intactas con el transcurrir del implacable tiempo. Por esos mismos años conocí a Luis Lira, cuando él era estudiante de Medicina y un inquieto lector, que a medida que se adentraba en las lecturas de escritores venezolanos y latinoamericanos, bien fueran de ficción o no ficción, las tertulias más que amenizarse con café, cervezas o ron, él mostraba ventaja al diseccionar con bisturí un discurso y suturaba con frases literarias y una sonrisa de complicidad a la hora de sentenciar definiciones.

Una vez que culminamos los estudios en la universidad, la vida nos separó hacia destinos diferentes, aunque, como son las amistades verdaderas, cuando por casualidad nos reunimos, continuamos la conversación del último encuentro.

Hace un par de años me escribió que estaba en la búsqueda de un editor. Pensé que alguien allegado a él tenía un libro en ciernes. La sorpresa fue que a los meses publicó su primer libro de poesía, Trazos límbicos (2023), y unos meses después apareció La isla que fuiste (2023), también de poesía.

La sorpresa no es que Lira sea poeta, no. Más bien radica en la capacidad de guardar secretamente estos dos poemarios que se tocan en los extremos; y al año siguiente, aparece con la novela Pluma Negra (2024).

Ahora se presenta como novelista con un libro que retrata el realismo social de una época a través de las historias cotidianas de un pueblo que comienza a cambiar su realidad debido a la incipiente explotación de petróleo.

Al principio, Pluma Negra pareciera una escritura gallegiana. El tema, la presentación de los personajes en la escena, la influencia es indiscutible, incluso de otros autores como Arturo Úslar Pietri y Miguel Otero Silva —no en balde comencé este escrito con Casas muertas—. Pero lo que realmente marca este libro, más que influencias, es la lectura de nuestra herencia literaria.

El ¿novel? escritor en las primeras páginas se desprende de eso que acabo de señalar como “influencias”, al contar una historia de un expolio, una estafa, los amores, los desafíos, con un ritmo trepidante en donde el escritor vuelca su carga afectiva, con sus amores y odios, pero sobre todo, sus esperanzas. 

Pluma negra pudo ser una historia oral, de esas que van pasando de generación en generación, y la narración de Luis Lira no podía dejar de lado ese género donde la ficción hace posible que un recinto de pelea de gallos y estos mismos animales, pasan a ser más que un ritual.

Gabriel García Márquez contó que conoció, a través de su hijo, que para ingresar en cierta universidad anglosajona había que hacer un ensayo sobre El coronel no tiene quien le escriba. Su hijo no fue admitido por mamador de gallo, es decir, en el ensayo concluyó que al gallo del Coronel sólo le faltaba la gallina de los huevos de oro. 

Los que respondieron que el gallo era la representación del pueblo oprimido, fueron admitidos, y García Márquez se congratuló por su visión política, puesto que uno de los finales que tenía previsto era hacer un sancocho con el plumífero.

Pluma Negra mira al pasado sin nostalgia. Luis Lira lo trae a nuestro presente con un lenguaje literario lúdico, propio de estos tiempos, con la certeza de una vida —y aquí estoy parafraseando al autor sin rubor— y de intentar andar un camino, acompañado de un río de donde bebe “después de momentos de mucha sed”.

Anuncian premios Nacionales de Cultura y Glorias Artísticas de Venezuela

El Ministro del Poder Popular para la Cultura de la República Bolivariana de Venezuela, Ernesto Villegas Poljak, anunció los premios nacionales de Cultura y Glorias Artísticas de Venezuela en su canal de Telegram.

Informó que los jurados que evaluaron las postulaciones y decidieron los Premios Nacionales de Cultura 2023-2024 (salvo las menciones honoríficas), fueron los siguientes:

Artes circenses: Oswaldo Barreto Monroy, Eliel Brizolla y Carlos Arroyo

Literatura: Neguel Machado, Ana Cristina Bracho e Ignacio Barreto.

Humanidades: Beatriz Aiffil, Jorge Berrueta y Rosario Soto

Música, cultura popular y saberes tradicionales: Adrian Oscar Lista, Nelson Hurtado, Javier Marín

Artesanía: Ana Alejandrina Reyes, Julio Manuel Paredes y Abraham Márquez

Danza: Lisbeth Villalba, Oswaldo Marchionda, Freddy Carmona

Teatro: Julia Carolina Ojeda, Jericó Montilla y José Luis León

Artes plásticas: Natalia Rondón, Perla García, Humberto Matos, Leonel Durán, Zacarías García.

Arquitectura: Fabiola Velasco, Newton Rauseo, Margarita Padrón

Fotografía: Yoset Montes, Ángel Corao, Aldo di Bari.

Cine: Irabé Seguías, Rubén Hernández, Carlos Tabares.

Los ganadores de los premios fueron los siguientes:

Premio Nacional de Cultura, mención Cultura Popular 2023-2024: RAFAEL E. SALAZAR
Por su larga e ininterrumpida trayectoria como investigador, musicólogo, compositor y promotor cultural.

Premio Nacional de Cultura, mención Literatura 2023-2024: ANTONIO TRUJILLO
Por su amplia y variada obra que se distingue por su belleza, con su conexión con los sentimientos y valores del pueblo venezolano y que sirve de faro para las generaciones actuales y futuras.

Premio Nacional de Cultura, mención Humanidades 2023-2024: ALÍ ENRIQUE LÓPEZ BOHÓRQUEZ
Por su aporte y contribución por más de 50 años en la docencia, enseñanza, investigación y difusión histórica.

Premio Nacional de Cultura, mención Música 2023-2024: JOSÉ ANTONIO “TOÑITO” NARANJO
Por su trayectoria como intérprete y formador de generaciones de flautistas venezolanos y por su aporte a la cultura venezolana.

Premio Nacional de Cultura, mención Saberes tradicionales 2023-2024: GIANCARLA BRANCALEONI
Por su aporte y conservación en pro de la tradición de los Caballitos de San Juan en Ciudad Bolívar.

Premio Nacional de Cultura, mención Artes circenses 2023-2024: DARWIN “NICKY” GARCÍA
Por su trayectoria y aporte a la cultura venezolana formando generaciones de artistas circenses para Venezuela y el mundo.

Premio Nacional de Cultura, mención Artes circenses (post mortem) 2023-2024: JULIETA HERNÁNDEZ
Por la siembra inmortal de sonrisas y conciencia a través de las Artes circenses, la poesía y el amor.

Premio Nacional de Cultura, mención Artesanía 2023-2024: FIDELINA MANZO
Por su extraordinaria trayectoria en el mundo artesanal, su aporte al proceso de investigación, curación, organización y formación de nuevas generaciones de artesanas y artesanos.

Premio Nacional de Cultura, mención Artesanía (post mortem) 2023-2024: OLGA REYES
Por su trayectoria y representación de la mujer indígena alfarera que regó sus conocimientos y saberes en la tierra del estado Amazonas.

Premio Nacional de Cultura, mención Danza 2023-2024: FLOR AURISTELA “POY” MÁRQUEZ UGUETO
Por trayectoria nacional e internacional como intérprete, creadora, docente y gestora de la danza contemporánea.

Premio Nacional de Cultura, mención Danza (post mortem) 2023-2024: FANNY MONTIEL
Por su dilatada trayectoria como intérprete y docente de la danza clásica.

Premio Nacional de Cultura, mención Teatro 2023-2024: GUILLERMO JOSÉ “YUMA” DÍAZ MEJÍAS
Por su larga trayectoria, compromiso y ética en la profesión teatral.

Premio Nacional de Cultura, mención Artes plásticas 2023-2024: JOEL PACHECO
Por una larga trayectoria en la cual ha demostrado un desarrollo sostenido y notable en su obra artística.

Premio Nacional de Cultura, mención Arquitectura 2023-2024: DOMINGO ACOSTA GONZÁLEZ
Por su trayectoria y visión de una arquitectura sustentable y responsable con el ambiente.

Premio Nacional de Cultura, mención Fotografía 2023-2024: JOEL ALBERTO OCHOA
Por su trabajo de difusión y expresión artística en el hecho fotográfico sobre la diversidad cultural y étnica del pueblo venezolano, haciendo hincapié en el valor de la mujer y los pueblos indígenas.

Premio Nacional de Cultura, mención Cine 2023-2024: JORGE JACKO
Por su dilatada trayectoria al frente de los servicios de laboratorio y post producción del cine venezolano durante más de seis décadas.

Premio Nacional de Cultura, mención Cine (post mortem) 2023-2024: NANCY DE MIRANDA
Por su invaluable servicio como historiadora y divulgadora del cine venezolano.

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica (post mortem) 2023-2024: PEDRO “GUARAÑA” RIERA

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica (post mortem) 2023-2024: ELPIDIO BULLÓN

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: CARLOS BOLÍVAR

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: ENRIQUE HERNÁNDEZ D’ JESÚS

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: JOSÉ MARCIAL RAMOS GUÉDEZ

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: NOHELÍ POCATERRA

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: DANIEL ENRIQUE GIL ROSADO

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: CRISTÓBAL JIMÉNEZ

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: HENRY MARTÍNEZ

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: HERNÁN MARÍN

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: BLANCA SÁNCHEZ

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: JOSÉ MIGUEL MÉNDEZ CRESPO

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: PEDRO DURÁN

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: ELEAZAR MOLINA MOLINA (“GONZALO FRAGUI”).

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: EDGAR ÁLVAREZ ESTRADA

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: MARÍA YOLANDA MEDINA

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: EDUARDO MARTÍNEZ

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: JOSÉ MANUEL “CHACHATA” GUERRA

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: JESÚS GERARDO CORDERO

Premio Nacional de Cultura, mención honorífica 2023-2024: ALEXIS MUJICA

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: CECILIA TODD

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: LILIA VERA

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: ZHANDRA RODRÍGUEZ

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: BIELLA DA COSTA

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: OSCAR COLINA

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: DILIA WAIKARÁN

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: JESÚS SEVILLANO

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: ZORAYA SANZ

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: IVO AUGUSTO DÍAZ

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: CHEO LINARES

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: JORGE ARTEAGA

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: CARLOS PIÑERO

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: OMAIRA MARGARITA GUTIÉRREZ

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: JOSÉ MONTECANO

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: ANTONIA AZUAJE

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: MARIO DÍAZ

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: JOSÉ ANTONIO DÁVILA

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: PERUCHO AGUIRRE

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: SISTEMA DE COROS Y ORQUESTAS INFANTILES Y JUVENILES “SIMÓN BOLÍVAR”

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: AGRUPACIÓN PARRANDA LA FLOR DE COJEDES

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: TEATRO NEGRO DE BARLOVENTO

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: GRUPO ”LOS CAÑONEROS”

Premio Glorias Artísticas de Venezuela 2024: AGRUPACIÓN “LOS TRES TRISTES TIGRES”

El Ministerio del Poder Popular para la Cultura felicita a todas y todos por su destacada labor por la cultura venezolana.

La necesidad de los símbolos

Hay asociaciones que son inevitables. Una de ellas es la capacidad de concentrar fuerzas y atacar que se escenifica en la película Apocalipsis Now, de Francis Ford Coppola, con “La cabalgata de las valquirias, de Richard Wagner.

Esta pieza de Wagner, y en alguna medida la película de Coppola, son partes de las pistas que ofrece al lector en la más reciente novela de Pablo De Santis —que lleva el nombre de la pieza de Wagner—, pero no es tan evidente. Sobre todo, porque pertenece al género policial en donde — extrañamente para ser literatura latinoamericana, los detectives están ausentes, pero no los crímenes— hay policías.

En la novela se investiga un crimen que a medida que se esclarece cobra dimensiones éticas por la historia oculta de un pueblo en donde todos se conocen y hay ciertos temas y personas de los que no se habla. 

También existe una especie de competencia evidente entre policías, pero el personaje principal lleva la carga social de la historia familiar que los otros se lo recuerdan de vez en vez y está marcado desde el inicio de la novela.

“Soy policía, porque mi padre era policía. Por falta de imaginación, me acomodé al destino prefijado. Cuando estaba en quinto grado de la escuela, mi padre, el comisario Abel Nebra, mató al cabecilla de una banda de asaltantes de bancos, hazaña que lo convirtió en una leyenda viva en la institución”.

De Santis maneja con destreza el género policial que en algunas de sus novelas mezcla con el fantástico o viceversa. Cada personaje, con sus aciertos y desaciertos, en la búsqueda por la resolución de un caso, resuelve asuntos personales de los personajes. Incluso, del escritor con el lector, porque también da una mirada a la sociedad, la pasada y la actual, con frases que son estocadas, como si fueran pistas de la vida y la muerte.

“Gracias a esas fotografías de antiguas violencias se olvidaban de que trabajaban en una comisaría de un pueblo turístico, donde nunca pasaba nada. Todos necesitamos un poco de leyenda”.

Cada cierre de capítulo tiene un guiño de humor o mirada hacia la conducta humana que se repite como si fuera un patrón, independientemente del oficio. El destino de cada personaje es asumido con la dignidad que le permite comprender su vida.

Pablo De Santis logra atrapar al lector porque lleva a pulso a cada uno de sus personajes con detalles y coartadas que en su cotidianidad conforman las pistas evidentes de la investigación policial porque todos los crímenes transcurren en la normalidad y luego la vida continua como si no hubiera pasado nada.

La vida tiene sus complejidades, también la muerte y los crímenes. A veces nos hacemos preguntas que no tienen respuestas o quizás no se quiere buscar o tenerlas. Los crímenes tienen muchas aristas que resolverlos tiene su ciencia.

Hace un par de años conocí a un detective que decidió escribir y publicar unos cuentos policiales porque la literatura policial no le convencía debido a que los escritores desconocían la ciencia que utilizan los detectives para resolver los casos.

Resulta que resolver un enigma es tan solo uno de los detalles de la novela policial. “La gente tiene hambre de símbolos”, como apunta el comisario Conrado Nebra en La cabalgata de las valquirias

Los símbolos forman parte de una lógica, de un rompecabezas que permite descifrar los hechos. Como dice Marthe Arnould, son “las llaves de los caminos”.

Uno de los símbolos que expone De Santis es “La cabalgata de las valquirias”, la apertura del tercer acto de la ópera La valquiria de Wagner —que pertenece a la tetralogía El anillo del nibelungo—, junto a la escena de Apocalipsis Now, en donde es utilizada como droga para atacar y matar a vietnamitas.

A veces nos preguntamos cuál es el papel del arte, especialmente cuando algunos creen que solo es sueño e imaginación, un acto de creación ajeno a todo lo perverso de la humanidad y de la política.

No hay cabos sueltos en la novela de Pablo de Santis, sólo los que a sus personajes se les permiten sin hacer juicio sobre los inocentes y culpables. Al fin de cuentas, a veces, los extremos se tocan.

El iceberg de la literatura venezolana

Cada época define qué es un clásico en cualquiera de las artes. Algunos autores se resisten a que sus obras cobren tal distinción porque esta se distancia de su tiempo. Prefieren verla sin polvo sobre sus portadas, en el caso de los libros.

También la palabra clásico cobra diferentes significados con el tiempo y con las obras. Pero a Rómulo Gallegos nada de esto parecía preocuparle una vez que sus novelas y cuentos comenzaron a tener el interés literario, que con el tiempo lo hizo trascender como un escritor, más que nacional, internacional.

En España apareció la primera edición de Doña Bárbara, en 1929, y recientemente la editorial venezolana Garzamora salió al ruedo editorial con una edición impecable que pareciera una novedad. Al fin de cuentas, Rómulo Gallegos es tan contemporáneo que regresa siempre con cada generación. 

Algunos críticos lo encasillaron en un género que llamaron “criollismo”, sin embargo es inevitable nombrar a Doña Bárbara cuando se habla de literatura. 

Julio Cortázar desconfió de la pregunta de Mario Vargas Llosa (1965): “—Hay quienes piensan que la «novela de la tierra» es la más auténticamente latinoamericana”. El autor de Rayuela respondió que si “por tierra se entiende el drama del hombre americano en su paisaje desmesurado (paisaje cotidiano, social, ideológico, histórico), no puede sorprender que de esa situación profundamente trágica haya surgido una novelística sobresaliente. Así, dados los llanos de Venezuela y sus condiciones de vida y de muerte, Doña Bárbara es casi una fatalidad”.

Las situaciones extremas generan conflictos que Gallegos supo colocar en personajes, espacio y tiempo. En 1967, Carlos Fuentes publicó un artículo sobre Cien años de soledad, aún inédita, de la que tan solo había leído 80 cuartillas y no pudo evitar mencionar la novela de Gallegos: “Cien años de soledad re-inicia, re-actualiza, re-ordena —hace contemporáneos— todos los presentes de una zona de la imaginación que parecía perdida para las letras, sometidas para siempre a la pesada tiranía de Doña Bárbara”.

Paradójicamente, Gallegos escribió contra ciertas tiranías que luego terminaron siendo un peso para que flotaran nuevas generaciones de escritores. Si eso sucedió con autores como Cortázar, Fuentes, Gabriel García Márquez, entre otros, como Camilo José Cela que por encargo de Marcos Pérez Jiménez escribió La Catira, también en nuestro patio para nuestros escritores de alguna manera era una vara que debían superar.

Orlando Araujo en Narrativa venezolana contemporánea colocó a Doña Bárbara como el cierre de una temática novelística que comenzó con Peonía (1890), de Manuel Vicente Romero García. Pero este fue el comienzo de una “crisis” en la literatura nacional. Es cuando surge un “movimiento renovador que, entre 1930 y 1940, nos ofrece una media docena de novelas (Las lanzas coloradas, Cubagua, Canción de negros, Mene, Puros hombres, Fiebre) que son distintas y que se desprenden y se divorcian del esquema típico de la novela criollista”.

Mientras se escribía y discutía sobre la nueva narrativa venezolana, Rómulo Gallegos viajó a Hollywood, Estados Unidos (1939), para afinar los detalles de una supuesta producción cinematográfica de la novela. Finalmente se llevó al cine en 1943 con la caracterización de la actriz mexicana María Félix como Doña Bárbara. Esta versión contó con la participación de Gallegos como libretista junto con el director Fernando de Fuentes. 

Posterior al fallecimiento del escritor aparecieron otras versiones fílmicas, pero en vida vio como su obra se convirtió en radionovelas y telenovelas. Incluso hasta una ópera llegó a montarse en el Teatro Municipal de Caracas (1966) con libreto de Isaac Chocrón y participación de la mezzosoprano Morella Muñoz.

Doña Bárbara es más que un clásico, es la punta del iceberg de la literatura venezolana sin pretender ser la suma de la cultura nacional. Rómulo Gallegos se acercó a los dramas humanos de su tiempo, que es el de todos los tiempos. No es casualidad que por ello termina siendo catalogado como el escritor nacional por excelencia.

La naturaleza de las pasiones

Las pasiones son inherentes a todas las almas. El conflicto existe cuando se tienen que reseñar y poner orden en una lista. El filósofo Miguel de Unamuno corregía a aquella persona que al presentar a un médico, agregaba que además era poeta. El autor de Del sentimiento trágico de la vida invertía el orden. 

En ese mismo libro ser filósofo o poeta se equiparan cuando se refiere a los “escolásticos metidos a literatos —no digo filósofos metidos a poetas, porque poeta y filósofo son hermanos gemelos, si es que no la misma cosa—”.

Si eres escritor —y cuando decimos “escritor” generalmente se entiende que es aquel que escribe cuentos y novelas—, poeta, periodista y alpinista, como es el caso del napolitano Erri De Luca, uno se pregunta cuál de todas ellas son pasiones y en qué orden las pondría si le tocara hacerlo.

Son incógnitas que quizás nunca son conflictos, más si se toma en cuenta que ejerció oficios tan disímiles como albañil, conductor de camiones o trabajador de pista en un aeropuerto.

Involucrado además en política, es natural que evidentes rastros de esas experiencias se filtren en su obra literaria. Pero su accionar político es parte de esa esencia que tiene que ver con las posturas personales ante los actos injustos del poder.

Hay que acotar que en temas de política y profesiones, el periodismo propagandístico hace uso de la profesión para decir que el poder cercena a profesionales. Por ejemplo, el periodista alemán Günter Wallraff, autor del célebre libro Cabeza de turco, protestó contra la junta militar fascista de Grecia, en 1974, y fue preso, torturado y enjuiciado. Él nunca dijo que fue como periodista sino como activista político.

Similar actitud tiene De Luca. Arma manifiestos que luego escritores e intelectuales firman debajo de él su acción solidaria.

Hombre de mentalidad liberal, llena sus novelas de personajes populares que las más de las veces muestran un frontal desacuerdo con el sistema social, cuando no se oponen a él abiertamente.

En La natura expuesta, es fácil comprobar que, en la práctica, todos sus personajes viven al margen del sistema. Desde un narrador confinado entre las nieves de Los Alpes, hasta los migrantes que, en plan de coyote, ayuda a cruzar la frontera en abierta burla de la ley.

A diferencia de su última novela, Imposible, en la que un exrevolucionario se enfrenta a un fiscal que representa, aunque a su manera, el orden establecido, en La natura expuesta ni siquiera los representantes de la iglesia están en disposición de asumir de manera ortodoxa la tarea que se le impone.

De Luca ha llegado a afirmar que la “verdadera historia de este siglo se halla en la narrativa, no en los libros de historia, porque ha sido una historia colectiva que solo puede ser explicada por los interesados directos”.

Esa historia está marcada por el incesante paso de migrantes que desde África se dirigen a Italia como punto de llegada o de tránsito hacia otros países de Europa. De Luca aborda a esos migrantes no desde una mirada sociológica o caritativa. Su abordaje del asunto se acerca más a una concepción de la vida marcada por el cinismo.

La novela está narrada desde el desarraigo y el distanciamiento. Una voz que se vuelve, en su propia tierra, tan errante y fuera de lugar como esos migrantes con quienes se relaciona de igual a igual.

Migrantes perseguidos, religiosos tomados por la duda, o un narrador que descree de todo son los personajes protagonistas de La natura expuesta, y son a la vez esos interesados directos en el devenir de la historia.

Las novelas de De Luca suelen resumar política. No una política explícita, como la de quien toma partido abiertamente. Se trata de una cierta inconformidad que se filtra por diversos medios a través de los personajes. Es una visión sombría de la sociedad desde una conciencia que ejerce un existencialismo difuso, sin otro anclaje que una experiencia vital marcada por la derrota y el desinterés.

Las instituciones podrán tener diferentes políticas u opiniones que esculpidas en piedra de nada sirven. Sin embargo, las pasiones siguen el curso de la historia.