Novela negra con surrealistas

A los surrealistas se les puede culpar de muchas cosas, quizás de todo, fue la conclusión a la que llegó el poeta Antonio Trujillo cuando le pregunté desde cuándo existe la percepción generalizada entre los escritores de que la poesía es el género mayor de la literatura.

La razón de la interrogante viene a propósito de que en la novela finalista del Rómulo Gallegos Cómo vi a la Mujer Desnuda cuando entraba en el bosque, del mexicano Martín Solares, los surrealistas forman parte del entramado policial para resolver un crimen y una desaparición.

Solares plantea algunas de las posturas de los surrealistas que asistieron a una reunión en un lugar al norte de Francia —que en 1927 no aparecía en mapas—. Se alojaron en un hotel en donde aparecen fantasmas —solo en un sector— y por los alrededores merodea un perro con nombre de un cuento de Guy de Maupassant. 

Esto último tiene mucho sentido, cuando se habla de delirios, terror y fantasía, y es que Maupassant nació cerca del sitio de reunión convocado por André Bretón en la novela de Solares. 

También hay que destacar que el detective Pierre Le Noir, quien es el relator y protagonista de la novela, lee un texto del pintor Giorgio de Chirico, quien en una oportunidad le mandó un telegrama a Breton, de acuerdo con la novela de Solares y que se explica por sí sola:

“Adiós, Breton, ¡hasta nunca! Que el fantasma de Apollinaire, a quien dices apreciar, venga a reclamarte tu actitud hipócrita; que la poesía, que nos ha dado tanto, corte todo lazo que tiene contigo; y que los versos, que eran para ti como el aire que respirabas, se resistan a salir de ti y no puedas escribirlos de nuevo; que la prosa de la novela, que tanto detestas, se convierta en tu forma de vida. Adiós, Breton, fue un placer conocerte mientras fuiste un poeta”.

Era la época en que la novela estaba en su momento de crisis debido al auge del cine, según Ricardo Piglia. Pero hay que tomar en cuenta que cada cierto tiempo los narradores revisan las formas de contar. De allí que los poetas surrealistas consideraran a la poesía como el género literario por excelencia.

Al final, Bretón tiene repercusiones por los manifiestos y paradójicamente por la novela Nadja, que tiene los elementos germinales de sus manifiestos y de su relación con el personaje. Guiño de Solares.

Apartemos ahora la poesía, porque cuando de surrealistas se trata, la historia de Solares tiene una originalidad dentro del canon de novelas de detectives que, apegado a la literatura latinoamericana, en específico, mexicana, resulta humorística. El solo hecho de suponer que unos poetas y artistas plásticos podrían formar parte de un plan criminal, nos dice que todo es posible en literatura.

Los surrealistas sospechosos son —y se mencionan en estricto orden alfabético—: Aragon, Breton, Buñuel, Crevel, Dalí, Drieu, Duhamel, Éluard, Ernst, James, Masson, Magritte, Naville, Péret, Tanguy y Tzara.

También en la novela de Solares está presente el género fantástico, incluso el surrealista, que mediante espiritismo e hipnosis, uno de los personajes de las obras de René Magritte, “La Mujer Desnuda”, pasa a ser la principal sospechosa.

Los investigadores no sólo están dentro de la obra de Martín Solares. También están los lectores. Uno de ellos, Cósimo Mandrillo, dio con la obra de Magritte gracias a la “Inteligencia Artificial”. Pero la obra está de más si se muestra, ya que Solares hace una viva descripción. 

“Magritte había escrito dos frases en el cuadro: ‘Yo no veo a la’, luego venía el cuerpo desnudo de la mujer, y al final añadía: ‘escondida en el bosque’. Es decir: ‘Yo no veo a la mujer escondida en el bosque’”.

Solares no solo sabe “mirar”, también “ver”, de acuerdo con las teorías de John Berger, sino que además sabe escribir con maestría al no necesitar mostrar gráficamente lo que ve o mira. Ganancia para la escritura y para el lector.

También da otras pistas el detective Le Noir, entre ellas que un tal Martin Solares ha escrito otros dos libros sobre sus memorias—Catorce colmillos y Muerte en el Jardín de la Luna— y que el lector debe consultar.

Latinoamérica renueva la novela negra constantemente, más cuando tiene entre sus personajes a Duhamel, autor intelectual de la colección en Gallimard, y Martín Solares le sigue las pistas.

Los viajes de Andrea Mejía

Literatura, más allá de lo que los diccionarios de las reales academias puedan decir, es un viaje. Y si queremos buscar certezas, una sola prueba, se puede conseguir con la La sed se va con el río, de la escritora colombiana Andrea Mejía, que resultó finalista de la XXI edición del Premio Internacional Novela Rómulo Gallegos.

También es una búsqueda, que en lo estrictamente literario tiene muchas implicaciones, puesto que Mejía nos sumerge en una o varias historias cotidianas que traspasa el tiempo como si fuera uno solo, lineal, pero estimado lector, la historia es tiempo pasado, pero se escribe en presente porque puede estar ocurriendo en este instante en cualquier pueblo de Colombia, aunque sus pobladores desconocen que existe ese país.

Sus personajes vivos o muertos están en la búsqueda de sus vivos o muertos, incluso de sus cenizas. Algunos perdidos, otros desaparecidos, sin alusiones a nada que pueda parecer a lo que ha padecido el pueblo colombiano después de una guerra que pareciera no terminar.

Es una historia con alucinaciones en donde la naturaleza genera algo mítico que, desde otras latitudes, utilizan el marco del realismo mágico para describir estas tierras. Y no les falta razón, porque ciertas historias superan a las ficciones.

Sin embargo, La sed se va con el río me transporta a los años 80, cuando Griselda Navas, profesora de Lengua y Literatura del Liceo Fermín Toro, nos explicó con fragmentos de María, de Jorge Isaacs, como la naturaleza cobra un papel importante en la novela al punto que el autor la humaniza.

La sed se va con el río

Nada ha cambiado, sólo la experiencia literaria acumulada se ve reflejada en esta nueva generación de escritores colombianos que han logrado zanjar diferencias con aquella que cabalgó junto al boom de Cien años de soledad y que terminó por emular la prosa de Gabriel García Márquez. 

Tuvo que pasar una par de décadas para que nuevas generaciones de escritores tomaran rumbos diversos. Santiago Gamboa dijo en una oportunidad que logró zafarse de imitar al Gabo porque lo leyó como si fuera un clásico de la literatura.

La novela de Mejía bebe de la literatura colombiana, así como sus personajes beben el líquido destilado de los bejucos por Jeremías o Esther, que hacen que aligere el cuerpo y el alma. 

La muerte no es muerte, ni es ceniza. La Virgen con oro o sin él tiene el don de estar cuando no está porque se la nombra. El cielo no es el cielo sin el viento. Así va la literatura de Andrea Mejía, con elogios bien merecidos, porque no pocas veces se consigue una narrativa que siendo una historia cotidiana logre con serenidad contar una y otra vez que algo sucedió en el pueblo.

La muerte, un incendio, la desaparición de un personaje o de la Virgen son parte de la vida y de un territorio único, frágil, de donde nadie puede escapar. 

Alguien llega al pueblo, la narradora, por ejemplo, que está desde el principio porque alguien tiene que narrar, pero no está claro, porque no hay quien encomiende a quién para ser el narrador o narradora. Los personajes van apareciendo sin orden cronológico o es lo que el lector termina por creer, como si fuera parte de la historia y también termina ingiriendo el brebaje de bejuco de Jeremías o Edith. 

Todo depende en qué época se sitúa o advierte estar el lector, en dónde quiere que su alma desaparezca o sus cenizas se las lleve el viento.

La travesía de Andrea Mejía es para llegar a ninguna parte, porque nadie puede apartarse de dónde está, por más que se aleje, incluso el lector, siempre va a estar en el mismo sitio. 

Quien está perdido, deambula a lo largo de la historia, mientras el lector se va sumergiendo en las vidas y muertes que nadie lamenta, “…ella sabe que la vida es más que los árboles entreverados en el patio, más que el sonido de las ranas y la lluvia escurriendo entre los árboles. Más y también menos”.

Andrea Mejía en La sed se va con el río se da la mano con Umberto Eco en Seis paseos por los bosques narrativos: “Pobre del texto si dijera todo lo que su destinatario debería entender: no acabaría nunca”. 

El río está ahí, lo escuchamos, aunque no lo veamos.

El lugar de las ficciones reales

Las historias casi siempre parten de otras historias o, por lo menos, eso es lo que creemos. El asunto está en cómo se cuenta.

Pongo sobre la mesa las referencias literarias que pudiera tener una historia —que sin dudas las debe tener porque hay una literatura que precede y en la que se sostienen las ficciones— porque el veredicto del Premio Rómulo Gallegos que dio por ganadora a la novela El simulacro de los espejos, de Vicente Battista, argumenta que es “una obra de inspiración kafkiana, que crea una atmósfera opresiva muy particular y refleja algunos de los rasgos principales que definen a la sociedad contemporánea”.

Es cierto que vivimos en un mundo y un tiempo con desquicio desmesurado, es por ello que la novela de Battista genera esa imagen, de la que se han convencido los lectores de Kafka, de que todo encierro —así como de ciertas locuras e incertidumbres— es kafkiano. Lo mismo que, podríamos decir, todo absurdo es digno de Ionesco.

Pero la realidad hecha artificio con personajes que aparecen y desaparecen por actos impropios según las normas establecidas por ciertos lugares, hace de la novela El simulacro de los espejos más que un guiño a nuestra sociedad contemporánea. La retrata como si estuviera contando la reclusión de personas que según “normas” —que en este caso se desconocen y trasgredirlas pasa a ser un delito— como tener tatuajes en la piel y ser de nacionalidad venezolana, que “merecen” ser expulsados, secuestrados, separados de su familia, especialmente de sus hijos.

Cualquier parecido con la realidad, es fantasía. No sé en donde leí o escuché esta frase, podría decir uno de los personajes de El Lugar, sitio enigmático que Battista escogió para contarnos una historia que puede ser factible, incluso en la ficción, porque retrata las relaciones humanas que se sostienen como si los personajes fueran actores que están siendo observados.

La clave de la historia está en los diálogos. Los personajes están dibujados por cómo piensan, expresados con el habla. Como dijera José Martí: “¿Quién no sabe que la lengua es jinete del pensamiento, y no su caballo?”.

El narrador también es un personaje o actor que desconoce en partes las claves que sostiene la historia que se devela con diálogos, fetiches y olvidos.

Vicente Battista expone cómo la moral conservadora hace uso de un discurso, que es hegemónico, para mostrar todas las prohibiciones y restricciones a las cuales la sociedad ha sometido a los individuos. La posibilidad de la transgresión es mal vista y si se logra, los individuos son desaparecidos.

Hay escritores que no se repiten aunque son considerados cultores de un género literario. Battista primero se formó en el cuento y obtuvo mención en Casa de Las Américas por Los muertos (1969) y su primera novela, El libro de todos los engaños (1984), es publicado cuando estaba exiliado en Europa. Siroco (1985) y Sucesos Argentinos (premio Planeta Argentina de Novela, 1995), son el comienzo de jugar en el género policial aunque el enigma es una carta que siempre está en juego en su literatura. Este último libro fue publicado por la editorial Gallimard en 2000.

El narrador de Gutiérrez a secas (2001) tiene un dejo en el tono de El simulacro de los espejos. Más bien al revés, quizás. Sin duda, es el mismo autor pero con la madurez que da el tiempo. Así como Cuaderno del ausente (2009) y Ojos que no ven (2012) son un díptico que puede leerse en el orden cronológico en que fueron publicadas, si el lector así lo prefiere.

El simulacro de los espejos fue publicada en 2024 por Hugo Benjamín (Argentina) y Garzamora Ediciones (Venezuela). El título lo toma de un texto de Jorge Luis Borges, un alérgico a la escritura de novelas por dos razones: una, su “incorregible holgazanería”, y la otra, porque gustaba vigilar lo que escribía “y, desde luego, es más fácil vigilar un cuento, en razón de su brevedad, que vigilar una novela”.

En El simulacro de los espejos Vicente Battista vigila la novela con maestría singular, humor y fidelidad con sus personajes porque lo ha escrito desde El Lugar hasta el punto final.

El Eternauta eternamente

La ciencia ficción es uno de los géneros —junto a la novela negra— que critican al capitalismo. Esta afirmación no es propia, sino de Ricardo Piglia quien reflexionó al respecto ante una pregunta que le hicieran periodistas unas 24 horas antes de recibir, en Caracas, el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en 2011. 

El cómic El Eternauta no escapa a esta visión sobre el capitalismo y el colonialismo, más ahora, que gracias a la serie en Netflix, se generó una renovación de la memoria, de no olvidar que su creador, Héctor Germán Oesterheld, fue detenido y desaparecido por la dictadura militar argentina en 1977. También sus cuatros hijas fueron secuestradas y asesinadas.

Y digo renovación de la memoria porque por las redes digitales y paredes, ante la edulcorada imagen de la serie audiovisual de El Eternauta se ha desplegado una campaña voluntaria de visibilizar la obra más allá del entretenimiento, de analizar los propósitos del autor que la nieve del sistema capitalista había detenido en el tiempo como si fuera algo vintage.

Nunca faltan personas que consumen la pastilla azul, como en Matrix, y piden no politizar la serie que está muy bien realizada y actuada, protagonizada por Ricardo Darín.

Oesterheld creó El Eternauta como una historieta que ilustró Francisco Solano López y se publicó entre 1957 y 1959. Fue la primera edición, escrita al pulso de las críticas y expectativas de los lectores en la medida que aparecían las entregas semanales. En 1969 tuvo una segunda edición ilustrada por Alberto Breccia, que fue truncada por diferencias políticas con la editorial. Todas estas ediciones se realizaron en tiempos convulsos en Argentina en donde los asesinatos políticos por parte de los gobiernos de facto eran moneda corriente.

La segunda parte, publicada en 1976, nuevamente con el ilustrador López, tiene un carácter más político, debido a la represión de la dictadura argentina, sin perder el valor literario.

La influencia de las obras La máquina del tiempo (1895) y La guerra de los mundos (1898), de H. G. Wells es lo primero que salta a la vista con la diferencia notable de que Oesterheld hace énfasis en que el héroe es colectivo.

El tiempo es un recurso utilizado para desencadenar la historia. Ocurre todo en el futuro y la narración que se presentó por casi dos años, semanalmente, es apenas media hora, que se advierte en la segunda parte de la historieta. 

En la serie de Netflix que dirigió Bruno Stagnaro nadie regresa del futuro para contar que hubo una invasión alienígena, nadie se hace llamar “Eternauta”. Las acciones de los personajes de la serie audiovisual están narradas en presente, construidas a la medida de la narración del género cinematográfico que toma como base —y en buena medida es fiel— la historia de Oesterheld y allí radica su éxito global.

Cada género a su género y cada tiempo a su tiempo. En la historieta hay un personaje que se considera necesario en la historia: un historiador preocupado por registrar cada uno de los hechos, un Heródoto de un tiempo futuro que quiere registrar la realidad para futuras generaciones. Sólo que los lectores de la historieta están en un tiempo que supone el presente. Pero, para quienes lo leemos hoy, ¿qué tiempo es?

Suena confuso, pero si algo tiene la ciencia ficción es la capacidad de adelantarse y retroceder en el tiempo. Es por ello que en El Eternauta la realidad es el futuro y el presente al mismo tiempo. No hay confusiones para el lector.

Javier Argüello con su libro El día que inventamos la realidad plantea o más bien afirma con todos los historiadores que la Historia como disciplina comienza con Heródoto. Pero señala que esto no es casualidad. Que muchas cosas tuvieron que suceder en su tiempo para que los mitos pasaran al campo de la fantasía y dejaran de ser parte de la realidad.

El Eternauta es parte de la historia argentina, como los 30 mil desaparecidos de la dictadura militar que el régimen actual de ese país quiere negar. No es casual que se reviva que el sueño es colectivo, así como también lo son los héroes en un mundo donde se propicia el “sálvese quien pueda”.

La herencia de los mitos y la ciencia

A veces las obras tienen coincidencias que revelan destinos. Estábamos en medio de la pandemia cuando se difundió la noticia que la escritora venezolana Sol Linares ganó el Premio Tristana de Novela Fantástica con la obra inédita No todos los cíclopes nacen ciegos. 

Entre las coincidencias que podemos mencionar está que el premio tiene por nombre una novela de Benito Pérez Galdós, que luego Luis Buñuel convirtió en película, y a la que la novela de Linares hace guiños.

El primero es el tema de género, pero sin que sea una defensa o alegato, sino una historia que son muchas desde tiempos inmemorables. 

“Toda vida humana, como la tierra sobre sus polos, gira sobre el pivote del acto de la reproducción de la especie; pero así como la cultura disimula este hecho, la literatura debe ofrecer una veladura semejante”, escribió Pérez Galdós a Leopoldo Alas, Clarín, que muy bien podría resumir a Tristana (1892).

También hay un guiño a Buñuel por su documental Las Hurdes, tierra sin pan (1933) en donde la extrema pobreza y la ignorancia sirvieron de estudio antropológico y muestra que el aislamiento de un pueblo termina por hacer del incesto moneda corriente. 

“Una película siempre debe defender y comunicar indirectamente la idea de que vivimos en un mundo brutal, hipócrita e injusto”, opinó Luis Buñuel sobre el papel del cine en la sociedad.

La primera impresión que sobresale de la escritora Sol Linares es que la “frescura” y “madurez” que resaltó el jurado en su veredicto del premio Alba (2010) cuando ganó con la novela Percusión y tomates, en No todos los cíclopes nacen ciegos (Menoscuarto Ediciones, 2022) queda la madurez como narradora con una profunda voz poética que le da fuerza a los diferentes significados que pueda tener una acción o suceso.

Linares no tiene apuros y plantea un solo tema con sus diferentes aristas o enfoques que a saber son lo afectivo y la violencia, específicamente la violencia familiar y de género —omite las guerras, invasiones—; y hace énfasis en la historia fundada con mitos, en donde la literatura y sus dioses occidentales son vistos con una mirada comprensiva y sin tanto horror.

En No todos los cíclopes nacen ciegos se logra conjugar ciencia con fantasía para mostrarnos que aún cuando la vida es circunstancial, tiene una historia que aunque se quiera ocultar, desaparecer, porque no se quiere hablar de ello por las diferentes razones que impone la ignorancia, nuestros ascendientes están allí, en nuestro ADN que siempre tiene algo que decir. Es otra escritura de nuestro pasado y, ¿por qué no?, sueños.

Pudo haber sido un policial, pero la fantasía trasciende el sortilegio necesario para entregarse a otras miradas, otras percepciones de la vida. Hay muertes, pero no asesinatos. Torturas físicas y psicológicas que transitan el tiempo.

Es la búsqueda para la resolución de dudas y miedos que va a contramano de Howard Phillips Lovecraft: “Estoy tan harto de la humanidad y del mundo que nada logra interesarme a no ser que incluya, por lo menos, dos crímenes por página, o que trate de horrores innominados procedentes de espacios exteriores”.

Sol Linares está abierta a lo desconocido, pero sobre todo, a lo que es diferente, a lo que alumbra. ¿Cuántas veces nos hemos hecho la pregunta de qué es lo normal? Quien no se hace esta interrogante está más cerca de los supremacistas que exterminan pueblos bajo la creencia que son un pueblo elegido y que terminan siendo peor que una pandemia.

La diversidad está en la riqueza del lenguaje que va más allá de las lenguas, de las historias que se cruzan, del ADN y la sangre, de los días y las noches que tienen luz propia y que hacen que las personas —en este caso, los personajes— se transformen y defiendan una causa, por más pequeña que esta sea, pero causa al fin.

Sol Linares muestra en No todos los cíclopes nacen ciegos una cara amable de la herencia de los mitos para explicar literariamente la realidad y los miedos a través de la fantasía y la ciencia. No todo está perdido, viene a ofrecer un corazón, como reza la canción de Fito Páez.

La foto familiar de Bolívar

La muerte acecha en cada capítulo de Todo llevará su nombre, de Fermín Goñi, en donde toma pulso de cada latido de los últimos días del Libertador Simón Bolívar, pero también es su paso por la vida en un tiempo en que no reparó ni se detuvo por su salud. Fue un mal enfermo que se autodiagnosticó y se rehusó a las curas.

Una de las escenas iniciales es la “familia” de Bolívar, que presentan a una esclava en Santa Marta. Ella desconoce que es libre, porque quienes están con el Libertador, son libres, y ella quiere ser parte de la familia —y lo consigue con sus cuidos y rezos—.

Vivió las angustias de las horas pasar sin mejoras del enfermo con la familia que se había reducido a la cocinera Fernanda Barriga, el mayordomo José Palacios, su sobrino el teniente Fernando Bolívar, los edecanes el coronel Belford Hinton Wilson y “el capitán Andrés Ibarra, el coronel José de la Cruz Paredes, el capitán de su guardia personal Lucas Meléndez, el auditor de guerra Manuel Pérez de Recuero, el comandante y comerciante canadiense John Glenn y los generales Mariano Montilla, José María Carreño y José Laurencio Silva”.

Faltó el general irlandés Daniel Florencio O’Leary para completar el cuadro familiar. Hay muchos más hombres y mujeres que debieron estar en esa pintura de Antonio Herrera Toro, como Manuela Sáenz, Rafael Urdaneta, entre otros, que lo acompañaron en batallas y también con él pasaron a la eternidad. En la foto de Fermín Goñi están en el relato de la vida y angustias finales de Bolívar.

Goñi toma una foto de esta familia y la pone en movimiento, pero en clave de novela, para presentar a un Bolívar a través de los ojos, oídos y manos del médico francés, que acababa de cumplir 34 años, Alejandro Próspero Reverend, quien conoció de primera mano las historias sobre el Libertador por quienes lo acompañaron y fue protagonista de la hora final.

Mientras el doctor intenta conseguir el medicamento para la cura del paciente llega el teniente coronel Francisco de Miranda —hijo menor del Generalísimo— con unas botellas de vino, de las que le gustaba a Bolívar, pero es mal momento para beber y celebrar.

La novela avanza con los días. Por un momento pareciera que los números de los capítulos son los mismos de los días, pero Goñi, escritor de novelas negras, que participa activamente la semana negra de Gijón —a veces como jurado—, convierte la historia en una de intriga en donde el lector pasa a formar parte de la vida familiar de Bolívar, que no quiere que avancen los capítulos, pero es inevitable, así como la vida continúa, también la lectura.

Sobre Bolívar hay varias biografías e innumerables documentos que a lo largo del tiempo fueron recuperados. A principios de la década de los noventa, un grupo de poetas que dirigían la extinta revista de Kuaimare, me preguntaron qué libro recomendaba. Sin cortapisas le dije El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez.

Se asombraron que alguien a estas alturas de la vida recomendara al Gabo, pero sobre todo porque se trataba de Bolívar. Era la época en que los héroes no debían ser héroes, era el tiempo del “fin de la historia”. 

Recuerdo el día en que un amigo hace un par de años me dijo con sorpresa, mientras sacaba de su mochila el libro El vuelo del alcatraz, de Francisco Herrera Luque, que por qué no había leído antes esta novela. 

Herrera Luque falleció en 1991 y esa fue una de sus obras que vería la luz casi a final de milenio. Ambas novelas históricas contrastan más allá de lo literario. La del laberinto muestra a un héroe que lo espera un destino; en la del vuelo, Bolívar es visto desde las dimensiones del héroe y, a veces, de antihéroe, al punto que no tiene remedio. 

Fermín Goñi advierte en varias oportunidades en Todo llevará su nombre el “laberinto” del Libertador, pero no como palabra final ni como destino. La muerte es un tránsito inevitable y, en el caso de Simón Bolívar, previsible, más si se ve con los ojos de un médico; pero la familia, incluido el francés, saben de la grandeza de un hombre que se les escapa de la vida y que va a despertar “cuando despierta el pueblo”.

La biografía y la novela con sus contradicciones

¿Cuánto de realidad y ficción puede contener una biografía?, es la pregunta frecuente que se hace el lector. Sin embargo, Maryse Condé cuando escribió sobre su abuela Victoire, también se hizo la misma interrogante sobre pasajes de la vida de algunos de los parientes que no conoció y de los que poseía poca información, pero eso no le impidió reconstruir sus pasos en una biografía que se lee como una novela de ficción.

“Es indiferente si recuerdo o invento, si tomo prestado o imagino”, es una frase de Bernard Pingaud que Condé usa como epígrafe para marcar el inicio de su travesía en el tiempo.

El título original, escrito en francés, es Victoire, les saveurs et les mots (2006), que sin temor a traicionar a la autora de Guadalupe, pudo haber sido traducida “Victoire, los sabores y las palabras” o “Victoire, sabores y palabras”, que como enumeración simple, pudo haber sido la intención de la autora para generar expectación en el lector.

El título de la edición en español —Victoire. La madre de mi madre, 2024— también tiene ese juego que perturba a la razón de la lengua, puesto que la palabra “abuela” tiene un significado que se explica en el subtítulo, pero las cosas no son tan simples como parecen.

A veces nos atenemos a las ataduras de las reglas de las academias de las lenguas, sin embargo la vida tiene muchas otras salidas con sus juegos de palabras. Si bien Condé falleció hace un año, el 2 de abril de 2024, y desconocemos si hay una edición anterior a la presentada por la editorial Impedimenta, pues no dudo que la autora estaría completamente de acuerdo con este juego de palabras, porque si bien madre es madre, aún a corta edad, también los papeles se intercambian a gusto y disgusto, pero sobre todo porque la biografía sobre su abuela también lo es sobre su madre y sobre sus orígenes.

Escrita en la madurez, la visión es muy diferente a la que en su juventud tenía sobre sí misma, como mujer y negra, nacida en la colonia aunque la independencia llevara ya dos siglos, porque los vestigios de la esclavitud y el machismo, siguen intactos a pesar de los derechos obtenidos.

“Ya conté en Corazón que ríe, corazón que llora que nadie de mi familia me instruyó acerca de la trata —esos viajes iniciáticos que fundaron nuestro destino de antillanos—, ni tampoco de la esclavitud. Tuve que negociar sin ayuda alguna el peso de tan terrible pasado. Las historias individuales, en cambio, sustituyeron a la historia colectiva”.

Esta historia se repite una y otra vez en nuestro Caribe, en nuestras tierras. Benito Yrady cuando presentó los testimonios de tres cimarronas venezolanas con su libro La caja de los truenos (2024), hizo énfasis en cómo ellas se identificaban: negras descendientes de africanos esclavizados. Esta identificación no es algo común a pesar de todo el esfuerzo que se ha hecho para comprender nuestros orígenes.

Y mucho en común tienen estas historias de Condé e Yrady, con la diferencia, quizás, de la musicalidad en la escritura. En La caja de los truenos uno siente el vibrar del tambor, el sonido del pilón, el bailar en el andar, el espíritu de rebeldía, mientras que en Victorie la música que predomina es la de Bach y constantemente hace alusión a Carmen, de Bizet.

Condé ha tenido diferentes posiciones políticas en la vida, además de las evidentes confrontaciones en ideas, de su distanciamiento con Aimé Césaire después de releer a Franz Fanon. Hago énfasis en “releer”, porque cuenta en La vida sin maquillaje que la primera vez que lee Piel negra, máscaras blancas (1952), a los 18 años, tiene una impresión errática. 

Nueve años después fallece Fanon, pero ella ya vivió en África, en Ghana y los cambios políticos con la independencia de ese país. Comprende, a su manera, que no era una “condenada de la tierra”, porque sus padres fueron negros burgueses aunque estos pasaron vicisitudes que marcaron su formación. 

Maryse Condé no escamotea las contradicciones vividas porque más bien reafirma la lucha que hay que emprender, que todos provenimos de África y que seguimos siendo esclavizados del orden  establecido por el imperio.

Patente de corso para francófonos

En octubre del año pasado el escritor francés Miguel Bonnefoy, de unos 38 años de edad, ganó el Premio de la Academia Francesa de novela y el Premio Femina. La prensa lo cataloga como escritor franco-venezolano por ser hijo de un chileno y una venezolana y aseguran que se crio en el estado Zulia, Venezuela. 

La obra con que se alzó con el premio fue con Le réve du jaguar, que apareció en agosto de 2024. “El sueño del jaguar” ha sido la traducción que han difundido en castellano, pero aún no ha sido traducida. Por eso, en vista de que este servidor sólo conoce —y con esfuerzo— la lengua de Cervantes, el compañero de esta página, Cósimo Mandrillo —que sí domina el idioma de Les Poètes maudits—, propuso que el libro de esta edición fuera Azúcar negra, de Miguel Bonnefoy, publicada en 2018 por Monte Avila Editores Latinoamericana —la edición española tiene por título Azúcar negro (Armaenia, 2018)—.

La obra narrativa de Miguel Bonnefoy ha merecido una variedad de premios y distinciones. Azúcar negra apareció en francés en 2017 y es su segunda novela. Su ópera prima, El viaje de Octavio, quedó finalista en el Premio Goncourt a la primera novela (2015). Luego, con Herencia (2020) consideraron la consolidación de Bonnefoy al llegar finalista en el Goncourt y el Femina. Y antes de Le réve du jaguar, apareció El inventor.

En Francia no es un autor desapercibido, aunque haya destacado en entrevistas que no lo tratan como escritor francés, sino como francófono. Es como si tuviera una patente de corso literaria en un país en donde los inmigrantes juegan un papel destacado en todos los órdenes. Algo que Michel Houellebecq ha resaltado en sus más recientes novelas.

La novela Azúcar negra pareciera un preludio de su obra. Escrita a los 30 años, pero con la madurez de quien cruza los 50, así como el autor anuncia el carácter o personalidad del personaje Severo Bracamonte.

La fantasía de pensar en un tesoro del filibustero Henry Morgan perdido en el río de una selva crea todos los mitos posibles de lo que puede estar enterrado en estas tierras. Si bien el pirata tomó Maracaibo a sangre y fuego, el territorio en donde transcurre la novela es el oriente del país, por donde pasó el pirata Gualterio, como le decían los españoles coloniales a Walter Raleigh.

Es en Venezuela en donde las familias Otero y Bracamonte forman un emporio con la destilación de ron, que en la medida que va contando parecieran las tribulaciones de Alberto Vollmer antes de empezar la siembra de la caña de azúcar. En los años que debe esperar para añejar el ron en barricas de bourbon. En la venta y exportación con denominación de origen. Es decir, debe estar atento de ser un agricultor, ingeniero químico industrial y negociante. Tres en uno si ponemos de lado la administración, en donde Serena Otero es diestra.

El tiempo en que se desarrolla el relato es difuso, aunque todo apunta a la época de la dictadura de Juan Vicente Gómez, a los inicios de los cambios por la modernidad con sus artefactos y de unos trenes que ha quedado en la imaginación. 

Bonnefoy logra con la lengua esa magia de cruzar almas y naturaleza para construir metáforas que parecieran que no dicen nada, pero lo dicen todo.

Guarda reminiscencias de la literatura macondiana. “Llovió cuatro años, once meses y dos días”, así comienza unos de los capítulos finales de Cien años de soledad. En Azúcar negra los estragos del incendio que acaba con la plantación, el pueblo y la novela, dura menos, puesto que “dejó en el cielo una cubierta de cenizas que tardó tres años, diez meses y cinco días en desaparecer”.

La escritura lleva una carga de lectura, resalta Ricardo Piglia en El último lector, y Azúcar negra no escapa de ello. Hace guiños a la literatura francesa con las lecturas de Serena. Menciona lo nuevo con la modernidad, pero también lo antiguo, que lleva la tragedia y la muerte. 

La mención de un sillón Voltaire nos hace recordar La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique, que su crisis azul la vivió en Paris en búsqueda del amor en pleno Mayo Francés. En Azúcar negra la crisis es su naturaleza, mientras el amor pasa como un tren que ya no existe.

Vestigios coloniales sin héroes

El “fin de la historia” fue el grito de victoria del neoliberalismo. Era la época en que intelectuales y poetas preferían refugiarse en la “palabra”, el “lenguaje”, como si esa fuera la Patria. También renegaron de los héroes, pero resultó que la historia continuó su curso.

Aún hay vestigios de esa visión en que es mejor no tener historia de independencia y héroes, de ver el pasado como la “tragedia” del presente y pretender responderlas con personajes del imperio. 

Pongamos por caso El Pacificador, de Francisco Suniaga, que narra las vicisitudes del general realista Pablo Morillo en tierras venezolanas. Aunque la novela histórica comienza en Cádiz, con una supuesta conversación con el generalísimo Francisco de Miranda preso en La Carraca, el autor da a entender que Venezuela era la gran “preocupación” del enviado del rey Fernando VII desde antes de partir hacia Tierra Firme con más de 10 mil hombres en 42 barcos y 18 buques de guerra.

Suniaga se propone hacer una radiografía de un tiempo violento en donde hombres y mujeres son sospechosos para el general realista. Cada quien, desde su postura política, religiosa, filosófica —quién la tuviera— y militar, se expresa sobre el contrario como ser aborrecible. Pero, si el contrincante es un republicano o, por tomar un solo ejemplo, Simón Bolívar, aumentan las maledicencias contra el héroe independentista, considerado como un joven mantuano desleal al rey de España y sanguinario.

A través de los personajes se mantiene la tesis de que la guerra de independencia fue cruenta y despiadada por culpa del Decreto de Guerra a Muerte. Es decir, ayer y hoy, Bolívar es el causante de todos los males de Venezuela.

Esta concepción conservadora y al mismo tiempo liberal —porque en definitiva, liberales y conservadores abonan la misma causa política— ha calado en ciertos personajes de la “izquierda” e incluso en quienes consideran intelectuales. Tomaremos como ejemplo a José Ignacio Cabrujas que escribió a su antojo a favor y en contra de Bolívar, como héroe o bufón, todo con tal de desmontar el argumento del contrario.

En las novelas históricas se da por sentado que hay ficción y datos rigurosos de la historia, de los personajes. En El Pacificador se desconoce qué hay de lo uno y lo otro, hasta el punto de descreer que quien venció a Napoleón Bonaparte, hombre de batallas entre la espada, la sangre y la muerte, se perturbe emocionalmente porque cometió en nuestras tierras pecado carnal fuera del matrimonio en dos oportunidades y que sólo se sintió librado de culpa cuando logró confesarse en Caracas.

El texto está plagado de citas extensas entre comillas, que parecieran cartas o memorias que juegan un extraordinario papel literario como diálogos. También es notorio que al término de cada capítulo van unos textos en cursivas que al principio se desconoce quién es el personaje que habla, pero a medida que avanzan los capítulos, se percibe que quien escribe es un Miranda amargado y, a veces, reiterativo.

De acuerdo con los personajes y el autor —en la medida que maneja los hilos invisibles—, la peor decisión fue haberse embarcado tanto para liberar a Venezuela de la colonia española (Miranda), como ir en defensa del rey Fernando VII (Morillo). Es condescendiente con los realistas Domingo de Monteverde y José Tomás Boves, porque al final de cuentas no eran militares sino unos personajes a quienes arrastró la vorágine de la guerra independentista incitada por Bolívar.

Antes de llegar al colofón, es necesario precisar que El Pacificador apareció en España bajo el sello Editorial Alfa (diciembre, 2024) y en Venezuela se puede conseguir una pésima edición del departamento de publicaciones de la Universidad Católica Andrés Bello (abediciones, 2024), en donde quedan mal parados, además de los editores, quienes estuvieron a cargo de la diagramación, corrección e impresión.

El Pacificador es la novela de los derrotados y de los que sostienen la conseja conservadora de que todo tiempo pasado fue mejor, incluso si ese pasado es de hace más de doscientos años.

Los límites de la novela histórica

Las historias del pasado podrían ser un retrato de la actualidad o, tal vez, una forma de entrar en el tiempo que nos permite comprender el presente. De hecho, existe la tesis de Giorgio Agarben que quienes formaron los cimientos del pensamiento filosófico y político son nuestros contemporáneos, aunque esos hombres y mujeres hayan pertenecido a diferentes épocas.

El cine de Hollywood ha dejado una impronta en la creación de una imagen de los griegos y romanos de hace más de dos milenios. De estos últimos, han presentado a emperadores que fueron guerreros y algunos terminaron asesinados por sus delirios. La impresión que dejaron es que los atacó una epidemia de locura

A esa imagen también ha contribuido, en buena medida, la literatura. Pero Marco Aurelio y los límites del imperio, la más reciente novela de Pablo Montoya, rompe con esos mitos al presentar a un emperador con sus disquisiciones filosóficas y humanas.

El narrador de Montoya se pregunta: “¿cómo separar el pensamiento del poder político? ¿Cómo negar que la filosofía, en esa larga senda que une a Grecia con Roma, había superado el aposento familiar para ir ascendiendo hasta el control de los asuntos públicos?”.

Inmediatamente se responde: “Es más, lo que me ha llevado a la cima del imperio —asumir el poder con la convicción y el respeto exigidos— es saber que tengo de mi lado a la razón. Creo en ella y en su injerencia frente a la construcción de nuestro presente. Roma y su discernimiento de la criatura humana han sido ante todo la lenta y progresiva elaboración de un modelo en el que política y filosofía han de abrazarse. Por ello es lógico, propio de su avanzar en el tiempo, que hombres razonables o militares sensatos, y no payasos megalómanos y sedientos de violencia, sean quienes controlen las riendas de la administración del imperio”.

Montoya retrata una época, y podemos reflexionar sobre el imperio actual en donde abraza la guerra y el capital. Acumular y doblegar, sin dejar de lado aquella Roma sangrienta. Nada es idílico. Especialmente, porque la novela mantiene el hilo conductor del pensamiento de quienes se impusieron sobre otros pueblos y los esclavizaron.

La filosofía podría considerarse que era una abstracción que pasaba por la comprensión de las almas hacia lo humano mientras en la práctica hacían la guerra, aunque la época que se relata es la que fue considerada como pax romana.

En Marco Aurelio y los límites del imperio se mantiene la misma imagen y los mismos criterios sobre los bárbaros, que son considerados sinónimo de “bestias”, “salvajes”, porque usa como fuente los testimonios del emperador.

El origen de la palabra bárbaro “proviene del griego barbaros, un vocablo de formación onomatopéyica usado por los griegos para referirse a los extranjeros cuyas lenguas no entendían y de quienes solían comentar que únicamente sabían decir bar, bar, bar”, explica Ricardo Soca en La fascinante historia de las palabras y nos advierte que el “prejuicio de los griegos está presente en todas las civilizaciones, que ven como ‘extraño’ o ‘enemigo’ todo lo que es ajeno a ellas”.

Atila, rey de los hunos, es considerado bárbaro, pero también lo fue Aníbal, cuya travesía por Los Alpes inspiró a Simón Bolívar para atravesar con éxito Los Andes.

El historiador Miguel León Portilla recoge en Visión de los vencidos la misma pregunta de hace casi cinco siglos: “‘¿Quiénes son esos salvajes?’, dice el tlapaneca otomí Hecatzin cuando va a atacar a los españoles”.

“Sobre salvajes” es el poema que Gustavo Pereira escribió a inicios del siglo XXI en plena discusión política de la Constituyente. Algunos políticos consideraron irrelevante polemizar sobre nuestros pueblos originarios para no darles protagonismo en nuestra Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, mientras que el poeta les dio la razón con la poesía.

Pablo Montoya comenzó a escribir la novela cuando la pandemia del Covid-19 mostró la peor cara. Y así empieza Marco Aurelio y los límites del imperio, con una peste —y la muerte rondando—. La de los imperios, hasta ahora no ha cesado, tampoco sus límites.