Las deudas de un escritor fantasma

Cuando me recomendaron leer a Paul Auster, a finales del siglo pasado, me sugirieron que primero viera la película Smoke y si me gustaba, que leyera La música del azar y La trilogía de Nueva York. La película es extraordinaria y con actores como Harvey Keitel y William Hurt cobra mejores críticas.

Conseguí los libros de La trilogía de Nueva York por separado. Ciudad de cristal, el primero, me atrapó desde la primera oración: “Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él”.

Hay maneras de conocer Nueva York y con Auster puedes llegar a caminar calles que no son las más transitadas. A vivir vidas con nombres imaginarios y literarios. Buscarse a sí mismo, con su nombre y apellido y tener vidas paralelas.

En Ciudad de cristal el autor plantea varias teorías. Una de ellas inquiere acerca de cuál puede ser la razón por la que a las cosas se les pone un nombre por su utilidad y se les sigue llamando igual cuando ya no tienen la utilidad por la que fueron nombradas.

De ahí en adelante, me convertí en lo que Stephen King llama “lector completista”. Leí casi toda la obra de Auster, incluida Jugada de presión (1984) que publicó bajo el seudónimo de Paul Benjamin —sus dos nombres de pila—, y mi biblioteca llegó a tener los colores de los libros de la colección Compacto y Panorama de narrativas de la editorial Anagrama.

En la colección Compacto (bolsillo) “se guardan las joyas de la corona”, dijo el editor Jorge Herralde en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2002. Ahí también están Vladimir Nabokov, Patricia Highsmith, Raymond Carver, entre tantos otros. Pero desde 2011, la obra de Auster pasó a las ediciones de bolsillo de la editorial Seix Barral (Grupo Planeta) por un millón de euros, transados en la Feria del Libro de Fráncfort.

“Como comprenderás, me resultó muy difícil renunciar a una suma tan elevada de dinero. Estoy a punto de cumplir 65 años, no sé cuántos libros seré capaz de escribir y el dinero me proporciona cierta tranquilidad con respecto a garantizar el futuro para Siri y Sophie cuando yo ya no sea capaz de ganar tanto como he ganado en el pasado”, le escribió Paul Auster a Herralde cuando el editor se enteró —y molestó— de que la decisión de abandonar Anagrama era por dinero.

Baumgartner fue su última novela. Apareció unos meses antes de que falleciera y, más que la muerte que se acerca, es la vejez de un escritor la que se impone en sus páginas. Narrar la lentitud de las acciones puede mostrar cierta maestría, aunque no llega a la exasperación que puede causar Kazuo Ishiguro con un par de sus personajes que están por más de veinte páginas dentro de un ascensor y tan solo han avanzado un par de pisos.

Auster ha sido un personaje invisible en cada una de sus novelas. Su vida volcada a la ficción sin que esta sea totalmente cierta, porque, en definitiva, la reconstrucción de las historias pasa a ser ficción.

Los títulos de sus novelas son merecedores de estudios literarios. La invención de la soledad —que no es una novela, pero parece— sugiere tantas cosas que podría ser un tratado de la vida, pero al ver que el libro tiene tan pocas páginas se desiste de la idea rápidamente.

En sus novelas trata siempre de presentar una teoría. En La música del azar el sistema de trata de personas se presenta a través de un deudor que, aun cuando cree que ha pagado la deuda, debe seguir trabajando como esclavo porque su deuda le ha hecho contraer otras.

También el autor es deudor en muchas de sus novelas, en donde encontrará que faltan 10 páginas para terminarla y está comenzando una historia tan extraordinaria que parece increíble que se esté acabando el libro.

El síndrome del miembro fantasma es lo que detona la historia de Baumgartner. Me pregunto si la desaparición de Auster generará en los lectores de sus novelas y ensayo el síndrome del escritor fantasma.

El héroe oculto soy yo

El título es capcioso. No hay héroe oculto en la obra de Paul Auster. ¿O sí? La respuesta pareciera simple: en sus novelas, el protagonista suele ser un escritor que asume un rol determinado, el de detective por ejemplo. Los eventos ocurren al mismo tiempo que ese protagonista los cuenta, es decir, los escribe. Por si eso fuera poco, en general lo que se narra son hechos de la vida cotidiana propios de la rutina de un escritor, sin grandes sobresaltos ni aspiraciones épicas. Conclusión: el héroe de esas novelas es el propio Paul Auster.

Como para confirmar tal conclusión, Auster ha dejado en su obra abundantes elementos autobiográficos que sustentan sus historias; bastante más de los que suelen encontrarse en la obra de otros narradores.

Pero no todo es tan fácil. En una entrevista televisada, el propio Auster se encargó de dar su versión del asunto con una respuesta brillante: “No son autobiográficas —respondió refiriéndose a sus novelas— usan material autobiográfico, pero no son autobiográficas en el sentido clásico. La verdad es que no estoy tan interesado en mí mismo, no es como si quisiera contar mi vida;  estoy interesado, eso sí, en lo que se siente al estar vivo, y es mi historia la que conozco mejor que cualquier otra. En algún momento solo quise sentarme y escribir cosas de mi vida como una forma de compartirlo con otras personas. Creo que esos libros son un especie de mecanismo que pueden inspirar al lector para que recuerde eventos de su propia vida, que es distinto a simplemente querer contar la mía.”

De ese modo, todos entramos en la biografía de Paul Auster, que termina por ser nuestra propia biografía. Y no se trata de un juego de palabras. Al ser esas novelas escasas de grandes eventos y cortas de aventuras, los libros de Auster se nutren especialmente de reflexiones, un constante filosofar de bajo tono paralelo a los actos más elementales del diario transcurrir; esa clase de cotidianidad que inevitablemente nos toca a todos por igual.

Lo familiar, lo déjà vu, explica, además, lo increíblemente entretenidas que resultan unas novelas en las que el narrador se demora en intrincadas elucubraciones que, tratándose de otro escritor, nos harían abandonar la lectura casi de inmediato. Eso y el uso de un lenguaje cuya llaneza pareciera originarse en el desinterés por un estilo  más elaborado y “elegante”. En esto también es el propio Auster quien viene a desmentirnos. Frente a la inevitable pregunta acerca de sus hábitos de trabajo, el escritor responde en otra entrevista que se da por bien pagado si alcanza a escribir al menos una cuartilla por día; y luego precisa: “eso supone corregir catorce, quince o más veces cada párrafo”.

El señor Auster, el del mundo real, fluye libre en cada una de las páginas que escribió, aunque tuvo buen cuidado de no contarse plenamente. Algo así como una especie de rueda fatídica en la que el hombre no puede dejar de escribir y el escritor no puede dejar de incluirse en lo escrito. Una condena, en definitiva, que él mismo aclara en su última novela, Baumgartner, por medio de un juego de palabras imposible de traducir del inglés al castellano. Una cadena perpetua (life sentence) que lo condena a una vida de hacer oraciones (a life of making sentences).  Escritura y condena quedan así equiparadas.

Baumgartner es el canto de cisne de Paul Auster. Gravemente enfermo, enfrentado a la inminencia de la muerte, el novelista parece reandar los pasos de una vida indisolublemente unida a la escritura: “entiendo la dureza de la condena, pero debo reconocer a las  autoridades que la puerta de mi celda nunca se ha cerrado, y no me cabe duda de que podría haberme largado cuando me hubiera dado la gana. No es que no me haya sentido tentado, pero por razones que nunca he llegado a entender del todo, he decidido seguir aquí.”

Cumplió la condena hasta el último minuto de su vida. Haciendo oraciones, no escribiéndolas, para enfatizar con ese verbo hacer el carácter artesanal, de construcción física de la escritura.Baumgartner tiene un final abrupto; nunca sabremos si fue una elección del escritor o una imposición de la muerte.