Ficciones en la literatura erótica

Comenzaba a correr el año 2003 cuando el editor Leonardo Milla me invitó a almorzar a un restaurant en Sabana Grande. Era la época en que yo dirigía una editorial y librería virtual que se llamó Comala.com. En medio del almuerzo, después de conversaciones típicas de editores y antes de la sobremesa, me dice que quiere crear una colección y un premio de literatura erótica.

Para Milla era el momento propicio para lanzar este concurso literario debido a que en 2002 el Premio La Sonrisa Vertical, de la editorial Tusquets, el fallo fue desierto y tenía información de primera mano de que no continuaría por la poca calidad literaria. Así que me propuso que dirigiera la novísima colección para Alfadil y que participara en el jurado como presidente.

El premio, que se llamó Letra Erecta, tuvo tres ediciones y los ganadores fueron la cubana Vivian Jiménez, el español José Luis Muñoz (Premio Sonrisa Vertical, 1990) y el peruano-venezolano Jorge Gustavo Portella. La colección logró tener las firmas de Denzil Romero con La esposa del Dr. Thorne (Premio La Sonrisa Vertical, 1988) y Ana Teresa Torres con su novela La favorita del Señor (finalista del Premio La Sonrisa Vertical, 1993). También entró en el catálogo Israel Centeno con La casa del dragón (2004).

En la última edición del premio una escritora pidió la valoración de por qué no había logrado alguna distinción. El certamen era bajo seudónimo y los manuscritos debían ser inéditos, pero reveló su autoría al enviar la petición a través de un correo electrónico. Este no fue respondido porque no estaba estipulado en las bases, pero a los días insistió con una llamada telefónica a la gerente editorial de Alfadil pidiendo explicaciones.

Mi respuesta a la Gerente, si mal no recuerdo, fue que para que una novela erótica sea considerada como tal, primero tiene que ser novela y luego erótica. No pongo comillas porque perdí el correo, pero es algo que puedo sostener en cualquier momento. “Soy de pocas ideas, pero fijas”, como decía el matemático Frank Baíz Quevedo.

Traigo a colación esta historia personal porque en la víspera de la Feria del Libro de Madrid, Rosa Montero promocionó por las redes sociales el libro de una autora que ha logrado fama con la literatura erótica: “Si queréis comprar una novela magnífica, os aconsejo que compréis La tarde que Bobby no bajó a jugar, de la cubana-portorriqueña Mayra Montero (nada que ver conmigo pese al apellido) que es un libro fabuloso, que además de ser literariamente buenísimo está basado en la realidad, en una historia increíble del tremendo ajedrecista Bobby Fisher. Os va a encantar, os lo aseguro”.

Mayra Montero (1952) fue finalista del premio La Sonrisa Vertical  en 1991 con La última noche que pasé contigo, pero en 2000 logra alzarse con el premio con Púrpura profundo. Antes de aparecer su más reciente novela, publicó entre otras, una novela histórica sobre Francisco de Miranda, El caballero de San Petesburgo.

La tarde que Bobby no bajó a jugar ha sido publicitada como una historia real. Supuestamente la autora guardó el secreto hasta que desaparecieran físicamente su madre; pero en especial, su esposo. El secreto tan bien guardado confirma que el morbo no escapa ni siquiera al mercado editorial español.

La novela está escrita extraordinariamente bien, como una relojería suiza, en donde además, tenía que serlo, puesto que unos relojeros polacos —y sus descendientes cubanos— son parte de la historia con Bobby Fischer, el talentoso ajedrecista, cuando fue a Cuba a la edad de 13 años con su madre a participar en las sesiones de simultáneas en el Club Capablanca, en donde ganó diez partidas y empató dos. En ese año, 1956, comenzó a ser reconocido por el público y la prensa.

La historia transcurre en alternancias con 1966, su segunda visita a Cuba en donde Mayra, bajo el nombre de Miriam en la novela, ha sido utilizada como peón del tablero de ajedrez puesto que el personaje, desde sus 14 años critica a la revolución cubana, pero idealiza el entramado en que ella estuvo sometida e idealiza una supuesta relación amorosa. La abuela y escritora Mayra Montero, sin ser diestra en el juego del ejército, hizo jaque al ajedrecista estrella de Estados Unidos, a quien ahora algunos lectores no verán con los mismos ojos.

Crónica del alfil y la reina

Esta es la novela más personal de Mayra Montero. Lo ha dicho ella misma. Narra un acontecimiento de su vida que mantuvo oculto, a lo largo de muchos años, incluso de sus parientes más cercanos, léase madre y marido. Ese hecho, en apariencia simple, puede que haya marcado no solo el rumbo que tomaría el relato, sino incluso la calidad del mismo al compararlo con otras de sus obras.

Montero ha declarado que no escribió antes esta novela porque vivían su madre y su marido pues el asunto les podía resultar muy espinoso. Por muy humano que parezca, no deja de ser controvertido que un autor justifique de ese modo lo que publica y lo que no. Antes bien, pone en juego un elemento de domesticidad que para nada ayuda a la idea que el lector puede hacerse de la obra, aun antes de leerla.

La proximidad autobiográfica no es siempre un factor que potencie el relato. De hecho, es posible que se convierta en una rémora implantada allí por una valoración de lo que se cuenta que el lector no está obligado a compartir.

La novela se desarrolla en dos grandes vertientes. De un lado, la reconstrucción de la vida habanera antes y después de la revolución; del otro, una mirada amplia al mundo de las competencias de ajedrez, especialmente en las décadas de los 50 y 60, con las implicaciones políticas que esas competencias adquirían en la época de la guerra fría.

El seguimiento a Bobby Fischer se hace con una minuciosidad documental absolutamente convincente. De hecho, la escritora se  ocupa, al final de su obra, de suministrar información acerca de sus fuentes y de agradecer a quienes colaboraron en la recopilación de tales datos. Digamos que, para los aficionados al ajedrez, el relato ofrece un interesante seguimiento de la vida y desempeño de uno de los grandes maestros del siglo XX; además de dar una imagen no siempre edulcorada de unos individuos que, según la propia novela, son realmente guerreros que, apaciguando el ánimo belicista, se conforman con volcar su violencia sobre un tablero: aunque por momentos esa violencia pueda desbordar las sesenta y cuatro casillas  e invadir la realidad hasta mancharla de sangre.

Y aquí viene el asunto de lo autobiográfico. La historia de una niña  de catorce años que va en pos de un autógrafo del ajedrecista estrella y termina con él en la cama resulta poco convincente, por muy verdadera que sea la historia. Una prueba más de que la literatura solo sigue sus propias leyes y no suele prestarse para jugar solo el papel de registro documental.

Aunque sea imposible saber dónde termina lo autobiográfico y dónde empieza la pura ficción, lo cierto es que el argumento según el cual un grupo de muchachas le imponen a la protagonista que consiga el autógrafo para, todas ellas, recibir a cambio un disco de los Beatles resulta increíblemente débil. La narración no logra, aquí, que peripecia y personajes alcancen una mínima verosimilitud y que no terminen siendo un pretexto mal logrado para entrar a lo que verdaderamente importa, es decir, el encuentro con Bobby Fischer.

Lo mejor  de esta parte de la novela puede que sea la descripción de la cotidianidad familiar en la Cuba de la primera década de la revolución. Aunque contado desde el disentimiento, es posible familiarizarse con los avatares de un cambio político que se inicia y el impacto, no siempre agradable, que tal cambio tuvo en la vida privada de los individuos.

En cierta forma todo es tangencial en esta novela. Personajes y acontecimientos existen solo para que, casi por accidente, lleven agua al cauce que arrastrará a la niña que narra al encuentro con Bobby Fischer. Sucede con los tres individuos que integran la familia de relojeros de origen polaco. Sin duda los personajes más convincentes y mejor construidos de toda la obra, con una admirable complejidad de caracteres. La peripecia amorosa de uno de ellos produce algunos de los capítulos más logradamente conmovedores de todo el libro, aunque también, todo hay que decirlo, algunos de los más telenovelescamente melodrámaticos.

En fin, una novela bien escrita, con notables altibajos en el desarrollo de la anécdota, que vale la pena leer siempre que se moderen las expectativas.