Contadores de historias en tiempos de IA

Los títulos de los libros son claves para que el lector se sienta atraído ante demasiados libros que no hacen más que acrecentar día a día y ocupar los anaqueles de las librerías y bibliotecas.

La inteligencia artificial (IA) ha generado hermosas imágenes de sitios atiborrados de libros en espacios públicos insólitos que suponen lugares idílicos; pero también se han construido bibliotecas que son especies de aljibes y torres en donde es mejor no tomar ningún libro, no vaya a ser que esta se desplome.

Lo que predomina es el cromatismo que da forma plástica por los diferentes grosores de los lomos de los libros. Enfrentarse ante tantos libros es como estar en una estación del metro en la hora de mayor tránsito de pasajeros. 

El título de un libro es como una dirección, un destino que se escoge sin que se sepa exactamente con lo que se va a encontrar, porque los lectores son transeúntes, turistas que visitan lugares. A veces equivocan los destinos; pero también están quienes consiguen lo que andan buscando o sin buscarlo consiguen la lectura que les permite vivir otras vidas. 

Gustave Flaubert en carta a Mlle de Chantepie, le escribió “leer para vivir”. La lectura también permite recibir o confirmar conocimientos, reflexionar o, simplemente, abstraerse de la cotidianidad.

Supongo que a nadie se le ocurriría querer vivir la vida de La contadora de películas, novela del escritor chileno Hernán Rivera Letelier. Autor que construye personajes determinados por el título de la novela y, por tanto, a la anécdota con tintes melodramáticos, sarcásticos y nostálgicos.

Una niña, la menor de varios hermanos, se convierte en la elegida para contar las películas debido a que la pobreza de la familia no permite a todos ir al cine. Al parecer, el vino es más barato que las entradas al cine porque siempre hay una botella para que el padre se embriague y calme sus penas por el abandono de la esposa.

Parece una historia cándida, pero como todos los filósofos saben, la vida tiene también su dialéctica y detrás de ella hay una realidad atroz. La pobreza en La contadora de películas es una herropea que marca el destino de la esclavitud sin esperanza.

Rivera Letelier trabaja con maestría la nostalgia y el escenario desolado de la pampa chilena. Los presenta como lugares de olvido y olvidados. El salitre los hace áridos de alma, con personajes que tienen que huir, acostumbrarse a tanta cicatriz en la vida o a la locura.

Su primer libro de novelas, La Reina Isabel cantaba rancheras, le trajo los primeros premios literarios y tras ellos, títulos que fueron adaptados al teatro o llevados al cine, entre ellos, recientemente, La contadora de películas. En 2010 obtiene el Premio Alfaguara de Novelas por El arte de la resurrección y 12 años después el Premio Nacional de Literatura de Chile.

Sin duda, hay un manejo extraordinario en titular sus novelas, aparte de las nombradas están Los trenes se van al Purgatorio, Canción para caminar sobre las aguas y El escritor de epitafios.

Ante tantos libros, un buen título es por lo menos un mensaje en una botella, aunque sean ficciones que retratan realidades, especialmente en estos tiempos en que también las películas se reproducen como los libros —y a veces con historias de estos—.

Gabriel García Márquez dijo que quería ser recordado como el autor de El amor en los tiempos del cólera, sólo que esencialmente se le nombra por el libro con final desesperanzador, el que lo llevó a la fama y a ganar el premio Nobel de Literatura. 

Cien años de soledad próximamente será un seriado de las plataformas de streaming y el lector dejará de imaginar cómo son los Buendía, Remedios La Bella y Úrsula Iguarán. Aunque con el surgimiento de la Inteligencia Artificial, que ha venido a darle una estocada a ciertos oficios y artes, se pueden tener algunas pistas de las fisionomías de estos personajes.

Cuando Rivera Letelier publicó La contadora de películas (2009) planteó los cambios surgidos con la aparición de la televisión, que terminó con el oficio de la protagonista de su novela. Ahora, ¿sobrevivirán los contadores de historias en tiempos de Inteligencia Artificial?

Como un manto de imaginación y olvido

La contadora de películas es, si hay que decirlo en pocas palabras, un enorme compendio de imaginación y realidad contenido en un número minúsculo de páginas. Pocas veces un escritor logra concentrar en tan poco espacio la más ingenua fantasía junto a los más detestables pasajes de la vida humana.  Todo ello tomando como excusa, o mejor, como punto de partida, la intromisión del cine en la cotidianidad de un conglomerado humano.

Hasta bastante entrado el siglo veinte, el cine era la diversión más sofisticada a la que teníamos acceso. Apenas ayer, la familia entera asistía a la proyección de la última película mexicana en la que Pedro Infante cantaba y Sara García lloraba. Cines de barrio en los que cualquier cosa podía suceder, incluso la presencia de esos zagaletones que veían gratis la película desde lo más alto de las paredes laterales, gracias a una escalera  de huecos perforados en la cara externa de esa misma pared.

El cine, fuese de Hollywood o de México, era paradigma cultural y entretenimiento casi único.

No sorprende, entonces, que Hernán Rivera Letelier haya podido armar, en La contadora de películas, un relato breve, pero poderoso, en el cual el cine es el núcleo que ordena y sistematiza la vida  de sus personajes, en un pueblo salitrero del desierto chileno durante y después del gobierno de Salvador Allende.

Para algunos,  el cine es solo una diversión; para otros, se convierte en una obsesión absoluta,  una parte integral de su psicología, una manera de ver el mundo, de disfrutarlo o de sufrirlo. De allí la existencia de esos seres capaces de sopesar la realidad solo por medio del correlato de alguna producción cinematográfica. La vida se llena de referencias a películas, actores, premios, impacto, duración;  un imaginario que explota como una burbuja por encima del mundo real; tal como en La contadora de películas.

De más está decir que esa realidad de la que se huye suele estar llena de fealdad e injusticia, además de aburrimiento. “Nuestra Oficina –afirma la narradora en la novela de Rivera– era una de las más pobres del cantón. La gente no tenía qué ver ni qué hacer en las largas tardes pampinas. No había filarmónica donde ir a bailar, no contábamos con banda de música que tocara retretas los fines de semana en el quiosco de la plaza. Ni siquiera teníamos día de tren, que en las otras oficinas donde había estación ferroviaria era toda una fiesta.”

El cine es  mecanismo de escape, sí, pero de difícil acceso. No hay dinero  para el importe de la entrada, de modo que la única persona que va al cine está obligada a contar la película al resto de los personajes.  El asunto es que ese ardid cambia todo, pues se pasa del código visual al puramente verbal; lo que se narra termina por parecerse más al cuento o a la novela, por mucho que la narradora teatralice su relato.

Se asoma de este modo un ars poética que se corresponde más con la literatura que con el cine. Lo afirma la propia narradora: “Mis narraciones de películas los sacaban de esa nada agria que era el desierto y, aunque fuera por un rato, los transportaba a mundos maravillosos, llenos de amores, sueños y aventuras. A diferencia de verlos proyectados en una pantalla de cine, en mis narraciones cada uno podía imaginar esos mundos a su antojo.”

He allí la razón de por qué lo estrictamente social, la denuncia de las desigualdades, la explotación de la compañía regida por un gringo, las infidelidades o las violaciones no parecen ser nunca el tema central de la novela. Están allí porque eso es la vida, asomadas al paso, pero lo que realmente importa es el manto de fantasía, de imaginación y de olvido que se tiende por encima del pueblo gracias a la presencia de otro mundo que se despliega desde la pantalla del cine por medio de la voz de la contadora.

Regreso a las primeras líneas: Rivera Letelier ha logrado una mezcla perfecta de la fantasía que orienta el discurso y un aparente despreocuparse de la espantosa realidad que se asoma a cada vuelta de página. Tanto así, que los personajes que la habitan no parecen sufrirla o, incluso, percibirla. Privilegio, en definitiva, negado a los lectores.