El iceberg de la literatura venezolana

Cada época define qué es un clásico en cualquiera de las artes. Algunos autores se resisten a que sus obras cobren tal distinción porque esta se distancia de su tiempo. Prefieren verla sin polvo sobre sus portadas, en el caso de los libros.

También la palabra clásico cobra diferentes significados con el tiempo y con las obras. Pero a Rómulo Gallegos nada de esto parecía preocuparle una vez que sus novelas y cuentos comenzaron a tener el interés literario, que con el tiempo lo hizo trascender como un escritor, más que nacional, internacional.

En España apareció la primera edición de Doña Bárbara, en 1929, y recientemente la editorial venezolana Garzamora salió al ruedo editorial con una edición impecable que pareciera una novedad. Al fin de cuentas, Rómulo Gallegos es tan contemporáneo que regresa siempre con cada generación. 

Algunos críticos lo encasillaron en un género que llamaron “criollismo”, sin embargo es inevitable nombrar a Doña Bárbara cuando se habla de literatura. 

Julio Cortázar desconfió de la pregunta de Mario Vargas Llosa (1965): “—Hay quienes piensan que la «novela de la tierra» es la más auténticamente latinoamericana”. El autor de Rayuela respondió que si “por tierra se entiende el drama del hombre americano en su paisaje desmesurado (paisaje cotidiano, social, ideológico, histórico), no puede sorprender que de esa situación profundamente trágica haya surgido una novelística sobresaliente. Así, dados los llanos de Venezuela y sus condiciones de vida y de muerte, Doña Bárbara es casi una fatalidad”.

Las situaciones extremas generan conflictos que Gallegos supo colocar en personajes, espacio y tiempo. En 1967, Carlos Fuentes publicó un artículo sobre Cien años de soledad, aún inédita, de la que tan solo había leído 80 cuartillas y no pudo evitar mencionar la novela de Gallegos: “Cien años de soledad re-inicia, re-actualiza, re-ordena —hace contemporáneos— todos los presentes de una zona de la imaginación que parecía perdida para las letras, sometidas para siempre a la pesada tiranía de Doña Bárbara”.

Paradójicamente, Gallegos escribió contra ciertas tiranías que luego terminaron siendo un peso para que flotaran nuevas generaciones de escritores. Si eso sucedió con autores como Cortázar, Fuentes, Gabriel García Márquez, entre otros, como Camilo José Cela que por encargo de Marcos Pérez Jiménez escribió La Catira, también en nuestro patio para nuestros escritores de alguna manera era una vara que debían superar.

Orlando Araujo en Narrativa venezolana contemporánea colocó a Doña Bárbara como el cierre de una temática novelística que comenzó con Peonía (1890), de Manuel Vicente Romero García. Pero este fue el comienzo de una “crisis” en la literatura nacional. Es cuando surge un “movimiento renovador que, entre 1930 y 1940, nos ofrece una media docena de novelas (Las lanzas coloradas, Cubagua, Canción de negros, Mene, Puros hombres, Fiebre) que son distintas y que se desprenden y se divorcian del esquema típico de la novela criollista”.

Mientras se escribía y discutía sobre la nueva narrativa venezolana, Rómulo Gallegos viajó a Hollywood, Estados Unidos (1939), para afinar los detalles de una supuesta producción cinematográfica de la novela. Finalmente se llevó al cine en 1943 con la caracterización de la actriz mexicana María Félix como Doña Bárbara. Esta versión contó con la participación de Gallegos como libretista junto con el director Fernando de Fuentes. 

Posterior al fallecimiento del escritor aparecieron otras versiones fílmicas, pero en vida vio como su obra se convirtió en radionovelas y telenovelas. Incluso hasta una ópera llegó a montarse en el Teatro Municipal de Caracas (1966) con libreto de Isaac Chocrón y participación de la mezzosoprano Morella Muñoz.

Doña Bárbara es más que un clásico, es la punta del iceberg de la literatura venezolana sin pretender ser la suma de la cultura nacional. Rómulo Gallegos se acercó a los dramas humanos de su tiempo, que es el de todos los tiempos. No es casualidad que por ello termina siendo catalogado como el escritor nacional por excelencia.

Una doña múltiple e inacabable

Doña Bárbara es una novela que parece renovarse a medida que pasa el tiempo; un texto clásico que no ahorra sorpresas con cada nueva lectura.

Decía Octavio Paz que clásico es aquel escritor que agota las posibilidades expresivas de la lengua en su momento histórico. Agotar la lengua se traduce en múltiples niveles de lectura y de comprensión que alargan de manera indefinida la capacidad de una obra para ser interpretada.

La lectura que tradicionalmente se ha hecho de Doña Bárbara apunta al enfrentamiento entre civilización y barbarie. Intelectual perteneciente a una época que mantenía vivo el espíritu del Positivismo, es natural que Rómulo Gallegos creyera con firmeza en el poder de la razón para desarrollar la sociedad venezolana.

Su idea de civilización se afinca en una inamovible fe en el poder de la ley. Tan sólida es esa fe, que pasa por encima de la corrupción de un Jefe Civil como Ño Pernalete o el oportunismo y lo pusilánime de un secretario como Mujiquita.

Gallegos concibe la ley de un modo enteramente esencialista. Vale por sí misma, más allá de las condiciones concretas en las que deba aplicarse o de quienes sean los encargados de hacerla cumplir. Se trata de una especie de poder invisible que impacta con ímpetu en quienes detentan el poder real del latifundio, en ese llano dejado de la mano de Dios donde se desarrolla la novela.

El halo de cosa incuestionable y eficiente es el motivo por el cual personajes como doña Bárbara o Mr. Danger, a pesar de manejar a su antojo al Jefe Civil, no desestiman la posibilidad de que se les aplique esa Ley, con mayúsculas, con la que los amenaza Santos Luzardo.

Para validar aún más la fuerza civilizadora de la ley, Gallegos hace que dude de ella nada menos que el propio Santos Luzardo, quien ha regresado a su llano natal con lo jurídico como estandarte. Como un Cristo crucificado, que a ratos siente que su padre le ha abandonado, Santos Luzardo deserta de su fe en la ley y abraza momentáneamente los mismos métodos de sus enemigos, encarnación de la barbarie.

Esa duda vale, en realidad, para reforzar la validez de la civilidad. No es un detalle menor que sea un peón de Luzardo, que ahora comparte la fe del patrón, quien lo empuja de nuevo por la vía legal.

La vacilación de Santos Luzardo sirve adicionalmente para darle complejidad psicológica al personaje. De hecho, tanto Santos Luzardo como doña Bárbara se desdoblan en algún momento del relato hasta llegar a representar lo contrario del rol que parece haberles asignado inicialmente el narrador. Una prueba más del talento como novelista de Gallegos; talento que puede rastrearse en la mismísima doña Bárbara, cuyo accionar, a medida que transcurre el relato, se hace menos esquemático y más contradictorio con su personificación de la barbarie.

Para probar lo anterior, nada mejor que el capítulo final de la segunda parte de la novela. Gallegos despliega allí una extraordinaria maestría al tratar de esa entidad negativa conocida como el Socio. El lector no alcanza a saber con certeza si el diálogo allí presente sucede en la mente de doña Bárbara o si realmente hay una presencia exterior a ella que la induce al mal.

Se trata de apenas dos páginas en las que Gallegos, por un lado, roza lo fantástico al plantear la duda acerca de la existencia de lo sobrenatural; y por el otro, es capaz de hacer un abordaje respetuoso y de estricto carácter antropológico acerca de las creencias populares presentes en el llano venezolano. Él, que hasta ahora no había ahorrado el calificativo de superstición al tratar de tales creencias, en estas pocas páginas construye una semisombra en la que se actualiza el proceso interior de doña Bárbara con la sospecha nunca negada de una fuerza que desde afuera actúa sobre su alma.

Algo parecido había logrado en capítulos anteriores con los rebullones, esos pájaros premonitorios que alborotan la mente de Juan Primito. Vuelvo al inicio: cada lectura de Doña Bárbara encuentra nuevos sentidos y pone de relieve la variedad y riqueza del lenguaje del maestro, que a ratos salta, incluso, a territorios tan inesperados como lo fantástico.