Los límites de la novela histórica

Las historias del pasado podrían ser un retrato de la actualidad o, tal vez, una forma de entrar en el tiempo que nos permite comprender el presente. De hecho, existe la tesis de Giorgio Agarben que quienes formaron los cimientos del pensamiento filosófico y político son nuestros contemporáneos, aunque esos hombres y mujeres hayan pertenecido a diferentes épocas.

El cine de Hollywood ha dejado una impronta en la creación de una imagen de los griegos y romanos de hace más de dos milenios. De estos últimos, han presentado a emperadores que fueron guerreros y algunos terminaron asesinados por sus delirios. La impresión que dejaron es que los atacó una epidemia de locura

A esa imagen también ha contribuido, en buena medida, la literatura. Pero Marco Aurelio y los límites del imperio, la más reciente novela de Pablo Montoya, rompe con esos mitos al presentar a un emperador con sus disquisiciones filosóficas y humanas.

El narrador de Montoya se pregunta: “¿cómo separar el pensamiento del poder político? ¿Cómo negar que la filosofía, en esa larga senda que une a Grecia con Roma, había superado el aposento familiar para ir ascendiendo hasta el control de los asuntos públicos?”.

Inmediatamente se responde: “Es más, lo que me ha llevado a la cima del imperio —asumir el poder con la convicción y el respeto exigidos— es saber que tengo de mi lado a la razón. Creo en ella y en su injerencia frente a la construcción de nuestro presente. Roma y su discernimiento de la criatura humana han sido ante todo la lenta y progresiva elaboración de un modelo en el que política y filosofía han de abrazarse. Por ello es lógico, propio de su avanzar en el tiempo, que hombres razonables o militares sensatos, y no payasos megalómanos y sedientos de violencia, sean quienes controlen las riendas de la administración del imperio”.

Montoya retrata una época, y podemos reflexionar sobre el imperio actual en donde abraza la guerra y el capital. Acumular y doblegar, sin dejar de lado aquella Roma sangrienta. Nada es idílico. Especialmente, porque la novela mantiene el hilo conductor del pensamiento de quienes se impusieron sobre otros pueblos y los esclavizaron.

La filosofía podría considerarse que era una abstracción que pasaba por la comprensión de las almas hacia lo humano mientras en la práctica hacían la guerra, aunque la época que se relata es la que fue considerada como pax romana.

En Marco Aurelio y los límites del imperio se mantiene la misma imagen y los mismos criterios sobre los bárbaros, que son considerados sinónimo de “bestias”, “salvajes”, porque usa como fuente los testimonios del emperador.

El origen de la palabra bárbaro “proviene del griego barbaros, un vocablo de formación onomatopéyica usado por los griegos para referirse a los extranjeros cuyas lenguas no entendían y de quienes solían comentar que únicamente sabían decir bar, bar, bar”, explica Ricardo Soca en La fascinante historia de las palabras y nos advierte que el “prejuicio de los griegos está presente en todas las civilizaciones, que ven como ‘extraño’ o ‘enemigo’ todo lo que es ajeno a ellas”.

Atila, rey de los hunos, es considerado bárbaro, pero también lo fue Aníbal, cuya travesía por Los Alpes inspiró a Simón Bolívar para atravesar con éxito Los Andes.

El historiador Miguel León Portilla recoge en Visión de los vencidos la misma pregunta de hace casi cinco siglos: “‘¿Quiénes son esos salvajes?’, dice el tlapaneca otomí Hecatzin cuando va a atacar a los españoles”.

“Sobre salvajes” es el poema que Gustavo Pereira escribió a inicios del siglo XXI en plena discusión política de la Constituyente. Algunos políticos consideraron irrelevante polemizar sobre nuestros pueblos originarios para no darles protagonismo en nuestra Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, mientras que el poeta les dio la razón con la poesía.

Pablo Montoya comenzó a escribir la novela cuando la pandemia del Covid-19 mostró la peor cara. Y así empieza Marco Aurelio y los límites del imperio, con una peste —y la muerte rondando—. La de los imperios, hasta ahora no ha cesado, tampoco sus límites.

Esa antiquísima historia actual

Solo podemos escribir desde nuestro tiempo y desde lo que somos en tanto individuos y sociedad. Por tal razón, lo que llamamos novela histórica guarda siempre una estrecha relación con la época de su autor.

Marco Aurelio y los límites del imperio de Pablo Montoya no escapa de esa norma. Es verdad que se ocupa del emperador romano autor de Meditaciones; es cierto también que, al menos en apariencia, recorre todas las etapas de la vida del personaje; que explora sus ideas y su inclinación estoica; que recuenta los afanes como gobernante; sus íntimas contradicciones con el rol que le tocó desempeñar; y, en fin, su poca afición por la guerra. Muy a pesar de tanto arraigo en lo histórico, la novela parece estar dominada por un inocultable afán de proyectarse hacia el presente.

Montoya ha declarado que escribió la novela en tiempos de pandemia. No es casual, entonces, que la peste sea una presencia constante a lo largo de todo el relato. Este solo elemento sirve para insertar el tiempo remoto del Imperio Romano en nuestro propio tiempo y es un ardid del narrador para comenzar a establecer similitudes.

Si puede decirse que la novela es un género literario imposibilitado de evadir el ámbito político, puede decirse, con más razón, que algunas novelas son políticas incluso sin que lo parezcan o, más aún, sin que se lo haya propuesto su autor.

En este sentido, Marco Aurelio y los límites del imperio navega entre dos aguas. Se trata de una novela abierta y actualmente política, si bien finge abordar el poder solo en una época lejana a la nuestra.

El engarce entre ambas épocas es el vértigo colectivo que produce la decadencia de un imperio.

El imperio romano acosado por los bárbaros recuerda en abundancia nuestro propio tiempo. Aquellos bárbaros respondían a las mismas necesidades de los migrantes contemporáneos. “El gran problema con los bárbaros es que, atraídos por las bondades del imperio, invadían nuestras tierras (…) los empujaba el hambre y clamaban por dominios para el sembradío y la cría de animales”, dice de ellos el propio emperador.

Otro tanto podría decirse del largo dialogo del emperador con Livio Túsculo sobre el papel de la religión, y en especial del cristianismo, tema que Marco Aurelio, por cierto, no toca en sus Meditaciones. Es un guiño al lector de hoy que de los cristianos al emperador le moleste “La inclinación de los presbíteros por las mujeres y los niños. Ese continente afeminado que reinaba en sus asambleas.”

Lo lúdico no se circunscribe solo a lo político o a lo religioso. Montoya ha incluido un afectuoso homenaje a Jorge Luis Borges. Se trata de un ciego vagabundo que recorre el mundo apoyado en un bastón y acompañado de “una mujer delgada cuyo origen se ubicaba en la tierra más extrema. Allá donde residen los hombres de piel amarilla (…) La mujer era mucho más joven que él.”

Este ciego, quien tiene una particular manera de concebir el universo, parece haber leído con dos siglos de antelación “La biblioteca de Babel”, de Borges, pues asumía el universo “al modo de un intrincado asunto literario y la biblioteca, como su metáfora más elevada (…) La conformaban galerías hexagonales dueñas de anaqueles que contenían libros infinitos.”

A pesar de narrar la vida de un emperador romano dado no solo a la reflexión filosófica sino comprometido también, muy a su pesar, con la guerra, la novela se desarrolla con el tono de una crónica en la que predomina el acto reflexivo y el intento de interpretación de los acontecimientos a la luz de la filosofía estoica. No hay en el escrito fruición por lo épico, incluso cuando de batallas se trata, ni descripción alguna de variados aspectos centrales de la vida humana, como el erotismo y el sexo.

Marco Aurelio y los límites del imperio expone, un código de conducta del individuo con respecto a sí mismo, a los demás y, en general, hacia el universo. Y, por medio de las reflexiones de un emperador culto y sensible, provee una visión del poder ampliamente humanista que desborda la época del relato e invade, sin excesivo disimulo, nuestra contemporaneidad.