Patente de corso para francófonos

En octubre del año pasado el escritor francés Miguel Bonnefoy, de unos 38 años de edad, ganó el Premio de la Academia Francesa de novela y el Premio Femina. La prensa lo cataloga como escritor franco-venezolano por ser hijo de un chileno y una venezolana y aseguran que se crio en el estado Zulia, Venezuela. 

La obra con que se alzó con el premio fue con Le réve du jaguar, que apareció en agosto de 2024. “El sueño del jaguar” ha sido la traducción que han difundido en castellano, pero aún no ha sido traducida. Por eso, en vista de que este servidor sólo conoce —y con esfuerzo— la lengua de Cervantes, el compañero de esta página, Cósimo Mandrillo —que sí domina el idioma de Les Poètes maudits—, propuso que el libro de esta edición fuera Azúcar negra, de Miguel Bonnefoy, publicada en 2018 por Monte Avila Editores Latinoamericana —la edición española tiene por título Azúcar negro (Armaenia, 2018)—.

La obra narrativa de Miguel Bonnefoy ha merecido una variedad de premios y distinciones. Azúcar negra apareció en francés en 2017 y es su segunda novela. Su ópera prima, El viaje de Octavio, quedó finalista en el Premio Goncourt a la primera novela (2015). Luego, con Herencia (2020) consideraron la consolidación de Bonnefoy al llegar finalista en el Goncourt y el Femina. Y antes de Le réve du jaguar, apareció El inventor.

En Francia no es un autor desapercibido, aunque haya destacado en entrevistas que no lo tratan como escritor francés, sino como francófono. Es como si tuviera una patente de corso literaria en un país en donde los inmigrantes juegan un papel destacado en todos los órdenes. Algo que Michel Houellebecq ha resaltado en sus más recientes novelas.

La novela Azúcar negra pareciera un preludio de su obra. Escrita a los 30 años, pero con la madurez de quien cruza los 50, así como el autor anuncia el carácter o personalidad del personaje Severo Bracamonte.

La fantasía de pensar en un tesoro del filibustero Henry Morgan perdido en el río de una selva crea todos los mitos posibles de lo que puede estar enterrado en estas tierras. Si bien el pirata tomó Maracaibo a sangre y fuego, el territorio en donde transcurre la novela es el oriente del país, por donde pasó el pirata Gualterio, como le decían los españoles coloniales a Walter Raleigh.

Es en Venezuela en donde las familias Otero y Bracamonte forman un emporio con la destilación de ron, que en la medida que va contando parecieran las tribulaciones de Alberto Vollmer antes de empezar la siembra de la caña de azúcar. En los años que debe esperar para añejar el ron en barricas de bourbon. En la venta y exportación con denominación de origen. Es decir, debe estar atento de ser un agricultor, ingeniero químico industrial y negociante. Tres en uno si ponemos de lado la administración, en donde Serena Otero es diestra.

El tiempo en que se desarrolla el relato es difuso, aunque todo apunta a la época de la dictadura de Juan Vicente Gómez, a los inicios de los cambios por la modernidad con sus artefactos y de unos trenes que ha quedado en la imaginación. 

Bonnefoy logra con la lengua esa magia de cruzar almas y naturaleza para construir metáforas que parecieran que no dicen nada, pero lo dicen todo.

Guarda reminiscencias de la literatura macondiana. “Llovió cuatro años, once meses y dos días”, así comienza unos de los capítulos finales de Cien años de soledad. En Azúcar negra los estragos del incendio que acaba con la plantación, el pueblo y la novela, dura menos, puesto que “dejó en el cielo una cubierta de cenizas que tardó tres años, diez meses y cinco días en desaparecer”.

La escritura lleva una carga de lectura, resalta Ricardo Piglia en El último lector, y Azúcar negra no escapa de ello. Hace guiños a la literatura francesa con las lecturas de Serena. Menciona lo nuevo con la modernidad, pero también lo antiguo, que lleva la tragedia y la muerte. 

La mención de un sillón Voltaire nos hace recordar La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique, que su crisis azul la vivió en Paris en búsqueda del amor en pleno Mayo Francés. En Azúcar negra la crisis es su naturaleza, mientras el amor pasa como un tren que ya no existe.

Un ciclón escrito para Henry Morgan

Azúcar negro es una novela literalmente llena de tesoros.

El primero de ellos es, sin dudas, el lenguaje de su autor, Miguel Bonnefoy. Se trata de un lenguaje torrencial, tumultuoso, barroco. Un verdadero ciclón de palabras que al escritor le vienen con una inusitada facilidad. Le ocurre lo mismo en el discurso oral. Pareciera no poder hablar sin incluir imágenes, símiles, metáforas que se atropellan unas tras otra y apuntan siempre a la desmesura.

No hay personajes ni acontecimientos “normales” en esta novela. Hay, sí, la clara intención de magnificar, para que hasta el más pequeño de los eventos sea percibido como un hecho salido de madre, que va más allá de lo natural, de lo racionalmente aceptable.

Y llegados aquí, es inevitable pensar que el escritor se mete a conciencia en las aguas de lo real maravilloso, de esa concepción del trópico, de Latinoamérica y, en especial, del Caribe donde lo inusual es lo cotidiano, al decir de Alejo Carpentier.

El asunto no deja de llamar la atención porque, en general, ya no se escribe así por estos lados. Verdad es que en algunas novelas donde se abordan eventos históricos —entre más alejados en el tiempo, mejor— aún surge con frecuencia una mirada exótica rastreable hasta los cronistas de indias. No es menos cierto, sin embargo, que el lenguaje de tales novelas se ha atemperado y ya no suele fantasear con el Barroco.

Pero para Miguel Bonnefoy, la condición maravillosa que se le endilga al Caribe sigue siendo una tentación que no puede evadir. No en balde su última novela, El sueño del jaguar, abre con una cita de William Ospina que reza al pie de la letra: “En el norte está la razón que estudia la lluvia, que descifra el relámpago. En el sur está la danza que genera la lluvia, que inventa el relámpago.”

A pesar de ello, en El sueño del jaguar es notorio cómo el lenguaje refrena lo torrencial y se hace más mesurado, aunque en ningún momento renuncia a lo extraño, lo desmesurado, lo grotesco, en fin, a la hipérbole.

El segundo tesoro es un legado del pirata Morgan. Bonnefoy comienza Azúcar negro recuperando algo de la tradición caribeña de la piratería. Este primer capítulo de la novela se ubica en una época muy anterior al resto y sirve para sembrar las claves que orientarán la anécdota en lo sucesivo. La distancia temporal le permite al narrador desentenderse de todo intento de verosimilitud para hundirse en la más descarnada fantasía. Le da pie, además, para aludir a ciertos episodios de piratería asociados con Maracaibo, ciudad de donde procede su familia materna, invadida en varias ocasiones por los filibusteros, entre ellos Alexandre Olivier Exquemelin, mejor conocido como El Olonés, alrededor de cuya figura se ha tejido una nutrida leyenda.

Una vez sembrado el señuelo del botín oculto del pirata Morgan, el narrador puede dedicarse a un tratamiento mucho más alegórico del concepto de riqueza y de las vías por las cuales se accede a ella. De este modo, el libro se ofrece para una lectura orientada a lo sociohistórico y que apunta en especial a Venezuela. En esa lectura desfila el tercer tesoro, el petróleo concebido como riqueza fácil, equiparado con el botín de Morgan. Ambos tesoros se contraponen al trabajo productivo, que en la novela se ejemplifica con el cultivo de la caña de azúcar y su posibilidades industriales.

Una vez llegados aquí, puede decirse que la novela ha desvelado sus secretos. El lector se encuentra ahora frente a la reformulación novelada de la parte de nuestra historia que se inicia con el descubrimiento del oro negro; esa historia que se ha debatido, a lo largo de décadas, entre la monoproducción y la esperanza de utilizar los recursos de la explotación petrolera para ampliar la base productiva del país.

Resulta interesante escuchar al propio Bonnefoy citar, en una entrevista, a Arturo Uslar Pietri y su propuesta de sembrar el petróleo. A pesar de tan consciente inclusión de elementos que apuntan a una interpretación cerrada de la historia, el escritor tiene éxito en dotar a su escrito de un carácter aventuresco que a la vez recuerda y enriquece la leyenda latinoamericana de la piratería, haciéndola, eso sí, mas compleja e incluyente.