Historia de la muerte y la ceniza

La forma y el tono de la novela policial depende de quien sea el detective, ese personaje que a lo largo del tiempo se ha revestido de ciertas características que, al repetirse de un autor a otro, han terminado por conformar un arquetipo perfectamente reconocible, que los lectores esperan encontrar en cuanta novela les cae en las manos.

Si tal es el caso del lector, cabe esperar que el dilema del escritor sea el opuesto: imaginar, y crear, un detective que escape de esa especie de molde prefabricado al construir su personaje.

Puede decirse que Pablo De Santis juega fuerte en La cabalgata de las valquirias a la hora de crear a su comisario, Conrado Nebra, a quien envían a investigar un crimen en un remoto poblado. Personaje mucho más humano que ese arquetipo imperturbable de la novela policial, Nebra se descubre agudo, pero sin aires de infalibilidad; acosado por la figura de un padre que predica un modelo de conducta poco acorde con sus propios criterios; atado a una vida carente de cualquier rasgo épico; y con una relación adversa con el resto de los personajes. Conrado Nebra termina así por encarnar a un ser humano cuya normalidad despierta, a un tiempo, admiración, simpatía y, por momentos, una compasión solidaria hacia alguien atrapado en su circunstancia.

Esa conformación poco ortodoxa del detective está ligada, ¿cómo no?, a una particular concepción del crimen.

Alejada de todo maniqueísmo, La cabalgata de las valquirias carece tanto de malvados como de inocentes absolutos, lo que da a la trama una inesperada y a la vez sorprendente complejidad.

El narrador, es decir, el propio comisario, expresa su experiencia con el crimen con lo que parece una reflexión filosófica sobre la condición humana: “…se busca la encarnación del mal y solo se obtiene la estupidez, el sinsentido y la locura.”

La estupidez, el sinsentido y la locura le abren paso a la ironía que ocupa un lugar de privilegio en muchas de las páginas de esta novela. La propia historia resulta irónica, dado que los supuestos criminales parecen estar guiados por lo que ellos mismos, y no pocos de quienes los rodean, conciben como propósitos nobles.

La ironía, además, suele estar presente en los diálogos. A través de ellos se deja claro el modo como los individuos se relacionan a lo largo de la novela, a la vez que se pone en evidencia una ominosa hostilidad entre los humanos y de parte del propio ambiente en el que se desarrolla la historia.

Diálogos cortantes que muestran, sin que medien explicaciones, una omnipresente antipatía:

“—¿Usted va al acto de la biblioteca, Valeri?

—No. Le cedo la dosis de color local que me corresponde a los visitantes ilustres como usted.”

La propensión a la intertextualidad propia de la novela contemporánea, y que con tanta frecuencia se hace presente en estos tiempos, es común en esta obra de De Santis. Abundan en La cabalgata de las valquirias las referencias a otros textos. Así, por ejemplo, la alusión a Hansel y Gretel, el cuento recopilado por los hermanos Grimm, le sirve al narrador para hacer una breve reflexión sobre los elementos y la estructura de las narraciones infantiles, género que él mismo cultiva.

La intertextualidad sirve también para hacer conexiones tangenciales con otros autores de novela policial; alusiones de las cuales, como lectores, sospecharemos que se trata de las preferencias literarias del propio autor.

Las referencias a otros libros sirven, finalmente, para desdecir del carácter fidedigno de ese armado de mentiras que suele ser la novela.

Al indagar sobre la víctima el comisario pregunta:

“—¿Leía libros?

—Leía el diario. Algún libro de historia o biografías. No le gustaban las novelas. Quería leer cosas que fueran verdad.” Con esos elementos que la individualizan, La cabalgata de las valquirias adquiere una real autonomía de vuelo en el mundo de la novela policial. Añádase una anécdota que se complica justo cuando el lector cree haber encontrado la salida del laberinto; un lenguaje lleno de reflexiones cargadas de cinismo y no poco humor, que le dan densidad a todo el relato; y, en fin, una lectura agradable y seductora que fluye sin tropiezos hasta la última página.

Una doña múltiple e inacabable

Doña Bárbara es una novela que parece renovarse a medida que pasa el tiempo; un texto clásico que no ahorra sorpresas con cada nueva lectura.

Decía Octavio Paz que clásico es aquel escritor que agota las posibilidades expresivas de la lengua en su momento histórico. Agotar la lengua se traduce en múltiples niveles de lectura y de comprensión que alargan de manera indefinida la capacidad de una obra para ser interpretada.

La lectura que tradicionalmente se ha hecho de Doña Bárbara apunta al enfrentamiento entre civilización y barbarie. Intelectual perteneciente a una época que mantenía vivo el espíritu del Positivismo, es natural que Rómulo Gallegos creyera con firmeza en el poder de la razón para desarrollar la sociedad venezolana.

Su idea de civilización se afinca en una inamovible fe en el poder de la ley. Tan sólida es esa fe, que pasa por encima de la corrupción de un Jefe Civil como Ño Pernalete o el oportunismo y lo pusilánime de un secretario como Mujiquita.

Gallegos concibe la ley de un modo enteramente esencialista. Vale por sí misma, más allá de las condiciones concretas en las que deba aplicarse o de quienes sean los encargados de hacerla cumplir. Se trata de una especie de poder invisible que impacta con ímpetu en quienes detentan el poder real del latifundio, en ese llano dejado de la mano de Dios donde se desarrolla la novela.

El halo de cosa incuestionable y eficiente es el motivo por el cual personajes como doña Bárbara o Mr. Danger, a pesar de manejar a su antojo al Jefe Civil, no desestiman la posibilidad de que se les aplique esa Ley, con mayúsculas, con la que los amenaza Santos Luzardo.

Para validar aún más la fuerza civilizadora de la ley, Gallegos hace que dude de ella nada menos que el propio Santos Luzardo, quien ha regresado a su llano natal con lo jurídico como estandarte. Como un Cristo crucificado, que a ratos siente que su padre le ha abandonado, Santos Luzardo deserta de su fe en la ley y abraza momentáneamente los mismos métodos de sus enemigos, encarnación de la barbarie.

Esa duda vale, en realidad, para reforzar la validez de la civilidad. No es un detalle menor que sea un peón de Luzardo, que ahora comparte la fe del patrón, quien lo empuja de nuevo por la vía legal.

La vacilación de Santos Luzardo sirve adicionalmente para darle complejidad psicológica al personaje. De hecho, tanto Santos Luzardo como doña Bárbara se desdoblan en algún momento del relato hasta llegar a representar lo contrario del rol que parece haberles asignado inicialmente el narrador. Una prueba más del talento como novelista de Gallegos; talento que puede rastrearse en la mismísima doña Bárbara, cuyo accionar, a medida que transcurre el relato, se hace menos esquemático y más contradictorio con su personificación de la barbarie.

Para probar lo anterior, nada mejor que el capítulo final de la segunda parte de la novela. Gallegos despliega allí una extraordinaria maestría al tratar de esa entidad negativa conocida como el Socio. El lector no alcanza a saber con certeza si el diálogo allí presente sucede en la mente de doña Bárbara o si realmente hay una presencia exterior a ella que la induce al mal.

Se trata de apenas dos páginas en las que Gallegos, por un lado, roza lo fantástico al plantear la duda acerca de la existencia de lo sobrenatural; y por el otro, es capaz de hacer un abordaje respetuoso y de estricto carácter antropológico acerca de las creencias populares presentes en el llano venezolano. Él, que hasta ahora no había ahorrado el calificativo de superstición al tratar de tales creencias, en estas pocas páginas construye una semisombra en la que se actualiza el proceso interior de doña Bárbara con la sospecha nunca negada de una fuerza que desde afuera actúa sobre su alma.

Algo parecido había logrado en capítulos anteriores con los rebullones, esos pájaros premonitorios que alborotan la mente de Juan Primito. Vuelvo al inicio: cada lectura de Doña Bárbara encuentra nuevos sentidos y pone de relieve la variedad y riqueza del lenguaje del maestro, que a ratos salta, incluso, a territorios tan inesperados como lo fantástico.

Venerado órgano lleno de sangre

Preguntado acerca de su religiosidad,  Erri De Luca respondió que no era creyente y no era ateo.

Semejante paradoja es un buen punto de partida para ingresar a su novela La natura expuesta, en la que un particular concepto de lo religioso juega un papel destacado.

Uso el adjetivo destacado, y no central, porque esta novela no tiene centro. Tampoco tiene una historia, al menos no una única historia. De hecho, lo esencial en este libro es el tránsito de una conciencia cuya voz cruza espacios y momentos temporales  cual si se tratara de una saga interior, de un reconocerse frente al mundo, al que se mira siempre con suspicacia y no poca ironía.

Aunque la lectura avanza de manera armónica y secuencial, lo cierto es que no hay en esta novela una anécdota que pueda considerarse el eje de la narración. Se trata, en cambio, de un registro de acciones y eventos que pueden presentarse en simultáneo o cronológicamente organizados, aunque nada de ello subsane la sensación de caos que se apodera del lector.  

Acorde con esa estrategia narrativa,  la obra se imprime en pequeños fragmentos separados por líneas horizontales, que, si es cierto que suelen tener continuidad en lo que cuentan, no dejan de ser como pequeñas escenas más apropiadas para un guion cinematográfico.

La fragmentariedad da pie a la multiplicidad de personajes y de eventos que se suceden a lo largo del texto. Tan así, que algunos de esos eventos nunca se cierran, dando pie a escenas inconclusas y a personajes cuyo rol no se define. En ese caso,  el intento de darles significado en el contexto de la novela queda todo en manos del lector.

De la variedad de peripecias ejecutadas por el personaje narrador -conducir migrantes a través de Los Alpes o una fugaz relación amorosa a punto de terminar en tragedia- destaca la solicitud de un sacerdote de rehacer el sexo de una estatua de Cristo, cubierto con un drapeado por una mano censora. De ese encargo surge un poderoso, aunque ambiguo, misticismo por cuyo medio se expondrá una manera igualmente ambigua de abordar lo religioso. Ya sabemos que De Luca se define a sí mismo como no creyente y no ateo. Por si eso fuese insuficiente, en el texto de La natura expuesta abundan indicaciones más precisas acerca del tipo de religiosidad que concibe el narrador:

“¿Es usted creyente? —No en la divinidad, creo en algunos representantes de la especie humana. — ¿Qué entiende por sagrado? —Aquello por lo que una persona está dispuesta a morir.”

Ocurre, en el decurso de la novela,  que aquello por lo cual una persona está dispuesta a morir se asocia estrechamente con el ámbito religioso. Es el  caso del migrante musulmán que recibe con veneración un ejemplar del Corán salvado de las mismas aguas donde murieron quienes lo traían consigo: “—Es nuestro libro sagrado. Salvado de las aguas es más sagrado aún.”

Tal parece que la idea de divinidad que maneja De Luca se concreta en una fuerza misteriosa que puede o no estar asociada con algún sistema de creencias de los variados al alcance del ser humano contemporáneo.

En el caso del escultor de la estatua que requiere ser restaurada, el novelista logra un juego de espejos entre el artista y la obra que, como era de esperar, humaniza al dios y diviniza al hombre.

Una incipiente erección en el Cristo le permite al narrador profundizar en la dimensión humana de la divinidad representada, y, además, siguiendo el proceso de identificación entre el artista y la obra, dejar establecida una concepción si no sagrada, sí misteriosa del arte en sí mismo.

Si la erección responde a los espasmos del condenado que “culminan a menudo en una erección mecánica”, la posterior muerte del escultor reviste todos los visos de una búsqueda mística que incluye cambios físicos que lo habrían acercado al objeto divino.

En esta brevísima novela, que no excede las ochenta páginas, De Luca logra, mediante la fragmentariedad y la organización caótica de eventos y personajes, un discurso no solo original sino de una estimulante complejidad conceptual capaz de convocar a lectores con muy variados puntos de vista.La natura expuesta puede descargarse http://libgen.is/

Eva solo come fresas, Adán, manzanas

El regreso de Evade Pepe Alemán (1986-1953), despierta reacciones encontradas en quien la lee. A todas luces no es una novela estilísticamente cuidada. Se trata, antes bien, de un texto dedicado pura y simplemente a contar una historia, a echar el cuento, como se suele decir, y en eso se concentrael autor sin pararse mucho en preocupaciones formales.

Una vez conocida la trayectoria profesional de Alemán, es posible encontrar explicaciones para ese estilo directo, sin mucho artificio que utiliza en su novela.  Alemán fue humorista y periodista. De hecho, a todo lo largo de El regreso de Eva es posible percibir, por parte del propio narrador, un halo de burla, de descreimiento con relación a lo que cuenta. En todo caso se trata de un relato que no pierde nunca su anclaje en una realidad que en mucho contradice los eventos que se narran. En esa realidad se incluyen los no siempre avanzados criterios del narrador.Hay, sin embargo, una ración continua de ironía que el lector consume sin mayor esfuerzo y que, en cierto modo, desdice de los eventos en el mismo instante en que son narrados.

Un buen ejemplo es lo que podría interpretarse como un voto a favor de la igualdad de las mujeres; un fantástico feminismo que les da todo el control de la sociedad y que como contrapartida disminuye el rol de los hombres hasta casi hacerlos desaparecer. Una verdadera sociedad de amazonas, según lo dejó establecido el mito griego.

Pero, como no podía ser de otra forma, el narrador no tiene empacho en intervenir cada vez que lo considere conveniente en el hilo de la narración para matizar o, mejor, para desmitificar con sus ironías la fe que el lector hayapuesto en esa sociedad distópica.

Como si de un Pirandello del trópico se tratara, en El regreso de Eva no son los personajes quienes se dirigen al director de la pieza teatral, sino los propios lectores quienes cuestionan la verosimilitud de lo que el señor Alemáncuenta.

“(Una Lectora: —Describir eso así es una grosería, una chacota de mal gusto, señor Alemán. Ustedes no pierden oportunidades de zaherirnos. 
El Autor: —Pero, señorita, yo… La
Lectora: —Usted es un necio. 
El Autor: —Para servir a usted)”.

De ese modo, y casi como si fuera un accidente, Alemánintroduce técnicas narrativas que le dan a su texto una inesperada vigencia.

Su visión futurista se basa en una organización social regida por mujeres, como ya se dijo, además de unos adelantos tecnológicos que, como suele suceder, sorprenden a vecespor su semejanza con algunos de los chécheres tecnólogicosque nos son tan familiares hoy.

El regreso de Eva no pierde en ningún momento su carácter de sátira social. En una época en la que las restricciones morales a ciertos temas limitaban grandemente las posibilidades de los escritores, resulta interesante y divertido ver como Alemán explota una variedad de recursos verbales y de estilo para referirse a la manzana prohibida.

En ese camino de explicar cómo nacen los niños, el autor intercala un relato que se aleja espacial y temporalmente del eje de su anécdota. Y aunque ese tipo de distracción suele considerarse una ruptura en la continuidad de la historia, en este caso cumple a cabalidad la función de aclarar qué cosa sea el sexo sin aludir en realidad a él.

Hay en esta novela una curiosa coincidencia: una potencia extranjera impone un embargo sobre este país dirigido por mujeres que, por cierto, nunca se identifica por su nombre. Pero no solo establece el embargo del producto que allí se fabrica sino que el “Decreto advierte a otros gobiernos (que en) caso de suplirles alguna porción del producto, sufrirán igual suerte”. Se entiende aquí que en 1933 los venezolanos, y en especial los humoristas, tenían muy claro cómo opera el imperialismo.

El regreso de Eva es una lectura divertida en la que, si el lector no encuentra grandes propuestas desde el punto de vista estético, puede no solo disfrutar de un cuento que mantiene su interés, sino que calibrará, además, las ingeniosas piruetas verbales del narrador para abordar algunos temas en su momento muy polémicos, si no es que definitivamente prohibidos.

La literatura es un arma cargada de misterio

Que en La última vez el tema de la novela sea la propia literatura  y que no resulte un fastidio intelectualoide es una inesperada sorpresa; pero que, además, el personaje principal sea un crítico literario arropado con el abrigo de un investigador privado raya en la extrema originalidad o en la extrema rareza.

Los críticos literarios están en el mundo no para ser personajes novelescos sino para ser menospreciados por los autores de esas novelas. Al fin y al cabo, constituyen una fauna que vive vicariamente de lo que otros escriben. No les falta razón a los ofendidos  literatos  cuando a una opinión que denigra de su obra responden desafiantes que la perfecta crítica literaria sería escribir un texto superior, en calidad estética, al despachado por el crítico.

En La última vez, el argentino Guillermo Martínez revierte una parte de tan prejuiciados conceptos y elige como protagonista de su novela a un crítico literario joven y brillante,  admirado y temido por quienes a un tiempo anhelan y se horrorizan frente a la posibilidad de que ese joven se ocupe de sus obras, pues “lo extraordinario en Merton, -nombre del joven crítico-  era que siempre decía la verdad íntegra, la verdad imperturbable”.

La contraparte de Merton, es un moribundo escritor que, contraviniendo el lugar común sobre los críticos y la crítica, anhela que ese acucioso lector no solo se ocupe de su obra, sino que sea capaz de descubrir en ella lo que nadie, según él, ha logrado descubrir hasta ahora. Sin temor  a los simbolismos, Guillermo Martínez nombra a este personaje con una económica, pero sugerente letra A.

La novela soporta sin sobresaltos ser leída con el punto de mira que al lector más le interese. Tocada con elementos de  novela policial, aunque no haya crimen, pero sí misterio -como lo deja asentado el propio autor en alguna entrevista- el relato se presta bien a ese adelantarse a los acontecimientos en busca de resolver el enigma, tan propio de los lectores de novela negra.

En este caso, lo policial parece encarnarse en dos búsquedas paralelas: la primera concierne al supuesto misterio no desvelado en la obra de A; la segunda se interna en los meandros del oficio literario como territorio de la vanidad, de la competencia e incluso de lo patológico.

El lector puede también enfocarse en las aventuras eróticas del atareado crítico, quien a lo largo del texto demuestra que le sobra tiempo para ocuparse en simultáneo del corpus literario y de los cuerpos que lo rodean.

En lo que a mí respecta, elijo quedarme con esa especie de repaso del mundo de la creación literaria que campea en cada página de La última vez y que no ahorra en ironía. Por sus páginas desfilan el tan hipertrofiado como inseguro ego de los escritores; el rol determinante, aunque no siempre evidente, de los agentes literarios; y la oculta mano de la industria editorial que, además de  decidir qué se publica o qué no, impone a los autores reglas, temas y condiciones.

Una de las presencias más llamativas de esa panorámica es la apenas oculta de Carmen Barcells. En palabras del propio narrador: “la gloriosa agente literaria (…) espléndida en derroches y desplantes que dio vuelta a su antojo a la escena literaria española”.

 Martínez se divierte poniendo en juego lo que muchos otros escritores, y no pocos lectores, suelen pensar acerca del mundillo literario; al tiempo que actualiza la vieja interrogante sobre la esencia de esa cosa movediza que llamamos literatura. Tan movediza que da pie al narrador para afirmar, por ejemplo que  “la lectura, fatalmente, es un malentendido: cada quien encuentra lo que quiere”.

El mérito mayor de Guillermo Martínez en La última vez tal vez sea el haber logrado darle un carácter aventuresco a unos temas y a unos personajes que, si bien aparecen en otros autores, suelen ser tratados desde una atalaya intelectual que los aleja del lector común.

Martínez, en cambio, convierte tales temas en bloques de una narración fluida y entretenida que niega a rajatabla la propuesta según la cual “Entretenerse, ya se sabe, es algo que puede sacar de las casillas a cualquier crítico, en el sentido más literal”. La última vez puede descargarse en libgen.is

La realidad está por las nubes

Conocí fugazmente a Julio Miranda; de él recuerdo dos condiciones que saltaban a la vista, ser un lector incansable y no censurar sus opiniones acerca de la literatura en general y en particular sobre la literatura venezolana, a la que se dedicó con ahínco apenas echó pie en estas tierras.

Autor de varios libros de poesía y narrativa, lo más conocido de su obra es la dedicada a sistematizar períodos y movimientos, tomando como punto de partida el énfasis en ciertos temas.

De esa su vocación por la lectura, que no se centra solo en una obra o en un autor, sino que tiende a establecer orden y definir estilos, heredamos un conjunto de títulos que, muchos años después de su muerte, siguen siendo paradigmáticos a la hora de estudiar nuestra producción literaria. Basta con pensar en títulos como Proceso a la literatura venezolana (1975); Poesía, paisaje y política (1992); o La imagen que nos ve: ensayos sobre literatura y cine de Venezuela (2010).

Otro tanto puede decirse de su vocación de antologista, que lo llevó a proponer recopilaciones como la que hoy nos ocupan sobre cuentos venezolanos de ciencia ficción, de un lado, y narraciones fantásticas, del otro, recogidos ambos en la curiosa edición bifronte del El Perro y La Rana.

No era Miranda hombre de aferrarse a teorías literarias o a supuestas metodologías de análisis. Lo suyo fueron siempre conceptos operativos que creaba con la agudeza de quien mucho ha reflexionado sobre literatura en el ejercicio de la crítica.

Sea por ese desinterés en conceptos preestablecido, o porque pensara que lo que proponía era de conocimiento común, lo cierto es que no contamos en ninguna de las dos recopilaciones con una introducción que explicite su punto de partida a la hora de catalogar un relato como ciencia ficción o como fantástico.

Se entiende que eso sucediera si se piensa que Miranda estaba abriendo camino a una mirada sobre la producción literaria nacional hasta ese momento inédita, lo que explicaría también la amplitud del criterio utilizada para elegir los relatos que integran ambas antologías.

Lo cierto es que hay una notable diversidad en esos relatos, y si nos atuviéramos a categorías ya establecidas, concluiríamos que se mezclan allí relatos de ciencia ficción con otros fantásticos y otros más que rozan lo maravilloso o que simplemente apuntan a una cierta ironía política que nunca despega los pies del terreno de lo real.

Llama la atención el papel que juega el acontecer político en muchos de los cuentos recopilados por Miranda. Si bien es cierto que todos ellos asoman elementos de ciencia ficción o fantásticos, pareciera que les resultara imposible a los narradores desligarse de lo que sin duda ha sido uno de los temas más recurrentes de nuestro devenir literario desde el momento mismo de la independencia nacional.

El mejor ejemplo de lo anterior tal vez sea el cuento “La nube de humo” de David Alizo, en el cual se construye una supuesta máquina del tiempo con el único fin de eliminar a algunos representantes de la clase política.

En casos como ese, la narración no suele alcanzar la famosa suspensión de la incredulidad de la que hablaba Coleridge, lo que produce como resultado que los elementos sobrenaturales o extraordinarios resulten poco convincentes y terminen situándose, antes bien en el campo del humor o la ironía, ambos utilizados, esto sí, con notable maestría.

Otro ejemplo de lo dicho es “Narración de las nubes”, en el que un escritor al que solemos asociar con un discurso circunspecto, orientado a lectores jóvenes, deja asomar su vena humorística acompañada de un talento especial para el doble sentido y no pocos asomos de erotismo.

Si lo fantástico es, como lo estableció Todorov, un relato que siembra en el lector la duda de si lo que lee sucede en la realidad más terrena o en el ámbito de lo inexplicable, entonces hay que decir que lo que más se acerca a esa categoría en esta recopilación es el extraordinario cuento de Francisco Massiani titulado “Había una vez un tigre”.

Como dije antes, Julio Miranda exploró, en ambos libros, nuevas formas de mirar algunas muestras de nuestra narrativa. Hay que entrar en ellos con deseos de sorpresa, pero no de homogeneidad.

Una masacre polifónica

Difícil saber si la reciente premio nobel de literatura, la coreana Han Kang, decidió por sí misma que su novela, llamada en el original coreano “Un chico llega”, se titulara en la traducción al castellano, y en otros idiomas, Actos humanos. Fuese o no su decisión, lo cierto es que la novela nos llega con una dramática carga de ironía impresa ya en título.

Si el adjetivo humano indica que se está dotado de “naturaleza de hombre”, como lo apunta el DRAE, en una segunda acepción ese mismo adjetivo califica actos de carácter humanitario, caritativo, bondadoso y altruista.

La ironía reside en que, desde la primera página del libro, el lector se enfrentará con la narración de una tragedia opuesta, como es de suponer, a cualquier cosa parecida a bondad o compasión.

Al contar los sucesos de una masacre con miles de víctimas, cometida por el entonces dictador de Corea del Sur, Chun Doo-hwan, Han Kang elige un formato que oscila entre la ficción y el reportaje periodístico, emitido por las voces de múltiples narradores que se alternan en la reconstrucción del caso desde su propia experiencia como víctimas.

Aunque no queda del todo claro, es posible que, en el artificio novelesco que Kang edifica, estemos leyendo la transcripción de unas cintas magnetofónicas donde se recoge, muchos años después, el testimonio de algunas víctimas de la masacre. Poco alcanzamos a saber del origen de esas cintas, pero es que, en general, tampoco sabemos quién nos habla o a quien le hablan las distintas voces que participan en el relato. De este modo, Han Kang afirma el carácter real de lo sucedido, al tiempo que trabaja en la construcción de personajes literarios dolorosamente creíbles.

Esos personajes, más allá de poseer un nombre propio, parecen diluirse en un contexto sobre el cual no tienen dominio alguno. A tal punto llega este desleírse, que en cierto momento, sin darnos cuenta, escuchamos el relato de la masacre de boca dc un narrador de ultratumba que observa con horror cómo su cuerpo se desintegra bajo el peso de otros cadáveres.

Tampoco nos es dada la certeza de hasta dónde esos personajes son solo ficción o copian a seres de carne y hueso. El libro cuenta con un curioso epílogo en el que una voz, hasta allí desconocida, parece reconstruir los eventos en retrospectiva. Por un momento, resulta fácil asociar esa voz con la de la propia autora, ocupada en explicar cómo entró en contacto con la historia de la masacre. Se trata de una especie de repaso del proceso de redacción de la novela; de la definición de los personajes y de la peripecia de cada uno de ellos. Pero Kang ha sabido insertar sin ruido, en el contexto de la ficción, ese pequeño arranque de metaliteratura que para nada desvía al lector del curso de la historia. No se trata, pues, de una reflexión extra novela sobre sobre el acto de escribir, sino que forma parte constitutiva del drama de rehacer los sucesos trágicos del 18 de mayo de 1980 en Kwangju, ciudad natal de la escritora.

Una particularidad de esta novela es que no apunta casi nunca a las causas de la brutal represión desatada por el gobierno de entonces. Quienes relatan, cuentan siempre las consecuencias, sean estas inmediatas a los acaecimientos o revisitadas años después, cuando aún sufren las secuelas de tan traumáticos eventos. Son visiones personales que se acumulan frente al lector hasta desplegar el panorama completo de represión, tortura y asesinato; todo asumido con una especie de resignación, como si no se tuviese, por lo menos, el derecho de escandalizarse.

Kang ha sabido fundir, así, realidad y ficción con una maestría poco común. Y si es verdad que su novela se centra en la masacre de mayo de 1980, su texto transmite al mismo tiempo una manera cultural y existencial de enfrentarse a los acontecimientos, con un estoicismo sin duda extraño para el lector occidental. De ese modo, más allá de la masacre, Han Kang transmite una visión panorámica de la sociedad surcoreana.Actos humanos puede descargarse en internet. La vegetariana, la novela más conocida de Kang, se encuentra como audiolibro en Youtube y Spotify.

El incesante oficio de la piratería

El abogado estadounidense, encargado de la defensa de Venezuela en el Laudo Arbitral de París de 1899, Severo Mallet Prevost,  no quiso morirse sin dejar testimonio de la felonía acordada entre los dos jueces ingleses y el ruso para imponer a Venezuela una decisión que, como se repitió entonces hasta el cansancio, trazó una línea de transacción y no de derecho. En otras palabras, se repartió el área de acuerdo con los intereses de Inglaterra y no de los demostrados derechos de Venezuela.

Como si fuese uno de esos textos titulados “Todo lo que usted quería saber…”, Enrique Bernardo Núñez nos ha dejado en su libro “Orinoco” un extenso legado sobre ese litigio  hoy por hoy más actual y pertinente que nunca.

Con un incuestionable estilo periodístico, un lenguaje preciso y directo, y con el añadido de uno que otro giro irónico en el transcurrir de sus páginas, el autor despliega el resultado de una acuciosa investigación acerca del diferendo entre Venezuela e Inglaterra por la región del Esequibo.

El litigio, que pronto alcanzará los doscientos años, es presentado por Núñez con una objetividad casi fotográfica. Sigue los documentos y la correspondencia donde reposa toda la información del caso con un deseo de precisión que se ve sobresaltado solo de tanto en tanto, cuando la voz de esa especie de narrador omnisciente que dirige el relato no logra controlarse y deja filtrar algún gesto expresivo, solo para recordarnos que  él está allí como un filtro a cuyo través nos llega el caudal información sobre el asunto.

De la última página del libro se sale convencidos de que nada, o muy poco, ha cambiado; no solo durante las dos centurias de litigio, sino incluso de mucho antes. Cuando Walter Raleigh, en el siglo XVII, se proponía regalar La Guayana a su reina, flotaba ya en la imaginación de los conquistadores la ilusión del Dorado. Se dice ilusión porque en nuestro tiempo sabemos que el Dorado no existe, al menos no en los términos que entonces se concebía. Para aquellos hombres, en cambio, el Dorado era  de una realidad a toda prueba, y hasta hubo quien juró haberlo visto.

Cuenta Núñez que un tal Juan Martínez decía haber entrado a la ciudad llevado por unos indios que lo encontraron agonizante. Contaba que, aunque vivió allí durante siete, meses le era imposible regresar pues tanto a su llegada como a su partida lo había hecho con los ojos vendados.

La pervivencia de ese espejismo alcanzó incluso a los miembros del tribunal que en 1899 se reúne para emitir un fallo arbitral sobre el diferendo, como lo apunta muy bien Alejandro Bruzual en el prólogo del libro. La diferencia entre una época y otra estriba en que a finales del siglo XIX ya era un hecho comprobado el potencial aurífero y en general minero de la región de Guayana.

El relato de Núñez se despliega con la agilidad de una historia de ficción; tal vez sea esa la causa de que terminemos de leerlo convencidos de haber asistido al enfrentamiento entre un grandulón armado de garrote y un indefenso adolescente cuyo único recurso es apelar siempre al imperio de la ley; ley a la que el grandulón opone un pragmatismo de conquistador prevalido de su poderío.

El ministro Benjamín Qüenza le reporta a Guzmán Blanco: “Avanzar y avanzar es su sistema, animados con el poder que les da la fuerza y escudados por nuestra debilidad”.

En ese contexto de ficción y aventuras, aparece, poco antes de terminar el libro, la figura de Domingo Antonio Sifontes, un general venezolano que se enfrenta a los ingleses ya no con el lenguaje diplomático que alude a los derechos ancestrales del país, sino con unos arrestos militares que, como lectores, hemos estado esperando a lo largo de todo el recuento. En las pocas páginas donde aparece, Sifontes aporta un aire de reivindicación que no podemos sino aplaudir, más allá de haber sido un hecho aislado y casi individual en la secuencia de acontecimientos que comprende tan antiguo diferendo. Orinoco” es, en nuestros días, un libro de obligatoria lectura, dado el momento histórico en el que nos encontramos, incluida la renovada dinámica del reclamo de Venezuela sobre el territorio de la Guayana Esequiba.

Mujeres que no saben volar

Decía Edward Said, el maestro de los estudios poscoloniales, que ningún imperio confiesa su ánimo de conquista y saqueo; antes bien, prefieren verse y mostrarse como educadores y libertadores. Mucho de esa concepción abunda en las páginas de El mapeador de ausencias, de Mia Couto, una novela que puede leerse sin problemas como testimonio del dominio portugués en Mozambique, dominio sostenido a sangre y fuego durante el cual, a la par que se asesinaba y saqueaba, se nutría la noción de “un Portugal sin razas y sin racismo”.

La novela, sin embargo, va mucho más allá de esa lectura evidente.

Si intentáramos trasladar a un diagrama el armazón narrativo de El mapeador de ausencias, terminaríamos con uno de extraordinaria complejidad. La novela se desarrolla en dos tiempos, el de la colonia y el de la independencia; y contrapone las  visiones del mundo de dos culturas asentadas en dos continentes distintos. Por si eso fuese poco, la historia se trasmite por boca de una multitud de personajes a quienes da voz una especie de director de orquesta, que aquí llamaremos narrador principal, dedicado a recabar testimonios orales, informes públicos, trozos de diarios, correspondencia y cualquier otro vehículo de expresión a la mano.

Al desarrollarse en Mozambique, la narración  se mueve alternativamente de la época colonial a la postcolonial. A pesar de estar poblado por personajes de gran calado psicológico, el relato correspondiente a los años de dominación portuguesa y de la lucha por la independencia se concentra, como era de esperar, en el accionar colectivo bien sea en pro o en contra de esa independencia. Los eventos contemporáneos al  narrador principal, en cambio, aun teniendo como referencia ubicua los hechos de la colonia, se centran en el conflicto individual de un narrador que, como se dice de quienes agonizan, recoge sus pasos para reconstruir, a un tiempo, su propia individualidad y la de un país cuya libertad es problemáticamente reciente.

Este narrador principal es, además,  un escritor cuyo rol a lo largo de la novela es la de rehacer una memoria colectiva a partir de  trozos de información que le son legados y de la fusión de afectos y odios  mediante los cuales se rearma una sociedad que padece de conflictos no resueltos, sea como colonia o como país independiente.

Dos maneras de procesar los hechos se contraponen. Dos formas de interpretar la realidad en las que se enfrentan la racionalidad occidental de los blancos portugueses con esa otra racionalidad que solemos asociar con el así llamado pensamiento  mágico. Se trata en realidad de una manera distinta de formular la realidad propia de la cultura y la tradición Mozambiqueña. No son pocas las veces que en las páginas de El mapeador de ausencias se establece una especie de contrapunteo entre las dos lógicas opuestas:

—Aquella señora no sabía volar (…) Me di cuenta en cuanto apareció en el cielo…

—A ver, Capitine, (…) Queremos hechos, solo los hechos, ¿vale? Nada de gente volando…

—Le diré, señor, que esa señora voló en una dirección muy equivocada…

De modo que todo lo relativo a Mozambique y a la cultura de sus habitantes originarios está envuelto en un halo de poesía y de misterio. Todo se dice en clave, poéticamente. Ningún mensaje es explícito si no se conocen los códigos que lo sustentan

En general no abundan los juicios sobre nada, sea racismo, delincuencia o la mismísima represión desatada por el conquistador. Todo  fluye como parte de la realidad evidente,  inescapable, pero no necesariamente juzgada aunque tampoco aceptada. Si se quiere algún tipo de interpretación de los hechos, hay que deducirla de las decenas de  aforismos que se dejan caer a lo largo del texto, que, revestidos de un cierto fatalismo, dejan asomar el tipo de percepción que cada personaje tiene de los eventos que ocurren en cada momento de la narración.

Muchas de esas frases sentenciosas son pronunciadas por mujeres, representadas en la novela por cuatro personajes que se constituyen, a lo largo de sus páginas, en verdaderos ejes referenciales.

Con El mapeador de ausencias, Mia Couto ha logrado una novela estructuralmente compleja, pero, aunque suene contradictorio, placenteramente legible.

Historia de la realidad oscura

Wilfredo Machado ha creado, o al menos sustentado con sensibilidad y talento, la existencia de otro mundo, que no siempre escapa a la percepción de los que vivimos en este lado de la realidad. Ese mundo diverso cuenta con variados soportes que se mueven entre el ámbito  religioso, las supersticiones, los sueños, las drogas, los fantasmas y, por supuesto, la fabulación propia de la literatura.

El pez de los sueños es una lectura sin bases firmes. Nunca sabremos donde estamos parados a medida que las páginas transcurren. Eso sí, a lo largo del libro, el narrador no cesa de reafirmar el carácter inaprensible del relato por medio de ambientes y situaciones en los que se mueven los personajes. Las reiteradas arenas movedizas que aparecen de un capítulo a otro son una buena analogía, aunque no la única, de la escurridiza esencia de la historia: que los personajes no se orienten con precisión en el espacio; que de ese espacio se dificulte saber si es real o  producto de alguna alucinación; que sea imposible definir alguna cronología para las peripecias de los personajes y que no tengamos más remedio que dudar de la verdadera existencia de esos mismos personajes, son otros tantos ejemplos de hasta donde Wilfredo Machado ha ingresado con esta novela en el territorio de lo fantástico.

En cierto modo, El pez de los sueños escapa de la tentación realista y socializante que suele dominar nuestra novelística. Siguiendo la veta que ya había definido en su obra anterior, especialmente la que  dedica a explorar el bestiario fantástico, el novelista elige alejarse de  escenarios familiares y sitúa la acción en una remota isla. A pesar de la coordenadas geográficas que apuntan a una cierta verosimilitud, esa isla no alcanza nunca la concreción absoluta, del mismo modo que no lo hacen los personajes ni sus andanzas.

Para lograr esa especie de difuminado narrativo, Machado se apoya en un lenguaje con un marcado tono poético. De hecho, no pocos párrafos de El pez de los sueños podrían catalogarse abiertamente, más que como prosa poética, como poesía en prosa. Una multitud de figuras retóricas le sirven para ampliar hasta límites insospechados el tipo de comprensión que puede hacerse de lo que escribe. De esas figuras retóricas destaca en especial el símil, mediante el cual lo que parece concreto se compara con un imaginario poético que termina por proyectar, de nuevo, esa semisombra en la que se debate toda la obra.

Se trata, adicionalmente, de una propuesta de novela cuya esencia se discute a lo largo del mismo texto. En la novela contemporánea no sorprende un personaje escritor que se propone culminar una obra que es, casualmente, la que tenemos entre manos. En el Pez de los sueños, sin embargo, ese personaje pierde el carácter de consciencia lúcida que ordena e interpreta los acontecimientos para verse arrastrado por la marea alucinatoria en la que se debate el resto de los actantes.

El discurso metaficcional, perfectamente imbricado en el decurso de la historia, le sirve a Wilfredo Machado para intentar explicar lo inexplicable en el contexto de la fragmentariedad de El pez de los sueños; además de pretender, por esta vía,  dar a conocer su personal concepción de la novela. Ese escritor interno, se no dice, “No tenía interés en narrar una historia que marchara diligentemente hacia su propia tumba. Vivir siempre era fragmentarse en lo múltiple, en lo que no podía verse sino como un prisma de colores entrelazados. (…) La idea de novela estaba allí, en ese mundo de seres sin rostro, cuyas oscuras motivaciones parecían nacer del sinsentido del mundo.”

La metáfora del prisma de colores se hace concreta por medio de una multiplicidad que parece saltar del mundo exterior al mundo interior de quien narre en cada momento del relato. La idea de un rito cuyos alcances no logramos aprehender nunca a cabalidad se entreteje a medida que leemos con reflexiones de corte filosófico, intertextos literario, alusiones recurrentes y paradigmáticas a obras pictóricas, tiempos trastocados y fusión de personajes. En fin, una novela compleja que amerita un lector dispuesto a comprometerse con un mundo que no parece tener límites que lo contengan.