Vestigios coloniales sin héroes

El “fin de la historia” fue el grito de victoria del neoliberalismo. Era la época en que intelectuales y poetas preferían refugiarse en la “palabra”, el “lenguaje”, como si esa fuera la Patria. También renegaron de los héroes, pero resultó que la historia continuó su curso.

Aún hay vestigios de esa visión en que es mejor no tener historia de independencia y héroes, de ver el pasado como la “tragedia” del presente y pretender responderlas con personajes del imperio. 

Pongamos por caso El Pacificador, de Francisco Suniaga, que narra las vicisitudes del general realista Pablo Morillo en tierras venezolanas. Aunque la novela histórica comienza en Cádiz, con una supuesta conversación con el generalísimo Francisco de Miranda preso en La Carraca, el autor da a entender que Venezuela era la gran “preocupación” del enviado del rey Fernando VII desde antes de partir hacia Tierra Firme con más de 10 mil hombres en 42 barcos y 18 buques de guerra.

Suniaga se propone hacer una radiografía de un tiempo violento en donde hombres y mujeres son sospechosos para el general realista. Cada quien, desde su postura política, religiosa, filosófica —quién la tuviera— y militar, se expresa sobre el contrario como ser aborrecible. Pero, si el contrincante es un republicano o, por tomar un solo ejemplo, Simón Bolívar, aumentan las maledicencias contra el héroe independentista, considerado como un joven mantuano desleal al rey de España y sanguinario.

A través de los personajes se mantiene la tesis de que la guerra de independencia fue cruenta y despiadada por culpa del Decreto de Guerra a Muerte. Es decir, ayer y hoy, Bolívar es el causante de todos los males de Venezuela.

Esta concepción conservadora y al mismo tiempo liberal —porque en definitiva, liberales y conservadores abonan la misma causa política— ha calado en ciertos personajes de la “izquierda” e incluso en quienes consideran intelectuales. Tomaremos como ejemplo a José Ignacio Cabrujas que escribió a su antojo a favor y en contra de Bolívar, como héroe o bufón, todo con tal de desmontar el argumento del contrario.

En las novelas históricas se da por sentado que hay ficción y datos rigurosos de la historia, de los personajes. En El Pacificador se desconoce qué hay de lo uno y lo otro, hasta el punto de descreer que quien venció a Napoleón Bonaparte, hombre de batallas entre la espada, la sangre y la muerte, se perturbe emocionalmente porque cometió en nuestras tierras pecado carnal fuera del matrimonio en dos oportunidades y que sólo se sintió librado de culpa cuando logró confesarse en Caracas.

El texto está plagado de citas extensas entre comillas, que parecieran cartas o memorias que juegan un extraordinario papel literario como diálogos. También es notorio que al término de cada capítulo van unos textos en cursivas que al principio se desconoce quién es el personaje que habla, pero a medida que avanzan los capítulos, se percibe que quien escribe es un Miranda amargado y, a veces, reiterativo.

De acuerdo con los personajes y el autor —en la medida que maneja los hilos invisibles—, la peor decisión fue haberse embarcado tanto para liberar a Venezuela de la colonia española (Miranda), como ir en defensa del rey Fernando VII (Morillo). Es condescendiente con los realistas Domingo de Monteverde y José Tomás Boves, porque al final de cuentas no eran militares sino unos personajes a quienes arrastró la vorágine de la guerra independentista incitada por Bolívar.

Antes de llegar al colofón, es necesario precisar que El Pacificador apareció en España bajo el sello Editorial Alfa (diciembre, 2024) y en Venezuela se puede conseguir una pésima edición del departamento de publicaciones de la Universidad Católica Andrés Bello (abediciones, 2024), en donde quedan mal parados, además de los editores, quienes estuvieron a cargo de la diagramación, corrección e impresión.

El Pacificador es la novela de los derrotados y de los que sostienen la conseja conservadora de que todo tiempo pasado fue mejor, incluso si ese pasado es de hace más de doscientos años.

Solo Bernarda pacifica al general

Francisco Suniaga sabe echar un cuento; maneja un lenguaje profuso sin excesos; lo usa con una fluidez que lleva al lector con placidez de una página a otra; y mantiene una tensión narrativa que hace difícil despegarse de la historia.

Suniaga, más que hechos, suele contar ideas. Digo contar y no exponer porque una parte medular de su trabajo consiste en disponer un escenario para que los personajes desplieguen su interpretación de los acontecimientos, sus creencias políticas e, incluso, su filosofía de la vida; todo sin que se pierda la dinámica propia de una anécdota concreta.

 Suniaga se decanta por esta forma de narrar a partir de su segunda novela El pasajero de Truman, en la que expone su visión de Venezuela al momento de la malograda candidatura presidencial de Diógenes Escalante. Antes había escrito unas magistrales crónicas sobre la isla de Margarita y una novela negra, que para nada anunciaban su posterior evolución.

Tanto El pasajero de Truman, como El Pacificador, su última novela, encajan a la perfección en la categoría de novelas históricas, pero más allá de eso, son también novelas de tesis, un poco al estilo de Rómulo Gallegos; obras en la que se puede percibir la interpretación de la historia del propio autor y su proyección al presente.

 El Pacificador reposa sobre una galería de conceptos políticos. No en balde, toda la novela es una reflexión acerca de la conquista, la colonia y, en particular, el período independentista.

Tal la razón por la cual en una novela que comprende un período lleno de eventos bélicos, con las consiguientes movilizaciones de tropas, batallas, negociaciones y conciliábulos, la parte gruesa del relato se nutre de discursos analíticos, reflexivos, o memoriosos. Ello da pie, claro está, a la emisión de juicios sobre todos los aspectos y personajes de la etapa independentista, de donde sale, sin mucha ambigüedad, una posición del autor acerca de aquellos acontecimientos.

En esta novela, el narrador asume el reto de presentar la gesta independentista desde la óptica de un militar español, Pablo Morillo, de quien se nos dice, desde la primera línea, que se trata de un personaje honesto y lleno de buenas intenciones. Opinión, por cierto, con la que ya hace mucho difiría Rafael María Baralt, quien calificó a Morillo de ser “duro y cruel por sistema más que por inclinación (…) Lo que le hacía mayormente temible era su profunda ignorancia en todas las materias…”.

En esta visión de la guerra desde la perspectiva de un español, quizás demasiado inclinada a atenuar la violencia ejercida por la metrópolis, resalta la abundancia de juicios negativos y maledicentes acerca de Simón Bolívar; algo que se mantiene a todo lo largo de la novela, salvo en los dos capítulos finales. Por momentos, resulta difícil determinar si tal visión negativa responde al mero trabajo de construcción del personaje, o si por allí se filtra la particular visión del escritor, siempre interesado en sugerir la identidad entre lo que él concibe como caudillos del pasado y del presente.

En esta misma dirección, Suniaga incluye la figura de Francisco de Miranda como una especie de corifeo que comenta, interpreta y profetiza, en el último párrafo de cada capítulo, los eventos de la guerra de independencia, con una visión bastante negativa y distanciada de la de los rebeldes independentistas.

 Atrapado por la historia, parecería que, por momentos, Suniaga hubiese sido incapaz de deslindar lo pertinente de los subsidiario al armar su anécdota. No son pocos los capítulos que abundan en digresiones acerca de acontecimientos secundarios, que alargan sin necesidad la obra. Aunque no abundan, vale la pena resaltar los pocos episodios en los que Suniaga se permite abandonar la rigurosidad del discurso histórico para narrar, con una poética de sugestión, los encuentros eróticos entre el general español y su amante Bernarda, una bella mulata que sirve de bálsamo a los peores momentos, físicos o morales, de Pablo Morillo. Esas pocas líneas son también un respiro para el lector, que puede alejarse momentáneamente del rigor analítico para mirarse en el brillo untuoso de la piel de Bernarda.