La biografía y la novela con sus contradicciones

¿Cuánto de realidad y ficción puede contener una biografía?, es la pregunta frecuente que se hace el lector. Sin embargo, Maryse Condé cuando escribió sobre su abuela Victoire, también se hizo la misma interrogante sobre pasajes de la vida de algunos de los parientes que no conoció y de los que poseía poca información, pero eso no le impidió reconstruir sus pasos en una biografía que se lee como una novela de ficción.

“Es indiferente si recuerdo o invento, si tomo prestado o imagino”, es una frase de Bernard Pingaud que Condé usa como epígrafe para marcar el inicio de su travesía en el tiempo.

El título original, escrito en francés, es Victoire, les saveurs et les mots (2006), que sin temor a traicionar a la autora de Guadalupe, pudo haber sido traducida “Victoire, los sabores y las palabras” o “Victoire, sabores y palabras”, que como enumeración simple, pudo haber sido la intención de la autora para generar expectación en el lector.

El título de la edición en español —Victoire. La madre de mi madre, 2024— también tiene ese juego que perturba a la razón de la lengua, puesto que la palabra “abuela” tiene un significado que se explica en el subtítulo, pero las cosas no son tan simples como parecen.

A veces nos atenemos a las ataduras de las reglas de las academias de las lenguas, sin embargo la vida tiene muchas otras salidas con sus juegos de palabras. Si bien Condé falleció hace un año, el 2 de abril de 2024, y desconocemos si hay una edición anterior a la presentada por la editorial Impedimenta, pues no dudo que la autora estaría completamente de acuerdo con este juego de palabras, porque si bien madre es madre, aún a corta edad, también los papeles se intercambian a gusto y disgusto, pero sobre todo porque la biografía sobre su abuela también lo es sobre su madre y sobre sus orígenes.

Escrita en la madurez, la visión es muy diferente a la que en su juventud tenía sobre sí misma, como mujer y negra, nacida en la colonia aunque la independencia llevara ya dos siglos, porque los vestigios de la esclavitud y el machismo, siguen intactos a pesar de los derechos obtenidos.

“Ya conté en Corazón que ríe, corazón que llora que nadie de mi familia me instruyó acerca de la trata —esos viajes iniciáticos que fundaron nuestro destino de antillanos—, ni tampoco de la esclavitud. Tuve que negociar sin ayuda alguna el peso de tan terrible pasado. Las historias individuales, en cambio, sustituyeron a la historia colectiva”.

Esta historia se repite una y otra vez en nuestro Caribe, en nuestras tierras. Benito Yrady cuando presentó los testimonios de tres cimarronas venezolanas con su libro La caja de los truenos (2024), hizo énfasis en cómo ellas se identificaban: negras descendientes de africanos esclavizados. Esta identificación no es algo común a pesar de todo el esfuerzo que se ha hecho para comprender nuestros orígenes.

Y mucho en común tienen estas historias de Condé e Yrady, con la diferencia, quizás, de la musicalidad en la escritura. En La caja de los truenos uno siente el vibrar del tambor, el sonido del pilón, el bailar en el andar, el espíritu de rebeldía, mientras que en Victorie la música que predomina es la de Bach y constantemente hace alusión a Carmen, de Bizet.

Condé ha tenido diferentes posiciones políticas en la vida, además de las evidentes confrontaciones en ideas, de su distanciamiento con Aimé Césaire después de releer a Franz Fanon. Hago énfasis en “releer”, porque cuenta en La vida sin maquillaje que la primera vez que lee Piel negra, máscaras blancas (1952), a los 18 años, tiene una impresión errática. 

Nueve años después fallece Fanon, pero ella ya vivió en África, en Ghana y los cambios políticos con la independencia de ese país. Comprende, a su manera, que no era una “condenada de la tierra”, porque sus padres fueron negros burgueses aunque estos pasaron vicisitudes que marcaron su formación. 

Maryse Condé no escamotea las contradicciones vividas porque más bien reafirma la lucha que hay que emprender, que todos provenimos de África y que seguimos siendo esclavizados del orden  establecido por el imperio.

Guía para construir una abuela

Siendo un libro con muchas aristas, Victoire, la madre de mi madre de Maryse Condé es, sobretodo, una biografía amorosa, que se despliega a los ojos del lector a través de múltiples recursos literarios. La obra reconstruye una sociedad colonial llena de prejuicios y discriminación. Ilustrado todo con una profusión de palabras en creole y con la presencia de un curioso archivo gastronómico.

Nunca ha dejado de sorprenderme la alegría con la que ciertos grupos familiares acostumbran a rememorar los acontecimientos pasados, cual si de un viaje en el tiempo se tratara. Traen al presente hechos y personajes y se regocijan entre ellos como si estuvieran vistiendo un traje nuevo.

Esa misma impresión se tiene al leer Victoire, la madre de mi madre. Se puede muy bien entrar a la novela e imaginarse una reunión de parientes sentados en círculo contándose, por enésima vez, historias de su propia familia que ya todos conocen.

Hay algo de magia y de ritual en ese revivir la historia familiar, como si fuese indispensable para afirmarse como linaje, más allá de ulteriores coincidencias con los integrantes de la comunidad a la que pertenecen.

Por esa vía, Maryse Condé logra un discurso de una engañosa simplicidad, que se mantiene hasta la última página en el filo de la navaja entre la biografía y la novela. En lo atinente a lo biográfico, no se inhibe a la hora de exponer sus fuentes documentales, hacer público el proceso de investigación que sustenta su relato, o dirigirse al lector para hablarle desde una primera persona que desborda el artificio literario para anclarse en el acto de recordar. Una evocación que es también artificio, puesto que la nieta que escribe confiesa que nunca conoció a esa abuela que arma, a lo largo del libro, como si fuera un rompecabezas.

Si llega a fallar lo biográfico, aun queda la literatura. No en balde, esa misma voz narradora, que nos ha convencido hasta aquí de su verismo, no se arredra ni se silencia cuando le faltan fuentes documentales: “…no me queda más remedio que imaginar”, confiesa; no como quien reconoce una carencia, sino como quien asume un reto que la libera de la rigidez histórica.

De ese imaginar surge la figura de la abuela, experta en guardar silencio y en deslumbrar con sus guisos. Un ser ideal que le sirve a la autora, entre otras cosas, para hacer un paralelismo entre el talento culinario, considerado como un arte, y su propia experiencia como escritora. “En estas páginas pretendo revindicar el legado de una mujer que, aparentemente, no dejó ninguno. Establecer el nexo entre su creatividad y la mía. Conectar los sabores, colores y aromas de las carnes o las verduras con los sabores, colores y aromas de las palabras.”

El vehículo para engendrar al personaje de la abuela es una prosa que se tiñe, una y otra vez, con frases en creole; con ellas, la narradora crea un halo de identidad al tiempo que introduce costumbres, creencias, personajes, elementos culinarios y cualquier otro indicio de una forma de vida y de una cultura que se debate en las contradicciones propias de su pasado de colonización, esclavitud, y la consiguiente desigualdad.

Todo gracias a un personaje que se describe como anodino, silencioso, poco menos que inexistente: la abuela Victoire.

Así pues, al salir de la novela, el lector se habrá paseado por un colectivo signado por las diferencias sociales y raciales. La voz que narra toma una distancia crítica y juzga la constitución de una sociedad que, viniendo del esclavismo, atraviesa ahora un conflicto de clases que no se resuelve en la simple división entre blancos y negros.

Victoire… es una novela en la que resulta difícil, por no decir imposible, mantener la diferencia entre autor y narrador que establece la teoría literaria. Muy por el contrario, Maryse Condé habla con voz propia para distanciarse o ridiculizar todo lo que ve y cuenta, incluidos sus padres, obsesionados con la esperanza de integrarse a esa clase social y política, llamada los Grandes Negros. Nuevos ricos quienes, en el intento por diferenciarse de los odiados blancos hasta ayer esclavistas, no hacen otra cosa que imitarlos.