Advertencia intemporal a los lectores

Una de las primeras películas venezolanas que vi en el cine fue País portátil. No sabía de la existencia de la novela, mucho menos del autor, apenas tenía 14 años. Me enteré con el inicio de los créditos y guardo dos recuerdos notables. Uno, del personaje León Perfecto: cuando se tiene enemigos, no hay que andar desarmado. Dos, pasados unos 5 o  10 minutos después de los créditos, con la presentación de la familia Barazarte en situaciones y épocas diferentes, uno de los espectadores en la sala gritó: “Ahora sí no entiendo un carajo”.

Mucho tiempo después, comprendí que el tiempo tiene que ver con todo en la vida, es decir, la historia, la química, la física, pero le puse más atención a una de las disciplinas que me atraía, la literatura. Esto último, lo digo en el sentido más amplio, es decir, más que ficciones.

Todo lo que leía, así fueran teoremas de física o matemáticas, eran literatura. También la historia y como ésta tiene diferentes significados, se me hizo más comprensible que hechos y ficción venían agarradas de las manos.

La fascinación por las historias están dadas por la forma en que son contadas. Algunos sostienen que las primeras líneas de una novela o cuento son el punto de partida para la atención de los lectores. Los hay memorables. No detallaré en este asunto para evitar reiteraciones y ausencias. 

Las historias son más que comienzos, así como la lectura es más que tiempo y esta no guarda relación proporcional con la escritura.

Huyo de los libros en donde el escritor tiene la pretensión de dar torpes lecciones de literatura en sus narraciones. Las invenciones son fuentes perdurables para la imaginación. Podría concluir que todo se reduce a palabra y tiempo, imaginación e historia.

Es así como entre historia y literatura topé con el periodismo, en donde el tiempo es un límite que no se traspasa, porque el periódico tiene una hora de cierre. Las prensas [la imprenta] no esperan. Hablo de periodismo, no de comunicación social, que es lo que abunda en las redes digitales. Con esto no pretendo promover que se debe estudiar esta disciplina. El periodismo más que una profesión es un oficio. Sin embargo, no podría asegurar ni lo uno ni lo otro sobre la literatura. A veces es un acto de alquimia en donde las fórmulas repetidas son —generalmente— rechazadas por los lectores.

Por esta época, en Europa, también por estos lares, los medios de comunicación acostumbran a hacer un listado de los libros del año. Sorprende sobremanera que hasta ahora ningún escritor venezolano aparezca en esas listas, aunque esos mismos medios los han pontificado como “éxito” de la literatura de la diáspora venezolana.

Lo más seguro es que no hayan atendido a la segunda regla del “Decálogo del escritor”, de Augusto Monterroso, que reza: “No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia”.

Sin enumerar aciertos o desaciertos publicitarios y propaganda, la literatura también es conversación aunque al final de cuentas la escritura —como la lectura— se hace en soledad. El escritor puede tener la obligación personal de escribir, pero el acto de leer carece de toda obligatoriedad, a no ser que sea por la necesidad que impone el estudio para obtener conocimiento y aprobar uno o varios exámenes.

Tampoco es obligatoria la locura impuesta en los personajes en Maniac, de Benjamín Labatut, en donde seres racionales logran resultados gracias a la irracionalidad. “Genios” —entre comillas— que consiguen fórmulas que pueden ser avances de la ciencia y destrucción de la humanidad, son también el resultado de una conversación colectiva con sus contemporáneos e, incluso, con científicos del pasado.

La literatura también forma parte de la conversación que se consigue con la lectura. Cada escritor hace una línea o madeja de tiempo en donde cronos puede ser protagonista o vehículo que transporta la historia para que el lector llegue a su destino, a veces con más —o menos— imaginación que al principio.

La autoficción como norma

Escribir con regularidad sobre novelas, como hacemos en A cuatro manos, permite identificar algunos rasgos que permiten agrupar un conjunto de obras bajo un mismo paraguas conceptual. Uno de los más llamativos es la proliferación de narraciones en las que la voz que cuenta, el personaje principal, o ambos a la vez, es un escritor.

Este patrón parece apuntar a un cambio en los modos de narrar y de leer en la narrativa actual, y la frecuencia con la que aparece lo convierte en un signo característico de la novela contempóranea.

En El placer del texto, Roland Barthes distingue entre “texto legible” y “texto escribible”. No se trata de una oposición sobre la escritura en sí, sino sobre dos modos distintos de lectura. El texto legible genera un lector pasivo, que disfruta la obra sin cuestionar su contenido ni los mecanismos de su construcción. En cambio, el texto escribible demanda un lector activo, que reescribe el texto mientras lo lee y se interroga, a un tiempo, sobre los eventos narrados y sobre la arquitectura literaria que los sostiene.

La proliferación de novelas protagonizadas por escritores es un síntoma de esta búsqueda del lector activo. El concepto de autoficción, ese género híbrido que mezcla sin previo aviso lo autobiográfico y lo imaginado, explica una parte sustancial del fenómeno. En Huaco retrato, de Gabriela Wiener, la exploración personal de la narradora sobre su herencia colonial y su identidad no solo interesa al lector, sino que lo involucra hasta el punto de sacudir certezas cotidianas.

Una operación similar realiza Maryse Condé en Victoire, la madre de mi madre. Allí la escritora no solo narra la vida de su abuela, sino que incluye en el relato las huellas de su propio proceso de investigación, exponiendo las herramientas documentales que le son útiles para la reconstrucción histórica y familiar.

Sin embargo, la presencia de un personaje escritor no siempre equivale a autoficción. Paul Auster fue un maestro en la creación de una ambigüedad deliberada. En sus novelas, el narrador suele ser un escritor que compone su relato en paralelo al desarrollo de la trama. Auster eludía la asociación biográfica directa con un argumento sutil: afirmaba que su verdadero interés no era contar su vida, sino utilizar la experiencia que mejor conocía, su propia vida, para explorar la sensación universal de estar vivo. Así, el lector no ingresa a la biografía de Paul Auster, sino que, a través de ella, termina reconociendo fragmentos de su propia existencia.

Esta estrategia del narrador-escritor aparece en un número significativo de las obras reseñadas en A cuatro manos. En El mapeador de ausencias, de Mia Couto, el protagonista es un escritor que reconstruye una memoria colectiva a partir de fragmentos de información heredados, convirtiendo la escritura en un acto de reparación histórica.

Por su parte, Guillermo Martínez, en La última vez, elige como protagonista a un joven y brillante crítico literario, cuya contraparte es un escritor moribundo que espera de ese lector excepcional que descubra en su obra lo que nadie más ha logrado ver.

En Perdidos, de Sergio Bizzio, la figura del escritor se distorsiona: el narrador escribe una extensa carta a un monarca lejano cuya existencia misma se difumina, dejando al lector en la incertidumbre sobre el destinatario real del relato y, por extensión, sobre el propósito último de la escritura.

No obstante, la recurrencia de tal estrategia conlleva un riesgo inherente. La figura del personaje-escritor termina por sorprender, y no siempre positivamente, por su proliferación, más allá de la calidad de la novela en cuestión.

No hay dudas de que estamos frente a un cambio de rol del novelista, quien ya no parece contemplar la necesidad de ocultarse bajo el artificio de aquella tercera persona que creaba la ilusión de una objetividad a todas luces falsa.

 El problema podría estar en que el pacto de complicidad que invita a una lectura activa y metaficcional puede volverse previsible. La promesa inicial de un “texto escribible”, que ofrecía la emoción de descifrar capas de significado y de colaborar en la construcción del sentido, se desgasta si el mecanismo se repite de una novela a otra. El lector, entonces, pasa de ser un cómplice entusiasta a un espectador que reconoce una fórmula, una estrategia retórica que ya no sorprende.