La autoficción como norma

Escribir con regularidad sobre novelas, como hacemos en A cuatro manos, permite identificar algunos rasgos que permiten agrupar un conjunto de obras bajo un mismo paraguas conceptual. Uno de los más llamativos es la proliferación de narraciones en las que la voz que cuenta, el personaje principal, o ambos a la vez, es un escritor.

Este patrón parece apuntar a un cambio en los modos de narrar y de leer en la narrativa actual, y la frecuencia con la que aparece lo convierte en un signo característico de la novela contempóranea.

En El placer del texto, Roland Barthes distingue entre “texto legible” y “texto escribible”. No se trata de una oposición sobre la escritura en sí, sino sobre dos modos distintos de lectura. El texto legible genera un lector pasivo, que disfruta la obra sin cuestionar su contenido ni los mecanismos de su construcción. En cambio, el texto escribible demanda un lector activo, que reescribe el texto mientras lo lee y se interroga, a un tiempo, sobre los eventos narrados y sobre la arquitectura literaria que los sostiene.

La proliferación de novelas protagonizadas por escritores es un síntoma de esta búsqueda del lector activo. El concepto de autoficción, ese género híbrido que mezcla sin previo aviso lo autobiográfico y lo imaginado, explica una parte sustancial del fenómeno. En Huaco retrato, de Gabriela Wiener, la exploración personal de la narradora sobre su herencia colonial y su identidad no solo interesa al lector, sino que lo involucra hasta el punto de sacudir certezas cotidianas.

Una operación similar realiza Maryse Condé en Victoire, la madre de mi madre. Allí la escritora no solo narra la vida de su abuela, sino que incluye en el relato las huellas de su propio proceso de investigación, exponiendo las herramientas documentales que le son útiles para la reconstrucción histórica y familiar.

Sin embargo, la presencia de un personaje escritor no siempre equivale a autoficción. Paul Auster fue un maestro en la creación de una ambigüedad deliberada. En sus novelas, el narrador suele ser un escritor que compone su relato en paralelo al desarrollo de la trama. Auster eludía la asociación biográfica directa con un argumento sutil: afirmaba que su verdadero interés no era contar su vida, sino utilizar la experiencia que mejor conocía, su propia vida, para explorar la sensación universal de estar vivo. Así, el lector no ingresa a la biografía de Paul Auster, sino que, a través de ella, termina reconociendo fragmentos de su propia existencia.

Esta estrategia del narrador-escritor aparece en un número significativo de las obras reseñadas en A cuatro manos. En El mapeador de ausencias, de Mia Couto, el protagonista es un escritor que reconstruye una memoria colectiva a partir de fragmentos de información heredados, convirtiendo la escritura en un acto de reparación histórica.

Por su parte, Guillermo Martínez, en La última vez, elige como protagonista a un joven y brillante crítico literario, cuya contraparte es un escritor moribundo que espera de ese lector excepcional que descubra en su obra lo que nadie más ha logrado ver.

En Perdidos, de Sergio Bizzio, la figura del escritor se distorsiona: el narrador escribe una extensa carta a un monarca lejano cuya existencia misma se difumina, dejando al lector en la incertidumbre sobre el destinatario real del relato y, por extensión, sobre el propósito último de la escritura.

No obstante, la recurrencia de tal estrategia conlleva un riesgo inherente. La figura del personaje-escritor termina por sorprender, y no siempre positivamente, por su proliferación, más allá de la calidad de la novela en cuestión.

No hay dudas de que estamos frente a un cambio de rol del novelista, quien ya no parece contemplar la necesidad de ocultarse bajo el artificio de aquella tercera persona que creaba la ilusión de una objetividad a todas luces falsa.

 El problema podría estar en que el pacto de complicidad que invita a una lectura activa y metaficcional puede volverse previsible. La promesa inicial de un “texto escribible”, que ofrecía la emoción de descifrar capas de significado y de colaborar en la construcción del sentido, se desgasta si el mecanismo se repite de una novela a otra. El lector, entonces, pasa de ser un cómplice entusiasta a un espectador que reconoce una fórmula, una estrategia retórica que ya no sorprende.

Deja un comentario