El tiempo de los sueños perdidos

Es la época en que la velocidad es parte esencial de nuestras vidas. Demorar más o menos en hacer una u otra cosa, pero mientras más rápido se realice lo que hay que hacer, es lo que está impuesto.

El libro y la lectura han logrado mantenerse a flote y navegar en esta vorágine en competición con todos los artilugios de los juegos y videojuegos, radio, TV y cine, pero ha topado con un nuevo actor —hace ya un par de décadas atrás—, que a su vez son múltiples: las redes, que más que sociales, son digitales. 

Las redes han hecho que las comunicaciones generen vértigo sobre los procesos que se concretan en la realidad —incluso, en la irrealidad—, por tanto los individuos no leen por el mero acto de comprender o placer, sino que visualizan con el propósito de consumir. Ahora, todo pareciera ser más sencillo, pero sutilmente más complicado, aunque sea grotesco.

Antes de que feneciera el siglo XX, Italo Calvino generó unas propuestas para este milenio a propósito de unas cátedras de literatura. Para él la velocidad no era “un valor en sí”, puesto que “el tiempo narrativo puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil. En cualquier caso el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo”.

La novela de Wilfredo Machado, El pez de los sueños (Monte Avila Editores Latinoamericana, 2022), me ha traído a colación esta reflexión del literato italiano a propósito de los nuevos aditamentos a las realidades de este milenio, en donde buena parte de la población, la que está conectada, está enredada sin comprender por dónde viene la red y, a veces, sin escapatorias cuando no hay voluntad de escapar.

En la novela de Machado, que en una apuesta a las narraciones fantásticas, la ficción como los sueños se internan unos a otros en sí mismos, sin importar los espacios temporales, y lo que pareciera que ocurrió, fue sólo imaginación o un sueño.

En otras palabras, “espacio y tiempo, ficción y narración, experiencia y fantasía, verdad y falsedad, realidad y representación literaria, son sometidos a diversos trastocamientos, en los que presentimos que la reflexión sobre las paradojas de la ficción prevalece sobre la representación misma”.

La cita anterior corresponde a un análisis que hizo el escritor argentino Juan José Saer sobre la novela Para una tumba sin nombre, de Juan Carlos Onetti, que muy bien le calza a El pez de los sueños aún siendo disímiles en la historia y la extensión.

Al final, entre todos escriben un solo libro, diría Jorge Luis Borges.

Solo que para Wilfredo Machado las historias no culminan, se mantienen a través de los sueños, el mar y el fuego, las palabras y la acción poética. Perseguir una diosa y perderse en una isla para construir un mito que ha sido revelado para quien narra, sin testigos que puedan dar fe o certezas.

En El pez de los sueños las alucinaciones se confunden con los sueños y viceversa. La búsqueda de lo que no se logra alcanzar se convierte en mito en la medida en que se nombra o sueña. 

El psicólogo estadounidense Rollo May sostuvo que los mitos son necesarios y que buena parte de la violencia en su país se debe a la desaparición de los grandes mitos. La presencia de estos en el imaginario de los jóvenes puede ayudarlos a relacionarse con el mundo o a comprenderlo.

“El mito es el sueño colectivo y el sueño el mito privado”, aporta el escritor Joseph Campbell, que compagina con lo expresado por May y abona al terreno de la imaginación.

La literatura fantástica permite, como cualquier otro género, que los lectores ocupen parte de las neuronas en pensar nuestras realidades a partir de la creación de otros mundos, restándole valor a la velocidad de vivir.

Es difícil que alguien se pierda en una isla a no ser que los que manejan los algoritmos —ya que hablamos también de redes— decidan que la isla se pierda, desaparezca.

“Perderse juntos no es perderse”, nos recuerda el poeta Carlos Angulo. Incluso en las historias infinitas de El pez de los sueños, de Wilfredo Machado. Algún destino le depara al escritor o al lector en sus páginas.

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