A mediados de la década de los 80, cuando formaba parte del grupo de teatro de la Escuela de Economía de la UCV —como actor de segunda, valga la acotación—, tuve la posibilidad de visitar un pueblo que fue protagonista de una de nuestras novelas emblemáticas y que, cuando la leí, supuse que todo era invención del autor, incluso el lugar en donde habitaban los personajes que poco a poco iban muriendo o desapareciendo.
—¡Vamos a Ortiz! —dijo un compañero con tal alegría que parecía que iba a descubrir algo que hasta ese momento solo era un libro de ficción—. ¡El pueblo de Casas muertas!
No fui a Ortiz, pero las personas que lo visitaron regresaron decepcionadas, puesto que no se encontraron con el pueblo fantasma que esperaban encontrar.
A veces creemos que las cosas, e incluso las personas, permanecen intactas con el transcurrir del implacable tiempo. Por esos mismos años conocí a Luis Lira, cuando él era estudiante de Medicina y un inquieto lector, que a medida que se adentraba en las lecturas de escritores venezolanos y latinoamericanos, bien fueran de ficción o no ficción, las tertulias más que amenizarse con café, cervezas o ron, él mostraba ventaja al diseccionar con bisturí un discurso y suturaba con frases literarias y una sonrisa de complicidad a la hora de sentenciar definiciones.
Una vez que culminamos los estudios en la universidad, la vida nos separó hacia destinos diferentes, aunque, como son las amistades verdaderas, cuando por casualidad nos reunimos, continuamos la conversación del último encuentro.
Hace un par de años me escribió que estaba en la búsqueda de un editor. Pensé que alguien allegado a él tenía un libro en ciernes. La sorpresa fue que a los meses publicó su primer libro de poesía, Trazos límbicos (2023), y unos meses después apareció La isla que fuiste (2023), también de poesía.
La sorpresa no es que Lira sea poeta, no. Más bien radica en la capacidad de guardar secretamente estos dos poemarios que se tocan en los extremos; y al año siguiente, aparece con la novela Pluma Negra (2024).
Ahora se presenta como novelista con un libro que retrata el realismo social de una época a través de las historias cotidianas de un pueblo que comienza a cambiar su realidad debido a la incipiente explotación de petróleo.
Al principio, Pluma Negra pareciera una escritura gallegiana. El tema, la presentación de los personajes en la escena, la influencia es indiscutible, incluso de otros autores como Arturo Úslar Pietri y Miguel Otero Silva —no en balde comencé este escrito con Casas muertas—. Pero lo que realmente marca este libro, más que influencias, es la lectura de nuestra herencia literaria.
El ¿novel? escritor en las primeras páginas se desprende de eso que acabo de señalar como “influencias”, al contar una historia de un expolio, una estafa, los amores, los desafíos, con un ritmo trepidante en donde el escritor vuelca su carga afectiva, con sus amores y odios, pero sobre todo, sus esperanzas.
Pluma negra pudo ser una historia oral, de esas que van pasando de generación en generación, y la narración de Luis Lira no podía dejar de lado ese género donde la ficción hace posible que un recinto de pelea de gallos y estos mismos animales, pasan a ser más que un ritual.
Gabriel García Márquez contó que conoció, a través de su hijo, que para ingresar en cierta universidad anglosajona había que hacer un ensayo sobre El coronel no tiene quien le escriba. Su hijo no fue admitido por mamador de gallo, es decir, en el ensayo concluyó que al gallo del Coronel sólo le faltaba la gallina de los huevos de oro.
Los que respondieron que el gallo era la representación del pueblo oprimido, fueron admitidos, y García Márquez se congratuló por su visión política, puesto que uno de los finales que tenía previsto era hacer un sancocho con el plumífero.
Pluma Negra mira al pasado sin nostalgia. Luis Lira lo trae a nuestro presente con un lenguaje literario lúdico, propio de estos tiempos, con la certeza de una vida —y aquí estoy parafraseando al autor sin rubor— y de intentar andar un camino, acompañado de un río de donde bebe “después de momentos de mucha sed”.
Escritor, periodista y editor. Presidente del Centro Nacional del Libro desde noviembre de 2018. En febrero de 2019 asume la Dirección General de la Fundación Editorial El perro y la rana y en agosto es nombrado Viceministro de Fomento para la Economía Cultural. Es autor de los libros de cuentos El bolero se baila pegadito (1988), Todo tiene su final (1992) y de poesía Algunas cuestiones sin importancia (1994). Es coautor con Freddy Fernández del ensayo A quién le importa la opinión de un ciego (2006). Gracias, medios de comunicación (2018) fue merecedor del Premio Nacional de Periodismo en 2019, mención Libro. Actualmente dirige y conduce Las formas del libro.