Crónica de los mitos y los olvidados

Hay maneras de perderse en la vida o en la vía, sólo es un asunto de decidir cuál de las definiciones es la que corresponde. A veces todo es cuestión de tiempo y del tiempo, de las eternas reiteraciones porque se sopesa el entendimiento y la pertinencia del momento en que la historia o la crónica —vaya uno a saber si es lo mismo— se hizo pública y a quién va dirigida.

Perdidos, de Sergio Bizzio, finalista del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, plantea varias formas de estar perdido sin perderse literariamente, puesto que el testimonio es una muestra de que ha encontrado el camino de regreso.

Escrita para el monarca o para quien lee sus líneas en estos tiempos que ya no son de televisores, sino de pantallas, Bizzio se interna con sus personajes sin conocimiento del terreno, pero lo imagina e, incluso, lo sueña para contar una historia ya contada, con animales de otros continentes y en donde pareciera que todos están perdidos, menos los que ya estaban en estas tierras antes de la conquista.

La tempestad, de William Shakespeare, comienza con lo que expresa su título y Perdidos apenas se topan con la primera tormenta. De ahí en adelante, no es un drama shakesperiano, pero pareciera que todos ayudaban a estar perdidos y a tratar de encontrar el norte, la mar, sin percatarse de que el sol sale por el oriente —si es que sale—.

Es la crónica de los que quieren regresar y contar sus historias para obtener algún beneficio o manutención de lo que estableció el monarca para aquellos que incursionaron en la conquista, como ocurre en Maluco, de Napoleón Baccino Ponce de León, aunque no es el caso de Perdidos, si bien tiene algo de picaresca.

En dos oportunidades se premió en el Rómulo Gallegos novelas referidas a la conquista, Los perros del paraíso, de Abel Posse; y El país de la canela, de William Ospina. Esta última, junto con Ursúa y La serpiente sin ojos, forma parte de la “Trilogía sobre la conquista del Nuevo Mundo”, una saga en la que los personajes giran alrededor de Pedro de Ursúa y su esposa, pero se les atraviesa Lope de Aguirre.

Siete décadas atrás, o quizás más, Arturo Uslar Pietri en El camino de El Dorado, no se les atraviesa Aguirre, sino que los personajes viven y padecen en torno a este ser que pareciera mítico y a quien el autor retrata con la locura que carga con su destino. Sin embargo, Miguel Otero Silva voltea la historia y lo convierte en antiimperialista en la novela El tirano Aguirre. Príncipe de la libertad.

Sergio Bizzio llega a esos mismos terrenos, donde las amazonas y los hombres son todos iguales. No hay caciques ni jerarquías y pareciera que no hay mucho que contar, sino lo extraordinariamente cotidiano. Quizás por ello la novela es breve, tan breve que los lectores sabrán agradecer.

Lo desconocido es incomprensible para los recién llegados, pero para los residentes de las selvas es digno de admiración. Los mitos están a la orden del día sin que los mencionen. Y como dice Alessandro Baricco, “nada más engañoso que usar la palabra mito como sinónimo de acontecimiento irreal, fantástico o legendario”. 

En Lo que estábamos buscando expone que “el mito es aquello que dota de un perfil legible a un puñado de hechos. (…) El mito es quizás la criatura más real que existe”. Y todo es real aunque parezca inverosímil, como conseguirse a Cristóbal Colón y retratarlo como el cuadro tantas veces expuesto a la llegada de su tercer viaje. La crónica no puede ser más actual. El pintor en vez de parecer un pintor, es dibujado como un fotógrafo.

Querer ser fotografiados como los primeros en ver, mirar, pisar, navegar lo desconocido forma parte de un acuerdo para ser incluido en la historia oficial. Bizzio nos resume en Perdidos: “El trato: Colón sería su descubridor, y el capitán el primer súbdito del rey en dar la vuelta al mundo. El título le agradó. A nosotros, Villena, Ruis, los italianos y yo, que pisamos aquella tierra antes que cualquiera de ellos, no nos tuvieron en cuenta”.

Sergio Bizzio y sus navegantes puede que hayan estado perdidos, pero son los olvidados los que cuentan las historias escritas como crónicas. Las tempestades siguen azotando el Caribe, solo que ahora es el Imperio quien amenaza.

Su majestad el Otro

La impresión que se tiene, al leer Perdidos de Sergio Bizzio, es la de un deja vu. La novela se pasea por un escenario familiar, las peripecias de los conquistadores en un paisaje hostil habitado por indígenas de quienes solo esperan violencia y muerte.

Un relato de raíces que se hunden en las cartas de los cronistas de indias y que luego se bifurcan en un número notable de novelas históricas que aprovechan lo exótico y la abundante crueldad de la que estuvo plagada la conquista.

Baste con aludir al periplo del Tirano Aguirre, recogido por un número importante de escritores, entre quienes se cuentan Ramón J. Sender, Abel Posse, Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva.

La diferencia esencial entre esas las novelas y Perdidos de Sergio Bizzio parecería ser que en esta última falte el carácter mesiánico del que están imbuidos los seres que pueblan las crónicas de indias y los relatos posteriores. Ese mesianismo se concreta en la propuesta evangelizadora, en una supuesta misión civilizadora o, en el peor de los casos, en el ansiado descubrimiento de El Dorado.

En Bizzio, por el contrario, la derrota viste a sus personajes desde las primeras líneas. Se trata de seres inmersos en un caos que no han provocado y del cual, en cierta forma, tampoco son conscientes.

En realidad, de la época de la conquista, Bizzio solo usa el escenario para representar allí un drama humano que se ajusta sin grandes contratiempos a otros momentos históricos, en especial, como era de esperar, al nuestro.

Para lograrlo, el novelista apela a dos recursos que permean todo el relato, el humor y la incomunicación.

El humor reside sobre todo en la ironía con la que se tratan eventos que de otro modo resultarían de gran dramatismo. Un humor que surge de la incongruencia y el desconcierto de esos europeos perdidos en un territorio extraño, enfrentados a realidades y costumbres que no comprenden, y de la torpeza con la que intentan comunicarse con los indígenas.

Otra vertiente en el uso del humor se encuentra en la presencia del elemento sexual; algo que en las crónicas de indias se suele abordar desde una perspectiva moralizante y en las novelas históricas dedicadas a la conquista con un carácter serio y ligado al proceso social del mestizaje.

Para desacralizar una empresa que ha permeado una cantidad inmensa de páginas, Sergio Bizzio parece usar en esa obra el molde de la novela picaresca. No son pocos los elementos que concuerdan con esta hipótesis. El narrador en primera persona, por ejemplo, exhibe una visión limitada sobre los acontecimientos, que se narran episódicamente, como compartimientos estancos; y está acompañado, además, por una camarilla que hubiera envidiado el propio Lazarillo de Tormes: “Ruis era invertido. Villena había matado a un familiar, padre o hermano. Longo (…) carecía de testículos. Martínez era fraile (…) obsecuente y débil de carácter. Yo tenía nueve hijos y había huido de una miseria casi tan grande como la de ahora.”

La introducción de temas escabrosos acerca aun más la novela a ese compendio de marginales y excluidos que fue la novela picaresca.

La homosexualidad, por ejemplo, sirve para degradar cualquier asomo de magnificencia en los hechos narrados: “Eximo a Su Majestad, si es que me ha seguido hasta aquí, de todo comentario sobre la vulgaridad que desplegaban aquellos veinte marineros durante la noche, al cabo de la jornada de trabajo.”

Al igual que en la picaresca, el narrador de Perdidos habla desde un tiempo posterior a los sucesos que cuenta. En este contar en la distancia reside una de las estratagemas más llamativas de esta novela. El relato se dirige, a Su Majestad, al igual que solían hacerlo los cronistas de indias. Sin embargo, esa majestad a la que se alude al final de la novela no parece ser la misma que al inicio del relato autoriza el zarpe de las naves. Esta última majestad se nombra siempre asociada con el acto de leer la crónica que emite el narrador, y no tendríamos dudas de quien se trata si no fuese porque inesperadamente, ese mismo narrador, da un salto mortal en el tiempo para situarse en el presente: “Ante ese espectáculo sentí lo mismo que había sentido tantas veces frente al televisor; lo apagaba porque había un tipo que no paraba de hablar y siete horas después lo prendía de nuevo y el tipo seguía ahí.”

Visto así, Su Majestad ya no vive en la España de finales del siglo XV, sino en ese su majestad lector contemporáneo que alcanza a conocer la televisión.