La dimensión del significado de la muerte la comprendí a muy corta edad con poemas y canciones que provenían de poetas y cantautores españoles. Fue así como quedó en mi recuerdo la canción “Si la muerte pisa mi huerto”, de Joan Manuel Serrat.
La canción está en el disco Mi niñez (1970), paradójicamente lo escuché cuando no llegaba a los 10 años y traté de imaginar la muerte y sus complejidades, pero sobre todo comprender qué es un huerto y cómo serían esas pisadas de la muerte.
Una pandereta y el arpegio de una guitarra inician la canción. La voz de Serrat se acopla con “Si la muerte pisa mi huerto, ¿quién firmará que he muerto de muerte natural?”. A partir de allí se despliega un rosario de incertidumbres.
Después supe de la tristeza y amargura de León Felipe. El poema “Vencidos”, también interpretado por Serrat en el disco Mediterráneo (1971) no habla directamente de la muerte, pero la derrota se equipara a ella.
Culmino esta retahíla de poemas hechos canciones con Miguel Hernández y el poema 29 de El rayo que no cesa (1936), que el cantautor catalán tituló lacónicamente “Elegía” al disco con nombre epónimo del poeta.
“En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería”.
Tanta tristeza puede remover el libro de Olga Merino, La forastera, finalista de XXI Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos con esta obra, que en 2022 fue Premio RAE de Creación Literaria.
Celebrada por la revista Forbes y Babelia de El País en 2020 que fue acompañada por una fiesta de elogios que llegaron a catalogar la novela La forastera como “western rural en una Andalucía atemporal” (Ignacio Martínez de Pisón), “vigoroso drama contemporáneo” (Santos Sanz Villanueva), “literariamente exuberante” (Berna G. Harbour), comentarios que dicen mucho o poco, pero la que realmente se acerca con una mirada de lectora es Eva Baltasar: “Leer La forastera, de Olga Merino, es adentrarte en territorio hostil y descubrir que la belleza del lenguaje es capaz de arrancar un personaje duro, noble y solitario de las fauces de una tierra harta de muerte y sedienta de comprensión”.

El asunto es que en la novela los personajes van tras la muerte y se la consiguen, para su desgracia. Así como un pasado de suicidios. Uno tras otro.
Las pistas del pasado le hacen malas jugadas para la imaginación. Incluso para quienes pueden ver su propia muerte y pensar que su sangre está maldita, como la tierra y el viento, los que van trasegando una historia que parece tener un mal sabor, un mal presagio.
Y es así como va contado muerte tras muerte, suicidio tras suicidio. No hay esperanza, sino lenguaje que explica hasta en las sagradas escrituras: “La Biblia no condena expresamente el suicidio, dijo”.
Todo tiene una explicación en La forastera. Los personajes son el medio para exponer lo que se piensa: “Para él es falsa la idea del suicidio como máxima expresión del libre albedrío, porque no existe sujeto más acorralado que quien decide quitarse la vida”.
Merino logra articular historias en donde el crimen es lo de menos. La Guerra Civil Española siempre está merodeando aunque no sea esta vez el eje principal. Sin embargo los personajes la nombran como tampoco pueden dejar de nombrar quienes se han suicidado.
Pero el lenguaje siempre oculta algo y tras esta lógica Merino coloca las causas de muerte de cada uno de los suicidas, pero hace énfasis en el padre de la narradora: “interrupción circulatoria que ocasionó una isquemia encefálica”.
Hay maneras de expresar un ahorcamiento, pero mejor dejemos a La forastera:
“Habría sido más honesto escribir «ahorcamiento», pero los médicos, jueces y curas se parapetan tras la palabrería de alquitrán, apabullan con sus conocimientos para blindar sus dominios: los médicos, el cuerpo; los jueces, la inteligencia y sus posibilidades; los curas, el espíritu, aunque estos prefieren usar un lenguaje para tontos”.
No es un western. Quizás un thriller. Merino hace que el lector se encuentre con la tristeza o la rabia. La forastera, como “Angie”, la canción de The Rolling Stones, lo intentó, aunque tuvo miedo. Y es lo menos.
Escritor, periodista y editor. Presidente del Centro Nacional del Libro desde noviembre de 2018. En febrero de 2019 asume la Dirección General de la Fundación Editorial El perro y la rana y en agosto es nombrado Viceministro de Fomento para la Economía Cultural. Es autor de los libros de cuentos El bolero se baila pegadito (1988), Todo tiene su final (1992) y de poesía Algunas cuestiones sin importancia (1994). Es coautor con Freddy Fernández del ensayo A quién le importa la opinión de un ciego (2006). Gracias, medios de comunicación (2018) fue merecedor del Premio Nacional de Periodismo en 2019, mención Libro. Actualmente dirige y conduce Las formas del libro.