Símiles disímiles

Mucho de thriller y otro tanto de novela negra; relato político, con una notable revisión de la historia nacional; discurso de denuncia en el que afloran la corrupción y las miserias de una élite dirigente que por décadas, si no por centurias, usufructuó el poder político y militar; aventura amorosa que explora intimidades y salta por encima de inveteradas barreras morales.

El mar que me regalas, de Jorge Rodríguez, es una novela continente y el intento de caracterizarla, o hacer un inventario de los temas que toca, podría añadir un número indefinido de líneas al párrafo anterior. Pero, como se sabe, para que haya literatura no basta con el puro cuento, por muy interesante que sea, se requiere, también, de un lenguaje con capacidad propia para la búsqueda expresiva.

La prosa de Jorge Rodríguez posee una peculiar especificidad que la hace inconfundible. Así, pues, de El mar que me regalas puede afirmarse que tiene estilo propio, vale decir, un particular manejo del lenguaje profundamente personal y reconocible.

Rodríguez construye imágenes de notable originalidad, apoyadas principalmente en el símil y la metáfora.

Las figuras retóricas funcionan como destellos de lucidez en medio del aparente caos narrativo producto de las múltiples aristas que sostienen la historia. Gracias a ellas, se establecen conexiones inesperadas entre conceptos dispares que estimulan la recepción del texto de parte del lector; asimismo, dotan a la narración de un halo que puede variar, sin transición, de lo poético a lo extravagante.

Estas figuras no son meros adornos literarios, sino dispositivos que se balancean entre lo concreto y lo intangible, de la realidad observable a los vericuetos de la psicología humana.

En fin, se trata de la construcción de un estilo literario, ese modo particular de enfrentar el lenguaje al que cada narrador aspira, a fin de desarrollar lo que la crítica literaria suele identificar como la voz propia, única e inconfundible de un autor. La suma de sus elecciones lingüísticas: sintaxis, ritmo, vocabulario, tono y, por supuesto, el uso de figuras retóricas.

 El mar que me regalas está llena tanto de símiles como de metáforas que se caracterizan por fracturar cualquier asomo de lógica. Si bien es cierto que esa norma suele cumplirse en muchos textos literarios, dado que todo escritor intenta alejarse de lo conocido y del lugar común, en este caso resalta lo insólito e inesperado de ciertas asociaciones.

Así, por ejemplo, el mutismo puede ser “alto y ancho como una habitación sin muebles”.

El coito se realiza con “un movimiento de ratón de monte, de peces bullendo en las redes, de aves migratorias rompiendo de repente la monotonía del cielo”: o “con jadeos de combate chino”.

Del cuello de un esbirro recién apuñalado salen “chorritos de sangre, que se elevaban y caían con la elegancia aterciopelada de las fuentes de chocolate que ponen en las bodas”.

Rodríguez demuestra una habilidad particular para encontrar puntos de conexión entre elementos disímiles, estableciendo relaciones comparativas que desafían la percepción convencional y obligan al lector a reconfigurar su mirada sobre la realidad representada. Estas imágenes, lejos de ser ornamentales, son el núcleo de una exploración que trasciende la anécdota para sumergir al lector en una experiencia sensorial e intelectual profunda.

Lo cotidiano, o al menos lo concreto, suele adjetivarse con relaciones inestables y fluidas que, o bien son difíciles de asociar con la realidad inmediata, o transportan al lector hacia referentes lejanos en los que, mezclados con un tono poético, se hacen presentes objetos y criaturas con un carácter contradictoriamente grotesco y no pocas veces sombrío.

El mar que me regalas desafía así la percepción ordinaria en un proceso que a la vez describe y reinventa la realidad. Su prosa no se limita a contar una historia, sino que la dota de una dimensión sensorial única con capas de significado que multiplican las eventuales lecturas del texto.

Dije en otra parte que Jorge Rodríguez maneja con maestría la tensión narrativa propia del cuento. En esta novela, esa tensión narrativa se ve reforzada por una historia que se desplaza sin sobresalto, del humor a la tragedia, y se alimenta con el uso continuado de unas figuras retóricas que no dan descanso a la capacidad del lector para sorprenderse.

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