Pueblo pequeño, infierno grande reza el refrán. No es un mal punto de partida para leer La forastera, de Olga Merino.
Un infierno grande que permanece en el tiempo, en un país del autodenominado primer mundo, España en este caso; pero esa España despoblada, de la que Joan Manuel Serrat hace un magnífico retrato en su canción Pueblo blanco. Una aldea en camino de desaparecer, como tantas otras que en Europa ofrecen casas a un euro, en un esfuerzo por esquivar el destino de convertirse en pueblos fantasmas.
Poblados que todavía conservan buena parte de la magia propia del mundo rural y que aún sufren la eterna terrofagia del latifundio. La presencia de fantasmas y creencias ancestrales aparece en La forastera no como un simple recurso fantástico, sino para apuntalar una cosmovisión que desafía las categorías racionalistas occidentales y señalar una realidad compleja y múltiple.
Merino introduce, además, el escabroso tema de la soledad del individuo moderno y del suicidio recurrente e intergeneracional como su resultado. Una especie de marca genética de la depresión y el sinsentido de la vida. Lo que podría parecer un dato anecdótico, se transforma en un símbolo poderoso de la desesperanza y el sufrimiento que atraviesan los personajes. La recurrencia de estos actos trágicos sugiere una especie de maldición o destino colectivo que se entrelaza con las creencias y los fantasmas que habitan el imaginario local. El suicidio, en este contexto, no es solo un acto individual, sino una manifestación de las tensiones sociales, económicas y culturales que afectan a la comunidad, y que encuentran en la literatura un espacio para ser expresadas y comprendidas.

La forastera construyeuna anécdota en la que resuenan viejos temas de la novelística latinoamericana, especialmente aquellos que exploran la ruralidad, las creencias populares, el latifundismo y las tensiones sociales que emergen de estas realidades. Temas que en este continente es posible rastrear desde la novela de la tierra hasta los textos que cultivan lo real maravilloso. Y no es casual que, como si quisiera pagar una deuda, Olga Merino haga alusión explícita a Juan Rulfo. Al fin y al cabo, escribe una novela cuya narradora regresa a su pueblo para desentrañar la muerte de su padre. De modo que, curándose en salud, se adelanta al lector y aclara ella misma la evidente relación de su historia con la de narrador de Pedro Páramo: “En la pared del desván, de punta a punta, he copiado con lechada de cal, letra por letra y con caligrafía de palo, el arranque del último libro que me prestó el cura: ‘Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera’. Me gusta mucho. En cambio, yo no fui consciente de que había llegado a la aldea precisamente para saber quién era mi padre.”
La forastera, en su construcción narrativa, dialoga de manera evidente con lo real maravilloso latinoamericano, una corriente literaria que se caracteriza por la integración de lo mágico y lo extraordinario en la realidad cotidiana, sin que ello suponga una ruptura con la lógica o la verosimilitud. Como suele suceder, la naturaleza, la historia y la cultura se entrelazan para dar forma a una realidad multifacética.
Este despliegue de tensiones anímicas, presencias que permanecen en el claroscuro entre lo racional y lo mágico, y la aparición de una naturaleza cuya función excede con creces el rol de mero paisaje, son todos elementos que exigen no poca poesía en su entramado verbal.
La forastera es una novela cuyo lenguaje se complace en la morosidad. Todo en ella avanza lentamente, puesto que sin descuidar los acontecimientos externos, a la narradora le interesa de manera primordial pasearse por el ánima y el ánimo de sus personajes.
Una novela, en fin, que borda con lentitud un lienzo en el que convergen solo personajes dolientes. Un concentrarse en detalles que son a la vez extraños y poéticos: la rareza de un paisaje rural que resuena a éxodo; el abandono de los lugares donde hasta no hace mucho se originaba la vida y hoy sirven apenas de escenario a unas cuantas figuras fantasmales.
Un retrato de la ruralidad europea de hoy, contemporánea y triste.



Escritor, doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Iowa, magíster en Literatura Latinoamericana y profesor jubilado de la Universidad del Zulia. Fue galardonado con el Premio Regional de Literatura Jesús Enrique Losada (2000). Asimismo, se hizo acreedor del segundo lugar del concurso Los niños del Mercosur, de la editorial Comunicarte (Argentina, 2007).