Larga noche para Ana Magdalena Bach

La crónica fue uno de los géneros periodísticos, junto con el reportaje, en donde Gabriel García Márquez se sentía como pez en el agua. La razón puede ser sencilla, son los que en su escritura puede cruzar con la literatura. En algunas ocasiones, parte de su obra literaria primero fueron crónicas. Esta referencia inicial se hace porque En agosto nos vemos revela la clave con una de sus crónicas que publicó cuando ya era un escritor rumbo al Nobel de Literatura.

Refiero aquella que tituló “La larga noche de ajedrez de Paul Badura-Skoda” en donde relata la pasión de este pianista austríaco y que tuvo un encuentro con el ajedredicista colombiano Boris de Greiff. De ella se podría desprender el porqué del nombre de la protagonista, Ana Magdalena Bach. De su familia, es la única que tiene nombre, el de su madre y padre son omitidos, así como tampoco se conocen los nombres de la abuela desalmada de cándida Eréndira, ni la del “coronel que no tenía quien le escribiera, ni para el viejo patriarca de más de doscientos años que a veces se oía llamar Nicanor y a veces Zacarías. Parece tonto, pero está muy lejos de serlo: si el nombre no se ajusta al personaje no se lo cree nadie”, escribió en el artículo “La cándida Eréndira y su abuela Irene Papas”.

El esposo de Ana Magdalena se llama Doménico Amarís. Es músico, pero también, entre muchas cosas notables, ajedrecista. “No se sabía que jugara ajedrez hasta la noche en que lo desafió Paul Badura-Skoda después de un concierto glorioso y empataron once partidas hasta las nueve de la mañana siguiente”, afirma el narrador de En agosto nos vemos.

Si nos atenemos a la crónica, no jugaron tantas partidas sino tan solo cuatro de las cuales el pianista perdió tres y empató una. Empezó a las ocho de la noche y culminó a las dos de la madrugada, pero a las tres Badura-Skoda “se empeñó en analizar las partidas, hasta que Boris de Greiff le ayudó a establecer cuáles fueron sus errores decisivos. Luego, cuando le acompañó al hotel, le pidió que subiera al cuarto para explicarle el sistema especial de notación del redactor de ajedrez del Times, y siguió hablando de ajedrez hasta que la ciudad amaneció en las ventanas.”

En esa noche ajedrecística, antes de comenzar, Badura-Skoda tocó en el piano la tercera partita de Juan Sebastián Bach. “Estaba en un estado de tensión que no había padecido la noche anterior, en el concierto” y decidieron que cada partida se iniciara con el aria para la cuerda de sol de la Suite para Orquesta Número 3, de Bach, hasta que quitaron el disco porque, con los nervios de punta, dijo: “Me gusta mucho Bach y me gusta mucho el ajedrez, pero no los soporto juntos”.

La música es parte fundamental de En agosto nos vemos, pero alguna pulsión le hizo evocar este encuentro del pianista austríaco apasionado por Bach. Éste, con su última esposa tuvo 13 hijos de los cuales seis sobrevivieron. “Nuestra familia no cesaba de aumentar y la cuna estaba constantemente ocupada”, escribió Ana Magdalena Bach.

Si la frase de la señora Bach la hubiera escrito García Márquez, quizás tuviera otro tono más erótico o directamente sexual, más caribeño, como es también su literatura. Aunque la Ana Magdalena que cada 16 de agosto visita la tumba de su madre también arrastra el peso de los años que ya no regresarán aunque lo acompañe con música y licor, travesías y flores, sexo y amor.

A la protagonista de En agosto nos vemos no le quedaba mejor nombre y apellido. Incluso, en franco homenaje a Bach y a su señora esposa. Cuántas historias serán de verdad ficción y cuánta ficción se querrá que fuera vida de verdad. Corría 2004 y a José Saramago le preguntaron en Caracas sobre la veracidad del personaje de Memoria de mis putas tristes. Palabras más, palabras menos, dijo: Gabo, a los 90 años ya no es posible.

Gabriel García Márquez con En agosto nos vemos es consistente con el título de su autobiografía inconclusa. Vivió para contarla.

Cada vez menos palabras en agosto

Algunos críticos, llenos de pruritos artificiosos, han rechazado la publicación póstuma de En agosto nos vemos, la que tal vez sea, definitivamente, la última novela de Gabriel García Márquez; salvo que quede alguna otra sorpresa en el baúl de los manuscritos. No hay un solo argumento válido en esas críticas. Sobre todo porque a estas alturas nada podrá desmejorar el sitial que la obra de García Márquez ostenta en el concierto de la literatura mundial. Ello significa que si En agosto nos vemos fuese un relato fallido, que no lo es, aún tendría un extraordinario valor documental.

Escrita con el característico estilo narrativo de García Márquez, la novela ostenta, además, una inédita concentración verbal, especialmente en las descripciones; causa, tal vez, de que cuente con tan pocas páginas. En este sentido, no es descabellado pensar que la brevedad de esta obra puede haber sido el motivo por el cual el escritor, según se dice, pidió a sus hijos que no la publicaran.

En agosto nos vemos no se da tiempo para representaciones minuciosas y recurre como alternativa a frases de certezas tajantes, verdaderos axiomas, para acercar al lector a situaciones y personajes. Si el narrador pretende referirse a la corrupción política, por ejemplo, le basta con aludir al “hotel de turismo que el senador construyó a nombre suyo con dineros del estado”. Nada más. El resto es tarea a cargo del lector. El contexto que enmarca la anécdota necesita un mínimo de palabras, lo que permite al autor concentrarse en la peripecia de su casi único personaje: Ana Magdalena Bach.

Ese carácter axiomático permea todo el relato. Si se trata de mostrar la realidad física del personaje, se la enfrenta al espejo “con su rostro de madre otoñal”. En un momento determinado, otro ejemplo, Ana Magdalena “Se sintió pícara, alegre, capaz de todo, y embellecida por la mezcla sagrada de la música con la ginebra”. ¿Quién pondría en duda una sacralidad tan tajantemente establecida?

La novela se sostiene sobre unos cuantos encuentros amorosos del personaje, pero el narrador no se entretiene en la descripción de esos lances eróticos. Un rápido pincelazo es suficiente para enardecer la imaginación del lector: “Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola”.

Otro campo en el que García Márquez no hizo ahorro alguno es el de los intertextos, específicamente los musicales y los literarios, en lo que puede entenderse como un testimonio final acerca de la música y los libros que prefería.

Tradicionalmente, la crítica ha insistido en que la música es un elemento esencial en su obra, más aún, no ha faltado quien afirme que Cien años de soledad está escrita en ritmo de vallenato. Las referencias a la música “culta”, sin embargo, es un fenómeno que puede identificarse con carácter de elemento estructurante solo a partir de Memorias de mis putas tristes, la última novela publicada en vida del escritor.

Para ser una novela tan corta, En agosto nos vemos impresiona por la cantidad de compositores que desfilan por sus páginas. Chopin, Rajmáninov, Dvorak, Mozart, Schubert, Chausson, Chaikovski y unos cuantos más transitan indetenibles por estas páginas. Hay, sin embargo, una ausencia notable, la de Juan Sebastián Bach, su autor favorito según el crítico Cesar Coca. Una ausencia a medias, a decir verdad, pues llegados aquí descubrimos que no es mero accidente que el personaje principal de la obra se apellide Bach, lo que viene a ser un guiño al lector para dejar establecida, de una vez por todas, la importancia del referente musical en este relato.

Nada distinto sucede con las alusiones a novelistas. Ana Magdalena está siempre acompañada de un libro, y ese libro da pie para que García Márquez nos legue parte de su catálogo de preferencias literarias. Preferencias que incluyen, en este caso, a John Wyndham, Borges y Bioy Casares, Daniel Defoe y Ray Bradbury, entre otros, que marcan una paradigma literario a lo largo de En agosto nos vemos. Lo cierto es que al salir de estas escasas páginas es imposible pensar que fue un error publicarlas o, menos aún, tiempo perdido la ocasión magnífica de leerlas.