Al referirse a La sed se va con el río, de Andrea Mejía, Juan David Correa afirma que “Su voz no está inscrita en ninguna tendencia, la suya es una de esas miradas únicas, bellas, imperfectas, llenas de poesía, que hacen mejor a cualquier tradición.”
Extraña forma, por decir lo menos, de valorar una obra literaria, desgajándola del hilo evolútivo de la creación literaria y otorgándole una originalidad absoluta imposible de defender en Mejia o en cualquier otro autor.
La sed se va con el río es una hermosa novela cuyo mérito, entre otras cosas, reside en establecer un diálogo abierto con la tradición que le antecede, sin que sintamos, en momento alguno, que recorremos un camino trillado donde toda novedad queda excluida.
A contracorriente de lo propuesto por Correa, el libro de Andrea Mejía reelabora un conjunto de contenidos que la novela en general, y en especial la novela latinoamericana, ha trabajado a lo largo de décadas, si no de siglos.

Se trata de un relato de ambiente rural en el que la naturaleza juega un rol primordial; no el de una naturaleza pasiva, meramente botánica, sino una cargada de fuerzas desconocidas, mágicas, que la convierten en motor de la historia. Es esa misma naturaleza que puede ser rastreada hasta los primeros escritos de los cronistas españoles y que la llamada novela de la tierra utilizó con contundencia para oponerla al supuesto avance de la civilización.
En Venezuela tenemos un magnífico ejemplo de ese tipo de naturaleza en Canaima, de Rómulo Gallegos, donde la naturaleza es una potencia viva que se opone con fiereza a ser conquistada y que convierte la realidad en un ambiente tocado por todo tipo de fuerzas, desde las más naturales hasta las más inexplicables y fantásticas.
Nada muy distinto sucede con la selva venezolana en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier.
La sed se va con el rio retoma igualmente la tradición novelesca asociada con poblaciones que adquieren un carácter mítico. En ellos, la vida cotidiana está tocada por lo extraño, lo inexplicable, en fin, lo maravilloso. Sanangó, el poblado a mitad de camino entre el valle y la montaña, que ha creado Andrea Mejía, tiene, en este sentido, estrechos lazos de parentesco con los relatos que le anteceden.
El recurso ha sido explotado con profusión, y cualquier lector medianamente experimentado podría asociar el Sanangó de La sed se va con el rio con experiencias tan cercanas como el Macondo de Cien años de soledad o la Comala de Pedro Páramo; pero también podría alejarse hacia otros derroteros como el Winesburg, Ohio de Sherwood Anderson o Yoknapatawpha, el famoso condado donde transcurren las historias de William Faulkner.
Se trata, en general de pueblos abandonados de la mano de Dios, donde rigen leyes que no son tales sino costumbre de miseria, de sufrimiento y de sometimiento. Pueblos donde cada personaje se convierte en encarnación de seres arquetípicos acechados, a su vez, por multitud de fantasmas. Un paisaje que recuerda lo simple y conocido pero que en realidad encarna el mito, la dimensión de los descomunal, del exceso y lo grotesco. En sus escasas calles y míseras casas todo se vuelve fantasmagórico, como si se diluyera en una campo de nubes, que oculta y multiplica las visiones, y donde el mundo real y el sobrenatural se unen sin contradicciones.
Roberto González Echevarría creó su teoría de “El archivo” para analizar la novela latinoamericana como un proceso de ficcionalización de todo tipo de discursos que le anteceden, sean estos antropológicos, legales o literarios. Con frecuencia, “El archivo” suele estar representado por un personaje que conserva la memoria del pueblo a lo largo de generaciones. En La sed se va con el río, ese rol le corresponde a Lidia y a Esther. La primera, depositaria de los hechos que integran la saga de Sanangó, atraviesa el relato desde su infancia hasta su muerte; la segunda ha de encargarse de escribir la historia de ese pequeño pueblo arropado por una naturaleza omnímoda.
Andrea Mejía ha sabido, en fin, recombinar elementos y recursos de la novela latinoamericana desde una originalidad alimentada, mayormente, por un lenguaje poético y una anécdota compleja que, a lo largo de la obra, enriquecen ambiente, actos y personajes dotándolos de una sugerente condición a mitad de camino entre lo real y lo maravilloso.












Escritor, doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Iowa, magíster en Literatura Latinoamericana y profesor jubilado de la Universidad del Zulia. Fue galardonado con el Premio Regional de Literatura Jesús Enrique Losada (2000). Asimismo, se hizo acreedor del segundo lugar del concurso Los niños del Mercosur, de la editorial Comunicarte (Argentina, 2007).