El tiempo de los sueños perdidos

Es la época en que la velocidad es parte esencial de nuestras vidas. Demorar más o menos en hacer una u otra cosa, pero mientras más rápido se realice lo que hay que hacer, es lo que está impuesto.

El libro y la lectura han logrado mantenerse a flote y navegar en esta vorágine en competición con todos los artilugios de los juegos y videojuegos, radio, TV y cine, pero ha topado con un nuevo actor —hace ya un par de décadas atrás—, que a su vez son múltiples: las redes, que más que sociales, son digitales. 

Las redes han hecho que las comunicaciones generen vértigo sobre los procesos que se concretan en la realidad —incluso, en la irrealidad—, por tanto los individuos no leen por el mero acto de comprender o placer, sino que visualizan con el propósito de consumir. Ahora, todo pareciera ser más sencillo, pero sutilmente más complicado, aunque sea grotesco.

Antes de que feneciera el siglo XX, Italo Calvino generó unas propuestas para este milenio a propósito de unas cátedras de literatura. Para él la velocidad no era “un valor en sí”, puesto que “el tiempo narrativo puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil. En cualquier caso el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo”.

La novela de Wilfredo Machado, El pez de los sueños (Monte Avila Editores Latinoamericana, 2022), me ha traído a colación esta reflexión del literato italiano a propósito de los nuevos aditamentos a las realidades de este milenio, en donde buena parte de la población, la que está conectada, está enredada sin comprender por dónde viene la red y, a veces, sin escapatorias cuando no hay voluntad de escapar.

En la novela de Machado, que en una apuesta a las narraciones fantásticas, la ficción como los sueños se internan unos a otros en sí mismos, sin importar los espacios temporales, y lo que pareciera que ocurrió, fue sólo imaginación o un sueño.

En otras palabras, “espacio y tiempo, ficción y narración, experiencia y fantasía, verdad y falsedad, realidad y representación literaria, son sometidos a diversos trastocamientos, en los que presentimos que la reflexión sobre las paradojas de la ficción prevalece sobre la representación misma”.

La cita anterior corresponde a un análisis que hizo el escritor argentino Juan José Saer sobre la novela Para una tumba sin nombre, de Juan Carlos Onetti, que muy bien le calza a El pez de los sueños aún siendo disímiles en la historia y la extensión.

Al final, entre todos escriben un solo libro, diría Jorge Luis Borges.

Solo que para Wilfredo Machado las historias no culminan, se mantienen a través de los sueños, el mar y el fuego, las palabras y la acción poética. Perseguir una diosa y perderse en una isla para construir un mito que ha sido revelado para quien narra, sin testigos que puedan dar fe o certezas.

En El pez de los sueños las alucinaciones se confunden con los sueños y viceversa. La búsqueda de lo que no se logra alcanzar se convierte en mito en la medida en que se nombra o sueña. 

El psicólogo estadounidense Rollo May sostuvo que los mitos son necesarios y que buena parte de la violencia en su país se debe a la desaparición de los grandes mitos. La presencia de estos en el imaginario de los jóvenes puede ayudarlos a relacionarse con el mundo o a comprenderlo.

“El mito es el sueño colectivo y el sueño el mito privado”, aporta el escritor Joseph Campbell, que compagina con lo expresado por May y abona al terreno de la imaginación.

La literatura fantástica permite, como cualquier otro género, que los lectores ocupen parte de las neuronas en pensar nuestras realidades a partir de la creación de otros mundos, restándole valor a la velocidad de vivir.

Es difícil que alguien se pierda en una isla a no ser que los que manejan los algoritmos —ya que hablamos también de redes— decidan que la isla se pierda, desaparezca.

“Perderse juntos no es perderse”, nos recuerda el poeta Carlos Angulo. Incluso en las historias infinitas de El pez de los sueños, de Wilfredo Machado. Algún destino le depara al escritor o al lector en sus páginas.

Historia de la realidad oscura

Wilfredo Machado ha creado, o al menos sustentado con sensibilidad y talento, la existencia de otro mundo, que no siempre escapa a la percepción de los que vivimos en este lado de la realidad. Ese mundo diverso cuenta con variados soportes que se mueven entre el ámbito  religioso, las supersticiones, los sueños, las drogas, los fantasmas y, por supuesto, la fabulación propia de la literatura.

El pez de los sueños es una lectura sin bases firmes. Nunca sabremos donde estamos parados a medida que las páginas transcurren. Eso sí, a lo largo del libro, el narrador no cesa de reafirmar el carácter inaprensible del relato por medio de ambientes y situaciones en los que se mueven los personajes. Las reiteradas arenas movedizas que aparecen de un capítulo a otro son una buena analogía, aunque no la única, de la escurridiza esencia de la historia: que los personajes no se orienten con precisión en el espacio; que de ese espacio se dificulte saber si es real o  producto de alguna alucinación; que sea imposible definir alguna cronología para las peripecias de los personajes y que no tengamos más remedio que dudar de la verdadera existencia de esos mismos personajes, son otros tantos ejemplos de hasta donde Wilfredo Machado ha ingresado con esta novela en el territorio de lo fantástico.

En cierto modo, El pez de los sueños escapa de la tentación realista y socializante que suele dominar nuestra novelística. Siguiendo la veta que ya había definido en su obra anterior, especialmente la que  dedica a explorar el bestiario fantástico, el novelista elige alejarse de  escenarios familiares y sitúa la acción en una remota isla. A pesar de la coordenadas geográficas que apuntan a una cierta verosimilitud, esa isla no alcanza nunca la concreción absoluta, del mismo modo que no lo hacen los personajes ni sus andanzas.

Para lograr esa especie de difuminado narrativo, Machado se apoya en un lenguaje con un marcado tono poético. De hecho, no pocos párrafos de El pez de los sueños podrían catalogarse abiertamente, más que como prosa poética, como poesía en prosa. Una multitud de figuras retóricas le sirven para ampliar hasta límites insospechados el tipo de comprensión que puede hacerse de lo que escribe. De esas figuras retóricas destaca en especial el símil, mediante el cual lo que parece concreto se compara con un imaginario poético que termina por proyectar, de nuevo, esa semisombra en la que se debate toda la obra.

Se trata, adicionalmente, de una propuesta de novela cuya esencia se discute a lo largo del mismo texto. En la novela contemporánea no sorprende un personaje escritor que se propone culminar una obra que es, casualmente, la que tenemos entre manos. En el Pez de los sueños, sin embargo, ese personaje pierde el carácter de consciencia lúcida que ordena e interpreta los acontecimientos para verse arrastrado por la marea alucinatoria en la que se debate el resto de los actantes.

El discurso metaficcional, perfectamente imbricado en el decurso de la historia, le sirve a Wilfredo Machado para intentar explicar lo inexplicable en el contexto de la fragmentariedad de El pez de los sueños; además de pretender, por esta vía,  dar a conocer su personal concepción de la novela. Ese escritor interno, se no dice, “No tenía interés en narrar una historia que marchara diligentemente hacia su propia tumba. Vivir siempre era fragmentarse en lo múltiple, en lo que no podía verse sino como un prisma de colores entrelazados. (…) La idea de novela estaba allí, en ese mundo de seres sin rostro, cuyas oscuras motivaciones parecían nacer del sinsentido del mundo.”

La metáfora del prisma de colores se hace concreta por medio de una multiplicidad que parece saltar del mundo exterior al mundo interior de quien narre en cada momento del relato. La idea de un rito cuyos alcances no logramos aprehender nunca a cabalidad se entreteje a medida que leemos con reflexiones de corte filosófico, intertextos literario, alusiones recurrentes y paradigmáticas a obras pictóricas, tiempos trastocados y fusión de personajes. En fin, una novela compleja que amerita un lector dispuesto a comprometerse con un mundo que no parece tener límites que lo contengan.

XII Premio Nacional del Libro ya tiene ganadores

El XII Premio Nacional del Libro (PNL) que convocó el Ministerio del Poder Popular para la Cultura (Mppc) a través del Centro Nacional del Libro (Cenal), entre agosto de 2023 y marzo de 2024, ya tiene ganadores.

Una vez leídas y revisadas todas las obras enviadas al concurso, dividido en las menciones Libros y/o publicaciones y Promoción del libro y la lectura, el jurado conformado por los escritores Beatriz Aiffil, Ignacio Barreto y Héctor González dio a conocer el veredicto el pasado 12 de agosto.

Las categorías galardonadas son Mejor libro; Colección o serie; Ilustración; Formato innovador; Libro arte; Libro artesanal; Libro para personas con diversidad funcional; Libro electrónico o digital; Libro infantil-juvenil; Diseño de portada; Afiche; Sitio que promociona el Libro y la Lectura; y Producción en medios audiovisuales.

En esta edición, el PNL reconoce las publicaciones producidas e impresas en Venezuela durante los años 2021 y 2022, así como las iniciativas para la promoción del libro y la lectura realizadas en el país.

A continuación los ganadores:

Mejor libro

Por unanimidad, el jurado otorgó el Premio de Mejor Libro a la obra Actas, Cédulas y Partidas. Apuntes para el estudio del Registro Civil en Venezuela señalando que “comprende una invaluable investigación que documenta el ejercicio del derecho a la identidad, la legitimidad de la nacionalidad venezolana y el reconocimiento progresivo de los derechos humanos del pueblo venezolano”.

Además, sobre esta obra el veredicto agrega que “ofrece reflexiones acerca de la identificación de pueblos originarios y mestizos a través de aspectos históricos, geográficos, jurídicos, antropológicos y administrativos, así como de sorprendentes testimonios gráficos, presentados en un excelente trabajo editorial, de diagramación e impresión”.

Colección o serie

Colección Insurgencias Históricas y Afroepistemologías Cimarronas. Como proyecto editorial de la Comisión Presidencial para el Esclarecimiento de la Verdad Histórica, Justicia y Reparación sobre el Dominio Colonial y sus Consecuencias en Venezuela, de la mano de la Fundación Editorial El perro y la rana, aporta elementos esclarecedores y nuevas interpretaciones desde una visión crítica y descolonizadora, brindando la posibilidad de la reconstrucción histórica y de la discusión, análisis y reflexión sobre el pasado desde la perspectiva de los pueblos originarios y afrodescendientes.

Ilustración

Waika, la respondona. Trata temas sensibles como la sexualidad femenina, el machismo, las discriminaciones, la violencia política, los males del capitalismo, entre otros, desde la visión de un personaje feminista (Waika) con verbo feminista sutil y a la vez contundente, desarrollada por la autora durante su larga trayectoria por la prensa nacional.

Formato innovador

Miga y Da Capo, cantantes de jazz, de Florencia Grillet. Es una hermosa obra infantil presentada en formato impreso que contiene un código QR que al ser escaneado interna al usuario en una pista de 14 minutos de narración de pequeñas historias acompañadas de música e imágenes. Una interesante combinación impresa audiovisual.

Libro arte

Miga y Da Capo, cantantes de jazz. Se presenta en formato impreso full color con llamativas ilustraciones para los más pequeños. Música, literatura, ilustraciones impresas y animadas, combinadas cuidando detalles estéticos importantes, se convierten en herramientas para estimular la creatividad y el imaginario infantil.

Libro artesanal

En tres puntos. Es una compilación de la escritora y promotora de lectura Yuri Patiño que reúne poemas de estudiantes de la Unearte en Mérida, presentado en un sencillo pero robusto formato encuadernado “a caballo”.

Libro para personas con diversidad funcional

El oso de anteojos, de Elena Molina Morales. Es un libro infantil presentado en sistema de escritura Braille para niños y público general invidentes. La obra representa un importante ejemplo de inclusión y edición dedicada.

Libro electrónico o digital

Diario de una muñeca, de Carmen Delia Bencomo. Se presenta en formato epub para que usuarios y lectores puedan acceder desde dispositivos electrónicos de lectura. El libro ofrece todas las ventajas de adaptación a las pantallas y las ilustraciones están perfectamente dispuestas en el texto.

Libro infantil-juvenil

Los vestidos mágicos de Almendra Brillas, de Hugo Colmenares. Es una obra que incentiva la lectura en el público infantil por estar presentada en un formato atractivo, bien impreso, de fácil lectura y con coloridas ilustraciones.

Diseño de portada

El pez de los sueños, de Wilfredo Machado. Presenta una sobria y artística fotografía de portada cuya selección fue, a todas luces, la más acertada de acuerdo con el título y contenido de la obra.

Afiche

El modelo electoral venezolano: democrático, confiable, inclusivo y soberano. Ofrece una atractiva imagen que invita a conocer más del proceso de consulta popular.

Sitio que promociona el Libro y la Lectura

El sitio web de Monte Ávila Editores Latinoamericana. Ofrece un atractivo despliegue de las últimas publicaciones de esta importante casa editorial. Además, tiene una sección de descargas de contenido digital de forma gratuita.

Producción en medios audiovisuales

Fundación por la Lectura Mariana Flores Melo (MFM). Ofrece un atractivo trabajo de relacionamiento con potenciales lectores en su página web y redes sociales para la promoción de la lectura.

Contadores de historias en tiempos de IA

Los títulos de los libros son claves para que el lector se sienta atraído ante demasiados libros que no hacen más que acrecentar día a día y ocupar los anaqueles de las librerías y bibliotecas.

La inteligencia artificial (IA) ha generado hermosas imágenes de sitios atiborrados de libros en espacios públicos insólitos que suponen lugares idílicos; pero también se han construido bibliotecas que son especies de aljibes y torres en donde es mejor no tomar ningún libro, no vaya a ser que esta se desplome.

Lo que predomina es el cromatismo que da forma plástica por los diferentes grosores de los lomos de los libros. Enfrentarse ante tantos libros es como estar en una estación del metro en la hora de mayor tránsito de pasajeros. 

El título de un libro es como una dirección, un destino que se escoge sin que se sepa exactamente con lo que se va a encontrar, porque los lectores son transeúntes, turistas que visitan lugares. A veces equivocan los destinos; pero también están quienes consiguen lo que andan buscando o sin buscarlo consiguen la lectura que les permite vivir otras vidas. 

Gustave Flaubert en carta a Mlle de Chantepie, le escribió “leer para vivir”. La lectura también permite recibir o confirmar conocimientos, reflexionar o, simplemente, abstraerse de la cotidianidad.

Supongo que a nadie se le ocurriría querer vivir la vida de La contadora de películas, novela del escritor chileno Hernán Rivera Letelier. Autor que construye personajes determinados por el título de la novela y, por tanto, a la anécdota con tintes melodramáticos, sarcásticos y nostálgicos.

Una niña, la menor de varios hermanos, se convierte en la elegida para contar las películas debido a que la pobreza de la familia no permite a todos ir al cine. Al parecer, el vino es más barato que las entradas al cine porque siempre hay una botella para que el padre se embriague y calme sus penas por el abandono de la esposa.

Parece una historia cándida, pero como todos los filósofos saben, la vida tiene también su dialéctica y detrás de ella hay una realidad atroz. La pobreza en La contadora de películas es una herropea que marca el destino de la esclavitud sin esperanza.

Rivera Letelier trabaja con maestría la nostalgia y el escenario desolado de la pampa chilena. Los presenta como lugares de olvido y olvidados. El salitre los hace áridos de alma, con personajes que tienen que huir, acostumbrarse a tanta cicatriz en la vida o a la locura.

Su primer libro de novelas, La Reina Isabel cantaba rancheras, le trajo los primeros premios literarios y tras ellos, títulos que fueron adaptados al teatro o llevados al cine, entre ellos, recientemente, La contadora de películas. En 2010 obtiene el Premio Alfaguara de Novelas por El arte de la resurrección y 12 años después el Premio Nacional de Literatura de Chile.

Sin duda, hay un manejo extraordinario en titular sus novelas, aparte de las nombradas están Los trenes se van al Purgatorio, Canción para caminar sobre las aguas y El escritor de epitafios.

Ante tantos libros, un buen título es por lo menos un mensaje en una botella, aunque sean ficciones que retratan realidades, especialmente en estos tiempos en que también las películas se reproducen como los libros —y a veces con historias de estos—.

Gabriel García Márquez dijo que quería ser recordado como el autor de El amor en los tiempos del cólera, sólo que esencialmente se le nombra por el libro con final desesperanzador, el que lo llevó a la fama y a ganar el premio Nobel de Literatura. 

Cien años de soledad próximamente será un seriado de las plataformas de streaming y el lector dejará de imaginar cómo son los Buendía, Remedios La Bella y Úrsula Iguarán. Aunque con el surgimiento de la Inteligencia Artificial, que ha venido a darle una estocada a ciertos oficios y artes, se pueden tener algunas pistas de las fisionomías de estos personajes.

Cuando Rivera Letelier publicó La contadora de películas (2009) planteó los cambios surgidos con la aparición de la televisión, que terminó con el oficio de la protagonista de su novela. Ahora, ¿sobrevivirán los contadores de historias en tiempos de Inteligencia Artificial?

Como un manto de imaginación y olvido

La contadora de películas es, si hay que decirlo en pocas palabras, un enorme compendio de imaginación y realidad contenido en un número minúsculo de páginas. Pocas veces un escritor logra concentrar en tan poco espacio la más ingenua fantasía junto a los más detestables pasajes de la vida humana.  Todo ello tomando como excusa, o mejor, como punto de partida, la intromisión del cine en la cotidianidad de un conglomerado humano.

Hasta bastante entrado el siglo veinte, el cine era la diversión más sofisticada a la que teníamos acceso. Apenas ayer, la familia entera asistía a la proyección de la última película mexicana en la que Pedro Infante cantaba y Sara García lloraba. Cines de barrio en los que cualquier cosa podía suceder, incluso la presencia de esos zagaletones que veían gratis la película desde lo más alto de las paredes laterales, gracias a una escalera  de huecos perforados en la cara externa de esa misma pared.

El cine, fuese de Hollywood o de México, era paradigma cultural y entretenimiento casi único.

No sorprende, entonces, que Hernán Rivera Letelier haya podido armar, en La contadora de películas, un relato breve, pero poderoso, en el cual el cine es el núcleo que ordena y sistematiza la vida  de sus personajes, en un pueblo salitrero del desierto chileno durante y después del gobierno de Salvador Allende.

Para algunos,  el cine es solo una diversión; para otros, se convierte en una obsesión absoluta,  una parte integral de su psicología, una manera de ver el mundo, de disfrutarlo o de sufrirlo. De allí la existencia de esos seres capaces de sopesar la realidad solo por medio del correlato de alguna producción cinematográfica. La vida se llena de referencias a películas, actores, premios, impacto, duración;  un imaginario que explota como una burbuja por encima del mundo real; tal como en La contadora de películas.

De más está decir que esa realidad de la que se huye suele estar llena de fealdad e injusticia, además de aburrimiento. “Nuestra Oficina –afirma la narradora en la novela de Rivera– era una de las más pobres del cantón. La gente no tenía qué ver ni qué hacer en las largas tardes pampinas. No había filarmónica donde ir a bailar, no contábamos con banda de música que tocara retretas los fines de semana en el quiosco de la plaza. Ni siquiera teníamos día de tren, que en las otras oficinas donde había estación ferroviaria era toda una fiesta.”

El cine es  mecanismo de escape, sí, pero de difícil acceso. No hay dinero  para el importe de la entrada, de modo que la única persona que va al cine está obligada a contar la película al resto de los personajes.  El asunto es que ese ardid cambia todo, pues se pasa del código visual al puramente verbal; lo que se narra termina por parecerse más al cuento o a la novela, por mucho que la narradora teatralice su relato.

Se asoma de este modo un ars poética que se corresponde más con la literatura que con el cine. Lo afirma la propia narradora: “Mis narraciones de películas los sacaban de esa nada agria que era el desierto y, aunque fuera por un rato, los transportaba a mundos maravillosos, llenos de amores, sueños y aventuras. A diferencia de verlos proyectados en una pantalla de cine, en mis narraciones cada uno podía imaginar esos mundos a su antojo.”

He allí la razón de por qué lo estrictamente social, la denuncia de las desigualdades, la explotación de la compañía regida por un gringo, las infidelidades o las violaciones no parecen ser nunca el tema central de la novela. Están allí porque eso es la vida, asomadas al paso, pero lo que realmente importa es el manto de fantasía, de imaginación y de olvido que se tiende por encima del pueblo gracias a la presencia de otro mundo que se despliega desde la pantalla del cine por medio de la voz de la contadora.

Regreso a las primeras líneas: Rivera Letelier ha logrado una mezcla perfecta de la fantasía que orienta el discurso y un aparente despreocuparse de la espantosa realidad que se asoma a cada vuelta de página. Tanto así, que los personajes que la habitan no parecen sufrirla o, incluso, percibirla. Privilegio, en definitiva, negado a los lectores.

Extendidas bienales de literatura Lydda Franco Farías y Argimiro Gabaldón hasta el 15 de septiembre

Hasta el 15 de septiembre de 2024 fueron extendidos los concursos de Poesía de la IV Bienal Nacional de Literatura Lydda Franco Farías y de Ensayo de la VII Bienal Nacional de Literatura Argimiro Gabaldón.

La convocatoria para participar en estos concursos es impulsada por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura (Mppc) a través del Centro Nacional del Libro (Cenal).

Estas bienales de literatura, junto a otras cinco que también fueron convocadas por el Mppc para el año en curso, estarán premiando obras inéditas como parte de las políticas culturales del Gobierno Bolivariano orientadas a promover la producción literaria e incentivar el desarrollo de nuevos autores.

Además de las bienales nacionales de literatura Lydda Franco Farías y Argimiro Gabaldón, fueron convocadas a través del Cenal la XI Bienal Nacional de Literatura Orlando Araujo, mención Narrativa breve, hasta el 15 de septiembre; la V Bienal Nacional de Literatura Manuel Felipe Rugeles, mención Literatura infantil (poesía), hasta el 30 de septiembre; y la VII Bienal Nacional de Literatura José Vicente Abreu, mención Novela histórica, hasta el 31 de agosto.

Se suman la II Bienal Nacional de Literatura César Rengifo, mención Ensayo Teatral, y la II Bienal Nacional de Literatura Apacuana, mención Dramaturgia, convocadas por el Mppc mediante la Compañía Nacional de Teatro (CNT) conjuntamente con el Cenal y cuyos lapsos para la recepción de obras cerrarán el 20 de octubre.

La premiación en cada bienal incluye la publicación por Monte Ávila de la obra ganadora y cien mil bolívares (Bs 100.000,00).

Las bases completas de cada bienal con los requisitos de participación, fechas límite de entrega y otras especificaciones relevantes están disponibles en el sitio web del Cenal: www.cenal.gob.ve.

Te invitamos a conocer las bases:

II Bienal Nacional de Literatura César Rengifo

II Bienal Nacional de Literatura Apacuana

IV Bienal Nacional de Literatura Lydda Franco Farías

V Bienal Nacional de Literatura Manuel Felipe Rugeles

VII Bienal Nacional de Literatura José Vicente Abreu

VII Bienal Nacional de Literatura Argimiro Gabaldón

XI Bienal Nacional de Literatura Orlando Araujo

La educación sentimental

Gustave Flaubert suplicó que no leyeran La educación sentimental “como los niños: por diversión; ni por instrucción, como los ambiciosos. Leedla para vivir”. Seguramente más de un lector se ha tomado en serio aquello de leer para vivir, sobre todo cuando leer es la opción de vivir otras vidas, en otros mundos.

La novela Si tú me miras, de Laura Antillano, tiene que ver con el axioma antes expuesto. Escrita y editada inicialmente con el propósito de ser “literatura juvenil”, es más bien una historia que puede ser tanto ficción como real, éticamente reconfortante al intentar resolver los conflictos de una familia que se corresponde con las actuales: hijos con padres divorciados y padres ocupados por el trabajo.

El móvil de unas hijas menores de edad preocupadas porque su madre consiga una pareja es quizás la aventura que propone la novela en donde se mezcla poesía, canciones pop y crónicas de un pasado que parecieran ser actuales.

En las sagradas escrituras se afirma que todo está escrito, sin embargo, las historias vuelven una y otra vez a contarse. Esta vez, en Si tú me miras, el telón de fondo es el mar que contiene el secreto y misterio del origen de la vida. Pero también posee leyes y Laura Antillano nos la presenta en las diferentes dimensiones, en las que corresponden con el acto de la vida.

Cada vez que leo sobre el mar no sé por qué la memoria me trae el poema “Escrito con Cernuda”, del mexicano Juan Domingo Argüelles:

Desde que tengo el mar ya no pienso en el cielo.
El mar es infinitamente más perdurable; en todo caso
El mar es más certero y en él los ángeles se ahogan
Con el obvio perjuicio para la castidad. El cielo,
En cambio, ya no tiene misterio; su perfección
Lo ha hecho sólo habitable para los santos
O los imbéciles; sobre todo hoy sabemos
Que no existen los cantos celestiales: el Apolo 14
No los oyó. Desde que tengo el mar solo pienso en el mar.
El mar es un olvido, una canción, un labio;
El mar es un amante, fiel respuesta al deseo.
Es como un ruiseñor, y sus aguas son plumas.
Impulsos que levantan a las frías estrellas…

A veces la memoria es capaz de colarnos historias que necesariamente no son las que buscamos y comenzamos a sacar cuentas de cómo van envejeciendo las canciones, los libros, la películas.

La educación sentimental es considerada, siglo y medio después, como una “obra deslumbrante, dotada de una clarividencia tan penetrante respecto a nuestra sociedad contemporánea como a la de 1840, es un relato que, milagrosamente, no ha envejecido ni un ápice y cuya intensidad crítica se hace más profunda a cada nueva lectura”, afirma Hermenegildo Giner de los Ríos.

La obra de Flaubert comienza con un personaje que tiene 18 años de edad, los mismos que posee en este momento la novela Si tú me miras. Apenas cumple la mayoría de edad desde su aparición y la autora no pretende abordar una historia como la del escritor francés, si no acercarse a su tiempo —principios de este milenio— y hacer pulso con los momentos políticos vividos.

Su mirada es íntima, como buena parte de su obra, diría el crítico Douglas Bohórquez. Nada es añejo para Laura Antillano y lo que es pasado lo rescata como valor simbólico para sostener una historia cotidiana que se alimenta de las sorpresas del conocimiento y de alguna manera le rinde tributo a los saberes sobre el mar y los seres que forman parte de ese ecosistema, mientras retrata la educación de unas jóvenes que han decidido tener pasos propios, pero que aún necesitan guías de sus padres.

Aún recuerdo las discusiones que sostenía con mi padre cuando uno ya no era un muchacho y sostenía una familia con hijos. A veces no lograba comprender las discusiones y por qué se desataban hasta que vi la película canadiense Las invasiones bárbaras. Ella dio con la clave sentimental en medio de los avances de la derecha y el neoliberalismo en el mundo: mi padre siempre será mi padre y por más que yo tenga razón, seré su hijo.

La lección de Si tú me miras es el valor sentimental, íntimo, de Laura Antillano que no pretende educar a una generación, sino retratarla.

Mirar la literatura juvenil desde Si tú me miras

En su obra, tal vez incluso sin proponérselo, Laura Antillano le sale al paso a la viejísima disyuntiva acerca del lenguaje apropiado para lo que solemos llamar literatura infantil y juvenil. Lo hace en Si tú me miras y en el resto de sus libros dirigidos a esa población lectora, como Diana en la tierra wayuu o ¿Cenan los tigres la noche de navidad?, por citar solo dos.

La discusión acerca de qué elementos  convierten un libro en apto para ser leído por los más jóvenes es larga y tal vez inacabable. Si hubiese algun modo de concluirla,  sería, con toda seguridad, asomando una variedad de respuestas a las interrogantes que genera.

La más visible de esas respuestas puede  que no esté inevitablemente ligada al trabajo del escritor, sino al estilo que la industria editorial imprime a algunos de sus productos. En El mundo como representación, Roger Chartier explica cómo los editores usan ciertas estrategias para definir el tipo de recepción que los lectores harán de un texto. De esas estrategias, Chartier destaca la materialidad del libro (tamaño, diagramación, colorido, etc.) y la dimensión y organización del texto (tipo de letras, más o menos texto en una página, etc.).

Si se requiere prueba de la capacidad de los editores para dirigir la recepción de los textos hacia cierto  conglomerado lector, basta con apuntar a esas colecciones en las que la obra de autores clásicos, que jamás fue considerada lectura juvenil, se publica en formatos que anuncian, de manera expresa, que se orientan a lectores niños y jóvenes.

En Venezuela, la misma Laura Antillano ha llevado adelante una colección que selecciona textos de nuestros más distinguidos poetas y los dirige especialmente a ese público.

El ejemplo más extremo de que no hay restricciones a la hora de destinar un texto a un conglomerado lector, tal vez sea la experiencia de la española Ediciones de la Torre, que publicó una selección de poemas de Miguel Hernández para niños. Uso aquí el adjetivo extremo tomando en consideración el carácter tétrico de la obra de Miguel Hernández; lobreguez asumida, en este caso, también por las ilustraciones.

Dejando atrás el trabajo de los editores y volviendo al oficio de los escritores, algunos suelen pensar que la literatura para niños y jóvenes debe estar escrita con una especie de ñoñería en lo que respecta a temas y  lenguaje. Nada más lejos de la verdad.

En el caso de  Si tú me miras, de Laura Antillano, si bien sus personajes principales son dos adolescentes, la autora ha sabido construirles una  visión del mundo a la vez ingenua y madura; una desmesurada curiosidad, así como un notable entusiasmo por la travesura. Elementos todos que solemos asociar con la juventud.  De otro lado, la novela aborda temas y situaciones que, hasta no hace mucho, la mayoría  de los padres prefería mantener ocultos de sus hijos, por dolorosos o por muy serios. Lo cierto es que Si tú me miras incorpora muchos de esos temas y lo hace con una naturalidad y, al mismo tiempo, con una profundidad  que sorprende por igual a jóvenes y adultos. Así, tópicos de estricto carácter colectivo, como la responsabilidad social, la necesidad de cuidar el ambiente o el abuso de las transnacionales comparten página con  otros de condición más íntima, como el amor, el divorcio o las creencias y supersticiones.

En Si tú me miras, nada de eso está tratado de un modo que no atraiga el interés sea de un  adulto o de un adolescente.

Tal vez lo que delimite a los eventuales lectores de un texto literario no sea su edad sino su entrenamiento para la lectura. La creación literaria ha oscilado, históricamente, entre periodos  más herméticos o más claros y comprensibles. Si bien es verdad que no todo el mundo está en capacidad de leer el Ulises de James Joyce, entendemos que no es un asunto de edad sino de preparación.

Mientras tal incógnita se dilucida, es una agradable sorpresa  encontrar obras que, como las de Laura Antillano, son capaces de cautivar con sus temas y sus estrategias narrativas no solo a los lectores jóvenes a quienes, se supone, están dirigidas, sino a un colectivo lector mucho más amplio cuyo factor definitorio no es, en absoluto, la edad.

Ficciones en la literatura erótica

Comenzaba a correr el año 2003 cuando el editor Leonardo Milla me invitó a almorzar a un restaurant en Sabana Grande. Era la época en que yo dirigía una editorial y librería virtual que se llamó Comala.com. En medio del almuerzo, después de conversaciones típicas de editores y antes de la sobremesa, me dice que quiere crear una colección y un premio de literatura erótica.

Para Milla era el momento propicio para lanzar este concurso literario debido a que en 2002 el Premio La Sonrisa Vertical, de la editorial Tusquets, el fallo fue desierto y tenía información de primera mano de que no continuaría por la poca calidad literaria. Así que me propuso que dirigiera la novísima colección para Alfadil y que participara en el jurado como presidente.

El premio, que se llamó Letra Erecta, tuvo tres ediciones y los ganadores fueron la cubana Vivian Jiménez, el español José Luis Muñoz (Premio Sonrisa Vertical, 1990) y el peruano-venezolano Jorge Gustavo Portella. La colección logró tener las firmas de Denzil Romero con La esposa del Dr. Thorne (Premio La Sonrisa Vertical, 1988) y Ana Teresa Torres con su novela La favorita del Señor (finalista del Premio La Sonrisa Vertical, 1993). También entró en el catálogo Israel Centeno con La casa del dragón (2004).

En la última edición del premio una escritora pidió la valoración de por qué no había logrado alguna distinción. El certamen era bajo seudónimo y los manuscritos debían ser inéditos, pero reveló su autoría al enviar la petición a través de un correo electrónico. Este no fue respondido porque no estaba estipulado en las bases, pero a los días insistió con una llamada telefónica a la gerente editorial de Alfadil pidiendo explicaciones.

Mi respuesta a la Gerente, si mal no recuerdo, fue que para que una novela erótica sea considerada como tal, primero tiene que ser novela y luego erótica. No pongo comillas porque perdí el correo, pero es algo que puedo sostener en cualquier momento. “Soy de pocas ideas, pero fijas”, como decía el matemático Frank Baíz Quevedo.

Traigo a colación esta historia personal porque en la víspera de la Feria del Libro de Madrid, Rosa Montero promocionó por las redes sociales el libro de una autora que ha logrado fama con la literatura erótica: “Si queréis comprar una novela magnífica, os aconsejo que compréis La tarde que Bobby no bajó a jugar, de la cubana-portorriqueña Mayra Montero (nada que ver conmigo pese al apellido) que es un libro fabuloso, que además de ser literariamente buenísimo está basado en la realidad, en una historia increíble del tremendo ajedrecista Bobby Fisher. Os va a encantar, os lo aseguro”.

Mayra Montero (1952) fue finalista del premio La Sonrisa Vertical  en 1991 con La última noche que pasé contigo, pero en 2000 logra alzarse con el premio con Púrpura profundo. Antes de aparecer su más reciente novela, publicó entre otras, una novela histórica sobre Francisco de Miranda, El caballero de San Petesburgo.

La tarde que Bobby no bajó a jugar ha sido publicitada como una historia real. Supuestamente la autora guardó el secreto hasta que desaparecieran físicamente su madre; pero en especial, su esposo. El secreto tan bien guardado confirma que el morbo no escapa ni siquiera al mercado editorial español.

La novela está escrita extraordinariamente bien, como una relojería suiza, en donde además, tenía que serlo, puesto que unos relojeros polacos —y sus descendientes cubanos— son parte de la historia con Bobby Fischer, el talentoso ajedrecista, cuando fue a Cuba a la edad de 13 años con su madre a participar en las sesiones de simultáneas en el Club Capablanca, en donde ganó diez partidas y empató dos. En ese año, 1956, comenzó a ser reconocido por el público y la prensa.

La historia transcurre en alternancias con 1966, su segunda visita a Cuba en donde Mayra, bajo el nombre de Miriam en la novela, ha sido utilizada como peón del tablero de ajedrez puesto que el personaje, desde sus 14 años critica a la revolución cubana, pero idealiza el entramado en que ella estuvo sometida e idealiza una supuesta relación amorosa. La abuela y escritora Mayra Montero, sin ser diestra en el juego del ejército, hizo jaque al ajedrecista estrella de Estados Unidos, a quien ahora algunos lectores no verán con los mismos ojos.

Crónica del alfil y la reina

Esta es la novela más personal de Mayra Montero. Lo ha dicho ella misma. Narra un acontecimiento de su vida que mantuvo oculto, a lo largo de muchos años, incluso de sus parientes más cercanos, léase madre y marido. Ese hecho, en apariencia simple, puede que haya marcado no solo el rumbo que tomaría el relato, sino incluso la calidad del mismo al compararlo con otras de sus obras.

Montero ha declarado que no escribió antes esta novela porque vivían su madre y su marido pues el asunto les podía resultar muy espinoso. Por muy humano que parezca, no deja de ser controvertido que un autor justifique de ese modo lo que publica y lo que no. Antes bien, pone en juego un elemento de domesticidad que para nada ayuda a la idea que el lector puede hacerse de la obra, aun antes de leerla.

La proximidad autobiográfica no es siempre un factor que potencie el relato. De hecho, es posible que se convierta en una rémora implantada allí por una valoración de lo que se cuenta que el lector no está obligado a compartir.

La novela se desarrolla en dos grandes vertientes. De un lado, la reconstrucción de la vida habanera antes y después de la revolución; del otro, una mirada amplia al mundo de las competencias de ajedrez, especialmente en las décadas de los 50 y 60, con las implicaciones políticas que esas competencias adquirían en la época de la guerra fría.

El seguimiento a Bobby Fischer se hace con una minuciosidad documental absolutamente convincente. De hecho, la escritora se  ocupa, al final de su obra, de suministrar información acerca de sus fuentes y de agradecer a quienes colaboraron en la recopilación de tales datos. Digamos que, para los aficionados al ajedrez, el relato ofrece un interesante seguimiento de la vida y desempeño de uno de los grandes maestros del siglo XX; además de dar una imagen no siempre edulcorada de unos individuos que, según la propia novela, son realmente guerreros que, apaciguando el ánimo belicista, se conforman con volcar su violencia sobre un tablero: aunque por momentos esa violencia pueda desbordar las sesenta y cuatro casillas  e invadir la realidad hasta mancharla de sangre.

Y aquí viene el asunto de lo autobiográfico. La historia de una niña  de catorce años que va en pos de un autógrafo del ajedrecista estrella y termina con él en la cama resulta poco convincente, por muy verdadera que sea la historia. Una prueba más de que la literatura solo sigue sus propias leyes y no suele prestarse para jugar solo el papel de registro documental.

Aunque sea imposible saber dónde termina lo autobiográfico y dónde empieza la pura ficción, lo cierto es que el argumento según el cual un grupo de muchachas le imponen a la protagonista que consiga el autógrafo para, todas ellas, recibir a cambio un disco de los Beatles resulta increíblemente débil. La narración no logra, aquí, que peripecia y personajes alcancen una mínima verosimilitud y que no terminen siendo un pretexto mal logrado para entrar a lo que verdaderamente importa, es decir, el encuentro con Bobby Fischer.

Lo mejor  de esta parte de la novela puede que sea la descripción de la cotidianidad familiar en la Cuba de la primera década de la revolución. Aunque contado desde el disentimiento, es posible familiarizarse con los avatares de un cambio político que se inicia y el impacto, no siempre agradable, que tal cambio tuvo en la vida privada de los individuos.

En cierta forma todo es tangencial en esta novela. Personajes y acontecimientos existen solo para que, casi por accidente, lleven agua al cauce que arrastrará a la niña que narra al encuentro con Bobby Fischer. Sucede con los tres individuos que integran la familia de relojeros de origen polaco. Sin duda los personajes más convincentes y mejor construidos de toda la obra, con una admirable complejidad de caracteres. La peripecia amorosa de uno de ellos produce algunos de los capítulos más logradamente conmovedores de todo el libro, aunque también, todo hay que decirlo, algunos de los más telenovelescamente melodrámaticos.

En fin, una novela bien escrita, con notables altibajos en el desarrollo de la anécdota, que vale la pena leer siempre que se moderen las expectativas.